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La vida útil Nº1 – El país de las tinieblas o: Cómo unir el cielo y la tierra antes que el mundo se vaya a la mierda – Sobre El árbol negro

Por Iván Zgaib

1. Ruinas sobre ruinas, querido Martín

Nada bueno puede suceder si un yacaré mira directo a cámara. El animal se acerca reptando, como si supiera que está desafiando a una audiencia entera en el cuarto oscuro de algún cine lejano. Es un sentimiento que vuelve una y otra vez en El árbol negro: un aura de peligro inminente, la amenaza imparable de algo siniestro que avanza sobre la tierra. Cada vez que un hombre alza la voz para relatar un antiguo mito aborigen, las imágenes conjuran ese clima apocalíptico: el cielo se ve naranja y crispado, como si se estuviera prendiendo fuego; el llanto premonitorio de los animales resuena hasta desarmarse con los chillidos de las motosierras; unos hornos en forma de iglú escupen flemas de humo negro sobre el paisaje desolado, donde los árboles se ven apenas como cadáveres podridos.

¿Qué pasa con el mundo, con el país y con la naturaleza? El documental de Máximo Ciambella y Damián Coluccio toma la lucha del pueblo qom formoseño como una brújula narrativa para afrontar esa pregunta. La composición plástica de un mundo-al-borde, presentando un espectáculo macabro en decadencia (con yacarés amenazantes y topadoras arrolladoras como sus máximas atracciones), sugiere que los modos en que el Estado argentino ha administrado el territorio nos empujaron a un desequilibrio.

Y es por eso que, en principio, El árbol negro se enfrenta decididamente al contexto histórico del cual emerge. Las conversaciones entre Martín (el protagonista que ve morir a sus cabras por una peste misteriosa) y el resto de la comunidad qom hacen referencia al accionar de los políticos: “Muchas veces el gobierno habla de justicia social, ¿y por qué estamos así?”, dice uno de ellos en relación a las tierras aborígenes que son usurpadas por el negociado empresarial, sin impedimento del Estado. Esas tensiones que ya se habían marcado entre las demandas de los pueblos aborígenes y el kirchnerismo se continuaron profundizando con el correr de los años, mientras El árbol negro se filmaba y se montaba: la lucha aborigen quedó inundada por una oleada mediática. Las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel se asoman como el coletazo más trágico de una disputa sangrienta que el macrismo fogonea con orgullo.

El personaje grotesco que comanda el Ministerio de Seguridad se embarca en giras extravagantes por los sets televisivos, donde los periodistas sumisos y boquiabiertos la escuchan hablar sobre organizaciones inglesas que financian la RAM y mapuches salvajes que se alían con la guerrilla kurda (¿el macrismo pone en escena su propia versión del western contemporáneo?). Frente a aquel contexto, El árbol negro puede leerse como una objeción a una puesta en escena hegemónica: ¿Quién entra y quién queda afuera del imaginario de la Nación? Acá no se trata solo de los hechos concretos, sino de su reelaboración a partir de los discursos oficiales y mediáticos. Lo que hará la película es correr la cámara, alejarse de los simulacros que encandilan las pantallas televisivas y que serpentean por los canales de fibra óptica. De nuevo, se abre una pregunta: ¿puede el cine desmontar el espectáculo?

Parte de aquella hazaña recae en la atención que el film presta a los hombres y mujeres qom de Formosa. Sus protagonistas podrían pensarse como las siluetas que aparecían en el fondo de los planos que componía Lucrecia Martel en Zama: esos cuerpos esculpidos y misteriosos que no hablaban mucho, pero que por su lugar en el encuadre o por los sonidos de sus movimientos hacían recordar las relaciones de poder inherentes al colonialismo argentino. En El árbol negro, aquellos personajes han hecho un paso adelante. Han ocupado el centro del relato y de la imagen, tomando la palabra y articulando un discurso claro sobre sus condiciones de vida: en la Argentina del siglo XXI, están organizados, están respondiendo, están reclamando su lugar en la Historia. Y aún más importante: están, en tiempo presente. Que a Martín se lo vea llevando su celular quizás sea un detalle más significativo de lo que parece a primera vista. Constituye el signo de una sociedad tecnologizada que los pueblos originarios también habitan: no están en el pasado, como el Estado y los defensores acérrimos de la herencia europea han querido perpetuar en las fábulas históricas.

2. Ida y vuelta, del 2018 a los 60

Sobre el comienzo, la película está compuesta por una serie de secuencias que muestran a Martín trabajando sus tierras, abriéndose paso en medio de la maleza o acarreando sus cabras de un lugar a otro. El alejamiento de la cámara en aquellos momentos crea una cualidad contemplativa que recuerda a La libertad de Lisandro Alonso: lo que importa allí es el correr del tiempo de cada plano, la mirada sostenida sobre la naturaleza que es modificada (pero también, cuidada) por cuerpos singulares.

En El árbol negro, esa forma de registro está impregnada por un sentido político, ya que el tiempo construido en las escenas se corresponde a una forma de relación con la naturaleza: la intimidad antes que la fuerza aplastante promovida por el Estado y las empresas. Incluso el montaje juega de manera consciente con aquella yuxtaposición. En una escena, por ejemplo, el plano de una cabra alimentándose de plantas es seguido por la grabación de una topadora que arrasa con cada árbol que aparece en su camino. La construcción de ese contraste se reitera a lo largo de la película. Por un lado, los cuerpos vitales y particulares del pueblo qom y de los animales que están bajo su cuidado. Por otra parte, el antagonista sin rostro: máquinas que parecen haber cobrado vida propia, como una horda de monstruos liberados de Frankenstein. Cuando se sugiere una presencia humana alrededor de aquellas bestias metálicas, apenas se ven como sombras. No poseen rasgos físicos identificables como sí adquieren los qom; son figuras anónimas e impersonales, semejantes a sus movimientos automáticos y a su relación distante con la naturaleza.

Pero la comparación con La libertad no tarda en ser interrumpida o, al menos, desafiada por otros giros que van marcando los rumbos de El árbol negro. Transcurridos los primeros diez minutos, comienza a quedar claro que el registro contemplativo no se limita a observar a un hombre solitario que se encuentra ensimismado en la naturaleza. Por el contrario, la película avanza mientras Martín se reúne con otros miembros de la comunidad qom, de tal modo que la narración trama un tejido más complejo: del protagonista individual se desplaza hacia uno colectivo. En La libertad hay un malestar generalizado que se libera cuando el personaje rompe su aislamiento. En El árbol negro no hay lugar para semejante incomodidad: el encuentro con los otros desemboca en empoderamiento. Claro que persiste la amenaza de un enemigo externo, pero es eso mismo (en parte) lo que habilita el espacio para una comunidad en resistencia.

¿No suena extraño esto? Una película argentina de 2018 construyendo la imagen de un cuerpo colectivo como su núcleo, el centro desde el cual respira. Las comunidades organizadas (y mucho menos, en lucha) están lejos de conformar motivos recurrentes en el cine argentino contemporáneo. Y en ese sentido, El árbol negro llega a procesar la escuela contemplativa de Lisandro Alonso a través del filtro del cine político de los 60. Eso sí, salvando algunas distancias: la película no recurre a la interpelación directa al espectador que hace Fernando Solanas en La hora de los hornos, ni a las intenciones más pedagógicas de Jorge Cedrón en Resistir o a la lógica expositiva de Raymundo Gleyzer en México, la revolución congelada. Pero aún así, Ciambella y Coluccio parecen invocar ciertos espíritus errantes de aquella tradición cinematográfica: el foco en la praxis política como un modo de enfrentar la realidad, la cámara como dispositivo para visibilizar a las poblaciones marginales, la intención manifiesta de llevar adelante una historización de los procesos de lucha.

Si bien El árbol negro evita las estrategias expositivas, dedica escenas enteras a escuchar las conversaciones entre sus personajes. En ellas, los qom se remiten de manera constante a sus antepasados; no como un acto circular de melancolía, sino como un modo de enmarcarse en una historia que los excede: están habitando el presente, pero esas experiencias dialogan y adquieren sentido en relación a un cúmulo de recuerdos, de luchas y de conocimientos que las generaciones han transmitido a través los años, como si hubieran buscado conservar una piedra preciosa.

Desde ese lugar, el film empuja con vigor sus cualidades mutantes: los registros de corte realista (incluyendo la contemplación de los modos-de-estar en la naturaleza y la grabación de conversaciones entre los protagonistas) convergen con la creación de atmósferas enrarecidas. De nuevo: las imágenes de yacarés y tierras destruidas crean una sensación de urgencia sobre la voz de Martín, que relata un viejo mito. “Hubo un tiempo en el que el cielo estaba abajo y la tierra arriba”, dice su voz. Pero lo verdaderamente peculiar de aquellos pasajes es que usan imágenes tomadas de la realidad para cubrir la película con un velo apocalíptico, al borde del desastre natural. De allí se infiere, en cierto sentido, que la explotación del medio ambiente ha alcanzado tal punto que no es necesario simular las escenas de caos. Solo bastaría con llegar a la selva y adentrarse lo suficiente como para cazar las imágenes de este mundo perdido. Sin dudas, hay cierta objetividad en aquellas imágenes (las topadoras realmente están arrasando con los montes). Pero ese aspecto que acerca la película a la crónica social es reelaborado plásticamente desde una puesta en escena expresionista, arrojándola a una confrontación poética con lo real.

¿Dónde deja todo esto a la película? El mito que relata Martín, quien sueña con trepar el viejo árbol para unir de nuevo el cielo y la tierra, sirve como una metáfora (quizás accidental) de los senderos que el film va abriendo. En el cruce de sus elementos diversos, Ciambella y Coluccio parecen estirar los brazos para acercar dimensiones separadas del cine: Alonso y Gleyzer, la contemplación y la lectura política, el individuo y la comunidad, el sufrimiento y la lucha activa del pueblo, la ficción y el documental, el realismo y la poética del extrañamiento. Las piezas de este experimento no siempre encajan con la misma organicidad o con una precisión formal consistente, pero están ahí, dispuestas para proponer diálogos secretos, para desempolvar mapas olvidados. Se presenta con la misma adrenalina de un viajero que invita a cruzar caminos nuevos. Y eso está muy bien.

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