Search

La luz que se esfuma cuando la mirás – Trilogía del Lago Helado

Por Lucas Granero

Hablar de documental dentro de la obra de Gustavo Fontán es siempre entrar en un problema. Su trabajo con lo real, acaso su única obsesión, ha sido siempre el eje central de todas sus películas, aunque resulta evidente que esa labor no tiene tanto que ver con el retrato despojado de los trazos del día sino más bien con la construcción de métodos posibles en los cuales se pueda intuir una conjura capaz de dar con ese preciso instante en el que algo (un cuerpo, un objeto, una luz) cambia para siempre.

Por esa razón, al ver estas tres películas que conforman la “trilogía del Lago Helado”, lo primero que llama la atención es notar cómo ese despojo antes deliberadamente omitido se transforma ahora en el ánimo vital que sostiene su mirada. Siento que si se pueden llamar documentales no es sólo porque retraten algunos días de su vida sino porque también nos permiten ver algo de su proceso de trabajo, casi como si se tratase de la entrada a un atelier. Hay algo en la inmediatez de las imágenes, en lo brusco de la captura, que implica un grado cero de la búsqueda. Esto ya es algo que habrán notado aquellos que hayan visto El día nuevo, su trabajo inmediatamente anterior, aún cuando los procedimientos sean completamente distintos. De todas maneras, hay que celebrar ese ojo desnudo porque nos arroja directamente al momento en el que se produce el encuentro con aquello que lo asombra. Un momento de Lluvia parece ser el ejemplo perfecto de ese impulso irrestricto. Bajando las escaleras del edificio, algo ansioso pero aún con tiempo para mirar en los pasillos (tiempo, siempre tiempo), Fontán llega sin aliento a la planta baja y ahí mismo se encuentra tras la puerta la sorpresa de un niño encaprichado. Esa misma intención de perplejidad ante lo aparición de lo inesperado se verá replicada en todas las películas.

Esa fugacidad del momento capturado, que aparece y se va, supone grandes momentos de intensidad en el que la imagen entra en un estado de incertidumbre, estado en el que permanece hasta que se revela su verdadera figura. Es ahí, en ese pasaje de lo abstracto a la figurativo, en el que encuentro el mayor poder de estas películas. Como todas sus mejores imágenes, las que contienen estas tres nuevas películas parecen siempre estar construidas bajo un manto de vigilia sostenida, tomadas entre sueños o con el ánimo que trae el despertar de la siesta aún sin sacudir. No por nada son películas plagadas de sonámbulos.

Hay algo de embrionario y de formativo en algunas secuencias de Sol en un patio vacío (quizás la más decididamente abstracta de las tres), en la que los planos comienzan siendo tan solo una parte, un color o una sombra, para revelarse luego en todo su esplendor. Es interesante, en este aspecto, ver cómo funciona la cámara digital y cuán generosas pueden ser sus limitaciones para dar con la huella de lo invisible. El uso del zoom en algunos casos o la practicidad para retratar sin restricciones el devenir del paisaje en un viaje (ambas acciones pueden verse funcionar en una increíble secuencia en la que un viaje en subte se revela lleno de sorpresas) son tan sólo dos ejemplos de esta transformación plena que viven las imagenes, una transformación que muchas veces sucede de manera simultánea, como si se tratara de unas mamushkas que dentro de su figura más grande escondan otras, cada vez más chicas, cada vez más ricas.

Pienso, también, en la dirección que toman estas tres películas. Y con esto me refiero a que tienen un objetivo preciso. Quiero decir, son estas películas que van hacia algo. No puedo decir exactamente hacia qué o dónde pero es innegable que la posición que Fontán toma en ellas es la de alguien que se mueve hacia adelante. Resulta novedosa esta idea en relación a su obra anterior, donde lo que prevalece es un tiempo que se encuentra en una especie de limbo incierto, fantasmagórico, entre el pasado y el presente.

Hay aquí una dirección recta, un tiempo que incluso se calendariza en ese diario íntimo que es Lluvias. Hay unos cuantos viajes en los que vemos caminos. A veces aparecen apenas iluminados por la tenue luz de un auto; en otras, los vemos en rápida sucesión al costado de una ruta, desde un micro, en el subte. En cualquiera de los casos, la sensación es de un ir constante. Aún inundado bajo un estado de sonambulismo que vuelve extraño el mundo que vemos en El estanque, ahí también hay una guía para hacer del camino de la búsqueda algo vital. Aunque los ojos estén abiertos pero cerrados. Aunque se esté pisando este mundo pero la cabeza se encuentre en algún otro lado.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Recomendados: