Por David Oubiña
1.
El dos es el número mágico en Invasión, la cifra que lo explica todo. Aquí, como en las otras películas de Hugo Santiago, antes del dos no hay nada. Los unos no importan: no hay acontecimiento estético del uno. Hay dos películas en Invasión, así como hay dos películas en Los otros, en El juego del poder, en Las veredas de Saturno o en El lobo de la Costa Oeste. Creemos estar viendo un film pero hay otro. Dos líneas que corren paralelas y que de pronto se superponen y colisionan. Lo simple se torna ambivalente y termina derrapando hacia una revelación que, en vez de disipar el enigma, lo ha vuelto más complejo. Esa es la estructura que comparten lo fantástico y el policial, los géneros preferidos por Santiago: nada es lo que parece. La superficie de la imagen no es plana y la función de un cineasta es hacer ver más. Si no hay distancia, si no hay pliegue, si no hay un punto de apoyo no hay, todavía, nada. “Sería tan imposible como levantarse uno mismo por el pelo”, decía Bajtín. Santiago empieza a contar en dos y, en sus películas, hay relato porque algo se desdobla, se bifurca, se pone en paralelo o se enfrenta.
El motivo principal de la película, se sabe, es universal: una pequeña Troya contemporánea que resiste el asedio de unos conquistadores casi invisibles. Aquilea, la ciudad del film, define el espacio de una confrontación tenaz entre defensores e invasores, el sitio desgarrado de un combate interminable. En ese espacio de resonancias míticas, el otro no es un mero rival al que se debe combatir sino un anuncio henchido de presagios al que es preciso darle un rostro, conjeturarlo en su verdad secreta (Don Porfirio: “Ahora ellos están por entrar. Este día es hoy”). He ahí el carácter necesario de esa pura alteridad que es imaginada y construida como un antagonismo irresoluble, como una diferencia perfecta. La ficción no se lee en la disyunción manifiesta de ese enfrentamiento sino en su implícita conjunción. La construcción del otro supone investirlo con una serie de significaciones imaginarias que lo convierten en receptáculo de todas las fantasías sobre lo desconocido.
Pero no se trata sólo de eso. Porque, fiel a esa norma del dos, la narración se desarrolla en frentes simultáneos: hay enfrentamiento y hay pliegue. Invasión demuestra que un film es siempre dos films. Santiago es un cineasta del secreto y de lo oculto. Un cineasta de la sospecha. Un cineasta de la conspiración. Por eso acompañar la trama del film es descubrir, también, los complots que se urden por detrás de lo aparente. La historia del grupo de defensores que protegen la ciudad revela, de pronto, una variación, una segunda historia que se había desarrollado de manera subterránea y que emerge para desbordar sobre lo que parecía una trama simple (Jefe del grupo del Sur: “Ahora nos toca a nosotros. Pero tendrá que ser de otra manera”). No es un agregado ni una intercalación: esa segunda línea narrativa es generada por el propio film y forma parte de él, como una ramificación o una vía lateral, que se va ensanchando hasta ocupar el relato que los defensores muertos han dejado vacante.
Imaginar la duplicidad, entonces, es intuir en todo componente su contrapartida, su oposición o su complementario. No tanto para establecer un equilibrio o un balance sino, más bien, para perturbar la fijeza aparente de la unidad. En este cine, lo dual es endémico. Y si eso sostiene la estructura narrativa, es porque revela la impronta profundamente dialógica de los films. Siempre hay un otro lado y siempre ese otro lado aporta una tensión. El cine de Santiago abreva en el conflicto, la mezcla, los cruces: su poética perturba esa inmaculada cerrazón de las formas puras y se instala en una zona de suspensión. Todo es doble en Invasión. Los valores contrapuestos se muestran en vecindad o, tal vez, extrañamente, como dos aspectos de lo mismo: si, por un lado, el enfrentamiento legendario entre invasores y defensores se inscribe dentro de una larga tradición occidental, por otro lado, las acciones de los personajes lo iluminan a través de una inflexión local inconfundible; si, por un lado, ingresan los arquetipos del film noir americano (de Von Sternberg a Lang y a Walsh), por otro lado, se cuela la estirpe inquietante de cierta ficción argentina (Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo); si, por un lado, la ciudad delimita el espacio de una ficción fantástica, por otro lado, en su trama resuenan los tonos de una poética criollista.
Es evidente que la maestría del director no consiste sólo en cruzar elementos heterogéneos sino, sobre todo, en encontrar el punto conflictivo pero indispensable de un diálogo entre estéticas que deberían excluirse mutuamente. Nunca cae en el esquematismo fácil de lo binario, así como tampoco se rinde ante la convivencia pacífica de lo complementario. Los opuestos no se fijan ni se neutralizan sino que existen como motivo de un desdoblamiento que no cesa de transformarlos para mantenerlos en oscilación y cuestionar cualquier simplificación, cualquier reduccionismo, cualquier esencia. Quizás eso sea, finalmente, lo que Robert Bresson le enseñó a Santiago: “Una imagen debe ser transformada por el contacto con otras imágenes como un color por el contacto con otros colores. Un azul no es el mismo azul junto a un verde, un amarillo, un rojo. No hay arte sin transformación”. Nada más alejado de una concepción del cine como mero registro. Y aun así, si el cineasta puede reclamar fidelidad hacia lo real, es porque esa manipulación no tiene otro objetivo que restituirle al mundo su complejidad.
En esa oscilación que es propia de lo fantástico, Santiago encuentra más que un género: encuentra una modulación diferente para las imágenes. En Invasión, lo fantástico es una ideología estética. El film no pretende reflejar la realidad sino construir otro modelo de mundo. Un mundo más perfecto porque está organizado de acuerdo a una razón poética. En su autonomía y su distancia, ese modelo fantástico se propone como una respuesta o una reacción. Es allí en donde la imagen cinematográfica se pliega sobre sí misma y socava su protocolo analógico, allí en donde toma distancia de lo real concreto, allí en donde la representación abandona todas las certezas sobre lo representado, es precisamente allí en donde el cine puede constituirse como un discurso legítimo sobre el mundo.
2.
La célebre sinopsis que Borges escribió para el film es insuperable y, por eso, vale la pena repetirla una vez más: “Invasión es la leyenda de una ciudad, imaginaria o real, sitiada por fuertes enemigos y defendida por unos pocos hombres, que acaso no son héroes. Lucharán hasta el fin, sin sospechar que su batalla es infinita”. Ahí está ya toda la información necesaria: el tono, los personajes y el espacio. Por un lado, en su indefinición, en su desinterés por adscribir la historia a un determinado registro, la síntesis argumental impone un régimen narrativo ambiguo, propicio para la oscilación de lo fantástico. Por otro lado, el carácter paradójico de sus héroes: los defensores de esa ciudad no pretenden conquistar una hazaña y sólo intentan enfrentarse a su suerte imbuidos de una dignidad melancólica. Pero sobre todo está la ciudad como tarea interminable: Aquilea es un emplazamiento definido por el asedio, un espacio cerrado, sin puntos de fuga. Llevada al límite –se sabe– ninguna fortaleza podría hacer frente a un sitio prolongado. De eso se trata: extremar las condiciones más allá de las cuales no hay supervivencia posible. En el largo plazo, el aislamiento se convierte en condena. Una muerte segura. No se trata de vencer o ser derrotado. El enfrentamiento se plantea en otros términos; es un ejercicio de perseverancia, una entrega, un don, una abnegación. Y si esto es así, lo verdaderamente aciago del argumento no es el resultado del combate sino la constatación de que no tiene fin. En esa añoranza de un destino épico, Invasión recupera para el cine una forma moderna de lo trágico.
Hay un prólogo, en el que se presenta a los bandos enfrentados y se enuncian todos sus elementos visuales y sonoros. Luego de los títulos, Don Porfirio le anuncia a Herrera la inminente invasión:
— Tantos años sin salir de las vísperas. Ahora ellos están por entrar. Este día es hoy.
— Mejor así. Uno se cansa de esperar.
La defensa se organiza en dos líneas: el relato de “los viejos” y el de “los jóvenes” avanzan en forma paralela, como ignorándose mutuamente. El primero narra la sucesión de muertes que diezma a los resistentes: constituye la línea principal de la trama, es el más visible y ocupa el cuerpo central del film. El segundo describe las operaciones clandestinas de los jóvenes que se aprestan a la resistencia: es más fragmentario y progresa de manera subterránea, insinuándose entre las vetas del relato principal. En el primer grupo milita Herrera, el protagonista; en el segundo, Irene, su novia. Tomando a la pareja como pivote, las dos líneas narrativas se entrecruzan en el mismo espacio para eludirse minuciosamente. Sólo al final se revela que ambos grupos estaban comandados por el mismo Don Porfirio.
Hay un epílogo que trabaja sobre los mismos núcleos formales que el prólogo: eliminados los viejos, la nueva generación de resistentes ocupa la escena. Allí vuelven a enumerarse los principales elementos visuales y sonoros. Mientras reparte las armas entre los jóvenes, Don Porfirio anuncia:
— Tantos años estuve preparándolos. Ellos ya están adentro. Ahora la resistencia empieza. Ahora les toca a ustedes, los del Sur.
— Ahora nos toca a nosotros. Pero tendrá que ser de otra manera.
La trama posee un diseño perfectamente simétrico; es decir, una forma cerrada dentro de la cual es posible desarrollar un tema (cierta relación con el coraje y con la muerte) y la espiral de sus variaciones. Gracias al carácter analógico de la imagen, el cine ha sido particularmente sensible al realismo, que ha impuesto su dominio sobre la representación y que ha terminado por aceptarse como si fuera la gramática natural de los films. Lo fantástico, en cambio, funciona de acuerdo a normas propias e independientes que vienen a cuestionar ese presupuesto. Invasión despliega una hipótesis de mundo: en el recurso a una trama fantástica, construye un objeto autónomo que gira sobre sí mismo y, en la organización perfecta de sus componentes, evidencia su voluntad de artefacto estético.
Hay, en efecto, una impronta maquínica en el film. Se trata de un mecanismo que funciona gracias a la potencia soberana de su estilo. Esto es: un engranaje de procedimientos narrativos que se pone en marcha gracias a las operaciones formales de sus componentes. En esos años, Santiago escribió: “No intentar confundir el relato por un procedimiento (instrumento) literario y reproducir esa confusión en cine, sino –actitud opuesta– enfrentar el relato en cuanto objeto natural (como un rostro, una calle, un ruido) y tratarlo y modificarlo por medios cinematográficos, para hacerlo materia cinematográfica”. Igual que un compositor de música serial, el cineasta trabaja sobre la organización sistemática de un número acotado de elementos, componiendo a partir de formas diferentes e instrumentando un movimiento interno que engendrará la obra entera.
Invasión vuelve sobre algunos motivos que ya atravesaban Los orilleros y El paraíso de los creyentes, dos guiones anteriores de Borges y Bioy Casares: la estilización, el trabajo sobre los géneros, los personajes arquetípicos, la obsesión de una trama perfecta. De manera significativa, esos proyectos cinematográficos se distribuían en forma complementaria sobre las dos líneas en que la crítica suele organizar la literatura de Borges. De un lado, los relatos sobre guapos y cuchilleros, afirmados en la oralidad y en el culto del coraje; del otro, los cuentos que se traman en la biblioteca, concentrados en la creación de mundos imaginarios o ficciones filosóficas, apoyados en la lectura y el saber especulativo. Si eso es así, no resulta menos significativo que, a su turno, Invasión conjugue ambos linajes en una síntesis tensa y contradictoria pero notablemente coherente. El film es, ante todo, un espacio legendario en donde escenificar una trama de aventuras sobre el mito del coraje: su máquina narrativa es un compuesto de criollismo y fantástico. De ese contraste extrae su mayor productividad estética.
Santiago trabaja sobre arquetipos, sobre géneros, sobre temas universales, sobre abstracciones filosóficas. Pero lo más notable de este formalismo extremo (que logra sanear la singularidad de todo lo que se muestra en la imagen) es que no da por resultado formas vacías sino formas puras. La película se abre sobre un gran plano general de una ciudad que podría ser Buenos Aires a finales de los años 60; sin embargo, en seguida se imprime en la imagen un nombre y una fecha que desmienten esa presunción inicial: “Aquilea, 1957”. Una ciudad imaginaria y una fecha contingente. Aunque se trata de situar la acción en el tiempo y el espacio, estamos lejos de cualquier atisbo de realismo. Aquilea tiene los días contados. Es una ciudad condenada: su gloria ya ha pasado y ahora nos es dado ver sus últimos momentos. Asistimos a su liquidación. Por eso, el grupo de hombres que la defienden resulta un poco demodé. ¿Para qué morir por una ciudad que no quiere defenderse?, se pregunta Herrera en un arrebato de desaliento. Herrera es una especie de guapo, un compadrito, un hombre de las orillas, pero atravesado por la serie negra. Y esa modesta falange clandestina que él comanda –bajo las órdenes del viejo caudillo– es un compendio de tipos sociales, los “pequeños notables” (la expresión es de Alain Touraine) de la comunidad: un farmacéutico atento a las rutinas conyugales; un Don Juan empedernido e incorregible; un cobarde que intenta acciones valientes justamente porque está asustado; un hombre recio, aunque un poco tosco y simplón, amante de los westerns; un ex doctor que cede a las tentaciones del alcohol; un ingeniero ciego. Estos hombres son una especie en vías de extinción. ¿A quién representan? Si la gente no quiere que la salven, si todos –como dice uno de los jefes del grupo invasor– están esperando lo que vienen a ofrecerles.
Nunca se aclara qué es lo que traen los intrusos: despotismo tecnológico, fascismo de mercado, neocolonialismo cultural, modernidad globalizada, distopía consumista. La película se esfuerza por mantenerlo indeterminado y eso es lo que habilita las diferentes interpretaciones. Aquilea puede ser cualquier ciudad. Cualquier ciudad bajo amenaza. Su mapa (al que Don Porfirio vuelve una y otra vez para urdir las estrategias de defensa) es un ensamblaje hecho con pedazos de Buenos Aires. Pero aunque se inspira allí, es una ciudad más pequeña: su geografía se empeña en desmentir la identificación con el modelo mientras que su paisaje remite permanentemente a él. Se trata de un compuesto urbano, un espacio sintético. En los dos sentidos: porque es una ciudad que amalgama elementos dispares; pero también porque es una ciudad artificial, derivada. Lo inquietante de ese espacio no surge entonces de una alteridad absoluta sino, justamente, de su cercanía con el referente. En el mismo momento en que algo parece reconocible, se revela también su diferencia. Y siempre resulta más abismal encontrar el lado oscuro en lo que se creía conocer que descubrirlo en aquello que se presenta como ajeno. Siguiendo los enfrentamientos entre invasores y defensores, la narración salta de un punto cardinal a otro. Hace coexistir paisajes excluyentes en una continuidad y una vecindad improbables. La frontera Sur es un descampado, posiblemente cercano al puerto; la frontera Norte es una zona de depósitos fabriles y vías muertas; la frontera Suroeste es un suburbio de casas bajas; la frontera Noroeste se adentra en las sierras; la frontera Noreste es una isla en el delta. Se trata de un espacio de diseño, un diagrama sinóptico. La ciudad de Invasión es un teatro de operaciones, un escenario simbólico en donde se despliegan las estrategias poéticas del film.
En realidad, más que un film se trata de la idea de un film. Dice el director: “En el cine, a usted no le proponen un perro, se lo imponen. Cuando un perro aparece en la pantalla, no se trata del perro de sus recuerdos sino de aquel que usted ve. Y de ningún otro. El cine se ha puesto rápidamente a funcionar como una ventana a la realidad”. ¿Qué hace Invasión para contrarrestar ese efecto tan difundido? Santiago consigue eliminar todo atributo de los objetos y despoja a las imágenes de cualquier anclaje local. Como si viéramos conceptos. ¿Pero cómo mostrar un concepto? La trama geométrica, los personajes arquetípicos, el tiempo indeterminado y el espacio sinóptico son como los componentes de un manual de instrucciones o como el plano explicativo de una máquina de precisión. La destreza de Santiago consiste en trabajar en un nivel de gran abstracción sin dejar de recurrir a formas bien concretas. Invasión es un dispositivo cinematográfico capaz de producir películas de manera incesante. Como “la máquina de pensar” de Raimundo Lullio –que tanto le fascinaba a Borges–, se podría decir que la obra de Santiago es un dispositivo combinatorio que se impone por su estilizada potencia formal, por la belleza conceptual de sus razonamientos y por la idealizada perfección de su lógica narrativa.
3.
En el momento del estreno de Invasión, la campaña de prensa incluyó unos panfletos de alto impacto en donde se aprovechaba el doble sentido que podía derivarse del tema del film: “La imaginación toma el cine”, “Venga a luchar al cine Hindú”, “El nuevo cine argentino declara la guerra”. Es claro que el uso figurado del tópico de la invasión servía para graficar la irrupción de un estilo novedoso en medio de un campo cinematográfico dominado por la apatía y lo rutinario. Otros panfletos, sin embargo, iban más lejos en el uso de la ambivalencia y, apelando a una rétorica de agitación, terminaban desplegándose sobre un borde más ambiguo e intencionadamente equívoco:
AVISO A LA POBLACIÓN
La ciudad está amenazada. Todos estamos
en juego: se trata de defenderse o dejarse
destruir. Los grupos de choque harán lo
suyo. ¿Y usted? La población entera debe
enfrentar a los agresores. A pesar de las víctimas,
celosamente ocultadas por los medios
de información, el Sector Este fue ocupado
con facilidad. No debemos permitir que
avancen, que conquisten nuevas zonas, que
sigan asesinando en secreto a nuestros compañeros.
Por eso
DENUNCIAMOS ESTOS HECHOS
ANTE LA OPINION PUBLICA
Conozca los hechos y actúe en consecuencia.
¿Permitirá que nos invadan? ¿Será un espectador
de lo que suceda? Atención, a cada instante
Ud. puede ser cómplice o traidor, y así
será juzgado.
ESTAMOS EN VISPERAS DE INVASION
El edicto estaba firmado por un supuesto “Comité de Defensa. Zona Sur” y era ostensiblemente apócrifo. Nadie, por supuesto, pretendía consumar un engaño y nadie podía engañarse con el juego de la simulación. Pero si se piensa que un año más tarde Montoneros presentará sus credenciales como grupo de guerrilla urbana (mediante el secuestro y ajusticiamiento del General Aramburu) y que publicitará sus acciones con comunicados de estilo similar, entonces el ardid promocional del film pierde todo candor. Si a eso se agrega que, poco antes del estreno había tenido lugar la rebelión popular del Cordobazo, resulta evidente que no se trata de una mera coincidencia sino de una particular sensibilidad para sintonizar con eso que –a falta de una mejor caracterización– podemos convenir en llamar “espíritu de época”, una época dominada por la revuelta, la militancia y la politización.
En la película, como en el texto publicitario, hay algo inquietante porque testimonia un acontecimiento que aún no ha adquirido consistencia real pero que parecería habitar en algún futuro próximo y sólo aguardara el transcurso contingente del tiempo para manifestarse. El cine es un territorio fértil para los visionarios. Como en los mundos precisos de las utopías (o las distopías), la visión perfecta del film organiza lo virtual según un régimen de inminencia y, por lo tanto, cuando lo anunciado finalmente ocurre, parece una desairada repetición de las imágenes que lo precedieron. Invasión es el gesto fundacional del adelantado: lo fantástico es, aquí, literalmente, cine de anticipación. Un documento sobre lo que sucederá o que ya ha comenzado a suceder. Si Buenos Aires es o puede ser Aquilea (si la ciudad real puede configurarse como una ciudad inexistente), entonces la ficción es o puede ser también un reflejo apenas desfasado de lo que está en ciernes. No se trata sólo de un efecto de verosimilitud: los acontecimientos del film se deslizan subrepticiamente fuera de su universo de ficción para sobreimprimirse a la realidad y transparentar sobre las cosas, incluso antes de que el film lo sepa, incluso antes de que el mundo se entere.
Pero, al mismo tiempo, Invasión es más que eso, porque no se agota en el ejercicio excluyente de la anticipación. Desde el momento de su estreno, el film no dejado de desbordar sobre la historia. Es falso, entonces, que el cine se abstenga de intervenir sobre la realidad: ahí está la película de Santiago para demostrar que la historia política de la Argentina parece una mala copia de aquello que el cineasta hace de manera más lírica. Así como la película utiliza formas reconocibles que debe procesar (“tratar”, diría Santiago) para constituirse en una instancia estética, la ficción, a su turno, termina sirviendo de modelo a la realidad. En un sentido muy borgeano, la consumación del objeto perfecto termina por revelarse más real que la realidad: invierte, por la sola fuerza de su plenitud, el vínculo de subordinación que toda obra debería mantener con las cosas. No es que Invasión copia los movimientos del mundo sino que, en todo este tiempo, el mundo no ha cesado de volverse aquileano. Se trata de un film en estado de disponibilidad. Un film público (así como se dice “mujer pública”), que se ofrece a todas las versiones y las acepta impávido, con imparcial displicencia o apatía. Poseído por esa elocuencia testimonial sin referente, el film no es una figuración imaginaria o una metáfora que vendría a representar la realidad sino que la experimenta y la encarna. ¿Invasión es una película posesa? En todo caso, una película-medium que se deja hablar por otras voces, una imagen vicaria que presta su cuerpo para alojar diferentes discursos: discursos siempre variables pero que se materializan a través de una forma única.
La película, entonces, logra convertirse en un discurso ubicuo sobre lo real precisamente porque profundiza su carácter de objeto autónomo. A mayor distancia, mayor poder de reflejo. Santiago responde con sencillez a la pregunta por el vínculo entre arte y realidad. Como si lo hubiera sabido desde siempre. Es en su momento de mayor pureza, en su punto de mayor despojamiento cuando los films pueden hablar sobre el mundo. Invasión resuelve el problema de cómo trabajar la alegoría en el cine: se trata, justamente, de no ser alegórico. No saturar de sentidos la imagen, porque todo consiste en vaciarla: en hacer que de ella sólo quede su singularidad más arquetípica y en dejarla funcionar dentro de un sistema estético clausurado como una esfera perfecta. La obra hará el resto. Colocándose afuera de la Historia (afuera del tiempo), queda en situación para albergar cualquier presente. Esa manera de estar siempre fuera de lugar es lo que le ha conferido, a la vez, su carácter único y su notable ductilidad. Se podría decir que eso es lo que sucede con los clásicos: un grupo selecto de obras que trascienden más allá de su tiempo. Y, ciertamente, Invasión puede ostentar orgullosa la categoría de un clásico. La elegante indolencia con que parece olvidarse del mundo es, en verdad, un imán que convence a las cosas para que diriman sus destinos en el territorio de su trama.
Anticuado y futurista, el cineasta construye un prototipo que sirve de estandarte para diferentes usos e interpretaciones: ya sea el pasaje de una sociedad tradicional a la ciudad moderna, o la escalada de violencia y represión en la década del 70, o el manifiesto de los movimientos antiglobalización de los últimos años. De esa manera, Santiago desnuda uno de los principios básicos de la representación cinematográfica: el pasado nunca es del todo pretérito (porque la memoria sólo se ejerce con la inminencia de una repetición), así como el porvenir nunca es del todo novedoso (porque las predicciones tienen la certeza ineluctable de lo que ya hubiera sucedido). Por eso no se sabe bien si hay que ver las imágenes de Invasión como por última vez o como el anuncio de lo que todavía permanece invisible. Son tanto una ruina como una anticipación. En 1969, el film muestra episodios ambientados en 1957 que son un anuncio del terror durante la década del 70 (así como, en 1986, la acción de Las veredas de Saturno remite a la dictadura militar de la década anterior y pronostica las asonadas de los años siguientes). Las imágenes del futuro se saturan como recuerdo y las imágenes del pasado se actualizan como amenaza. Aquilea es un espacio mítico en donde todo se repite: en ese laboratorio, el film puede plantease como una hipótesis de conflicto. Es sólo una ficción posible, pero ese leve corrimiento produce simultáneamente lo fantástico y su modulación como discurso político.
Hugo Santiago realizó Invasión cuando tenía menos de 30 años. En esta ópera prima aparece, con asombrosa madurez, un proyecto estético ya configurado (perfectamente delineado en todos sus esquemas formales, en sus vectores narrativos, en sus estructuras poéticas) que los films siguientes se ocuparán de desplegar. Pero no es menos sorprendente que vista hoy, cuarenta años después de su estreno, esa obra conserve toda la intensidad y el dinamismo. El tiempo ha confirmado lo que ya se sabía en ese momento: que es una película fundamental del cine contemporáneo. ¿En dónde radica la importancia de Invasión? ¿Por qué perdura? Como sucede con toda forma perfecta, la película se presta a muchos sentidos y, a la vez, no se entrega a ninguno. Parece posible hacerle decir todo, parece posible cualquier uso, cualquier aplicación y, sin embargo, cada vez que un sentido pretende fijarse, la película se escabulle y se aleja, se escurre. Santiago ha encontrado la clave: esos imperceptibles vasos comunicantes que permiten a las imágenes filtrarse en el mundo y ajustarse, a cada momento, para sintonizar con la actualidad. Finalmente, si hay algo anacrónico en Invasión es que, siendo un film del pasado, nunca termina de instalarse en el pasado. Más bien, lo que ha dicho, lo que tiene para decir, lo que continúa diciendo parece dictado desde el futuro. Por eso permanece inconmovible, señalando el camino, desde ahí adelante, adonde la mayoría de los films todavía no han llegado.
(Este texto acompaña la edición en dvd realizada por Malba en 2008 y no se encontraba online. Agradecemos especialmente al autor por tener en consideración a esta página para su publicación y a Nicolás Zukerfeld por haber hecho esto posible.)