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Historia de lo oculto – El terror sale del closet

Por Iván Zgaib

Mis hombres no dan la talla. ¿Por qué? ¡Ya sé! ¡Nosotros somos realistas, pero ellos son fantásticos!

¡El realismo perderá!

Why Don’t You Play in Hell?, Sion Sono

Quizás piensen que los puertos son serenos, en especial al amparo de la noche, pero Manuel Ramírez podría contarles otra historia. Al menos lo haría si siguiera vivo. 

Estaba merodeando, aferrado a la pequeña linterna que siempre le abría paso en el matorral de sombras de la madrugada, cuando volvió a escuchar los gritos. Un aullido punzante, directo a las tripas. Manuel Ramírez, guardián del puerto, avanzó con cautela por los pasillos escarchados del estacionamiento. Y los encontró ahí, como roedores noctámbulos condenados al insomnio: un cuerpo tirado al final del callejón, apenas iluminado por unas velas tuertas y encerrado en un círculo de sangre y tiza. Jeroglíficos, una soga deshilachada y el asesino camuflado en el hollín de la noche. 

El año es 1987. Alfonsín no es presidente y quizás nunca existió, aunque eso no importa. Algunos ciudadanos cruzan a vacacionar a las islas Malvinas. El resto se queda de este lado y promete salir a la calle a medianoche, con la intención de manifestarse para frenar las nuevas medidas del presidente Belasco.

Si todo suena a mucho, ¡esperen! Es sólo la punta de un largo y deforme hilo que trama la Historia de lo oculto. Periodistas que creen en el periodismo, gobernantes que creen en la magia negra, casas embrujadas, sectas secretas, empresarios garcas, plantas alucinógenas y Andrea del Boca poseída en El exorcista. El debut de Cristian Ponce es prometedor porque comete uno de los actos más legítimos a los que puede aspirar una ópera prima: irrumpir en la escena sin vacilaciones, justamente por filmar algo, o de una manera o en algún tono peculiar que casi nadie estaba exponiendo dentro de su ecosistema. Incluso si la película resulta frustrante y algo quebradiza, incluso si su sed de ambición es más grande que sus resultados y si su búsqueda más estimulante que sus hallazgos, Ponce se arriesga, lo cual no es poco. Da nacimiento a una película joven, en el mejor de los sentidos posibles: un bebé diabólico y gritón que no deja hacernos los distraídos.

La mayor tentación que tiene es el canibalismo: acumular influencias cinematográficas dispersas, devorar pieles de especies anómalas y diferentes. Ahí podemos vislumbrar tanto su fuerza como su limitación, algo que se manifiesta en la forma de interactuar entre las distintas piezas de la película. Sus héroes forman una banda de periodistas que quiere exponer las trampas del gobierno de turno. Y al hacerlo se dividen, arman grupos, se encierran en distintos búnkeres para dar la batalla en simultáneo. Un periodista al borde de la jubilación destapa el frasco de mentiras desde el set de su programa. Una comitiva de ex compañeros universitarios chequea la investigación desde su casa. Pero la paradoja es que lo acontecido en cada locación parece salido de dos películas diferentes. Las escenas de la televisión rozan un tono paródico y las de la casa un clima sombrío, liberado de las fauces del terror. Ponce toca todos los centros pero no siempre alinea sus chakras. Y en parte, los tropiezos se desprenden de la arquitectura tosca que moldea las escenas del programa televisivo: diseñada como una entrevista en vivo, con algunos diálogos de papel y algunas actuaciones a rosca, se entrega a una incontinencia expositiva y una sobrecarga de información. Antes que alimentar el suspenso, lo satura. Evapora los microclimas ominosos que ostenta la película cada vez que se anima a mostrar los dientes. 

No por nada el film respira cuando se interrumpe la transmisión del programa, o cuando la narración abandona la celda claustrofóbica del televisor. Las escenas en la casa, cuando los periodistas se ven acechados por presencias espectrales, dan prueba de esos momentos más lúcidos: una construcción paciente, en base a detalles (la pequeña cafetera hirviendo como un volcán; el cuerpo del periodista hecho piedra en un largo pasillo, con los ojos temblando de miedo ante la oscuridad que lo envuelve). Toda la secuencia demuestra un control infalible del ritmo, una ligereza para navegar la tensión dramática y los in-crescendos que desembocan en su corazón de tinieblas. La mayor enseñanza: que el misterio persiste cuando se sabe administrar los movimientos, las intensidades, la información. Usar susurros antes de los gritos porque, ¿no es así, acaso, como se soplan los secretos? Y esta es una película que está llena de ellos.

El sobrenatural culposo

¡Ay, la paranoia! Vuelve a nosotros como un trauma de la infancia difícil de tragar. Al mirar Historia de lo oculto, las pruebas no se agotan con ese afiche reventado de All the president’s men que figura en una de sus escenas; pegoteado a la fuerza contra una pared, como un cartel militante en los pasillos de la universidad. Ponce milita el thriller paranoico de los años ‘70 y de ello no caben dudas. Ocurre a cada minuto del film. Sus raíces están bebiendo de la fuente inagotable de Alan Pakula, pero también en contacto espiritual con esa extensa red de desconfianza compulsiva, que va del grito inaugural de Invasion of the Body Snatchers en los ‘50, a la sátira del pánico soviético de The Manchurian Candidate en los ‘60, hasta el cinismo detectivesco de Night Moves en los ‘70 y ese canto de cisne a la paranoia que fue Cutter’s Way en el amanecer de la década siguiente. Ya en una de las primeras escenas, Historia de lo oculto muestra a un periodista fumando con su informante. Y ese personaje no es otra cosa que un doble de Garganta Profunda (el topo verídico de la historia de Estados Unidos: un filtrador incontenible de secretos de Estado, a su vez interpretado ficcionalmente por el film de Pakula y canonizado en arquetipo del subgénero paranoico por los X Files). Ponce se regocija tomando a su película de la mano y arrastrándola por aquellos parajes del desquicio: la composición de un drama de sombras, de encuentros clandestinos donde siempre hay alguien que sabe un secreto más, un nombre escondido en el fondo de la basura, una pista que lleva a otra y otra, hasta escalar las paredes cristalinas de una arquitectura del poder.  

Lo curioso que hace Ponce es empujar aquella tradición a un terreno sobrenatural. Quizás no curioso para sus ancestros estadounidenses (como lo prueban Soylent Green o They Live!), pero sí para sus familiares cercanos de Argentina; siempre tan temerosos de ensuciarse en los pantanos de la fantasía y del horror. El Nuevo Cine Argentino, por ejemplo, fue esencialmente realista aunque tuvo sus matices. La ciénaga, ese milagro parte-aguas de comienzos de siglo, es a su propia manera un film con elementos del terror, pero se trata de un terror extraído del nido de la cotidianeidad y alimentado sobre la base de sus experimentaciones formales. Recordemos siempre, los cortes inquietantes en el montaje de Martel: esa sensación apremiante de una tormenta que acecha pero nunca se desata. La lógica del horror acumulado, aquel que se sugiere pero no se suelta y por eso mismo nos altera la cabeza (semejante a un perro enjaulado que no para de ladrar). Ese procedimiento también reaparece de manera más gélida y clínica en un film posterior al legado marteliano: Historia del miedo de Naishtat. La premisa ahí se basa en crear una orquesta alarmante con los ruidos de la ciudad. El terror es literalmente una sensación abstracta: miedo al otro, miedo al hijo de la empleada, al pibe que limpia los vidrios o al que quita las hojas de la piscina los primeros días del otoño. Miedo aunque no suceda nada y aunque nadie haga nada (casi literalmente: un miedo fantasmal).  

Esa forma del terror sugerido, estrictamente cotidiano y despegado de lo sobrenatural, ni siquiera puede restringirse a los últimos veinte años. La historia del cine argentino está marcada por películas fascinadas con una intimidad dislocada. Películas que ensayan visiones enrarecidas de la vida para sacar a flote el estado convulsionado de sus protagonistas. Pensemos en La gata de Soffici, o La casa del ángel de Torre Nilsson y hasta cierto punto Las furias de Lah: criaturas desbordadas que proyectan sus ataques de pánico en las imágenes y sonidos. La piel humana como frontera del miedo. 

Incluso una película como El vampiro negro de Román Viñoly, más explicita e irrevocablemente sumergida en las lagunas del terror, invierte la percepción sobre el origen del espanto. Comienza observando unos crímenes sádicos que los policías atribuyen a alguna criatura mitológica, pero cuando el film se acerca efectivamente al asesino, descubre que no se trata de un monstruo de otra especie. Es un hombre común y corriente (tan común, de hecho, tan humano, que se entristece cada vez que la mujer que le gusta lo rechaza y se emociona cada vez que le roza la pierna con sus manos delicadas). Ese es el verdadero terror develado por la película: que la perversidad sea obra de una persona y no de un vampiro, que provenga de un tipo que camina por la calle y que ríe y llora entre todos nosotros. El vampiro negro sobrevuela desde un paisaje sobrenatural hacia uno realista. Lo cual es interesante, porque Historia de lo oculto recorre el camino inverso. Sus periodistas pretenden desnudar una trama de corrupción, concebida en términos absolutamente realistas (empresarios cagando a la gente suena a un crimen de todos los días, ¿cierto?). Pero al final terminan mirando a los ojos algo completamente distinto: una secta de brujos, adictos a la acumulación de sangre y riquezas, que pervirtió al gobierno con sus rituales diabólicos (¡y esto ni siquiera es un recurso retórico!). 

En los últimos años, la incursión de algunos directores en el terror y el fantástico sigue resultando fascinante justamente por sus gestos contenidos, por la manera de acercarse a los géneros populares con cierta vacilación. Como si estos fueran negados por un organismo que sólo responde al ADN del cine de autor (o a lo que algunos entienden por “cine de autor”, esas siglas tan domesticadas, tan contrabandeadas, que a veces olvidamos que también encierran una disputa sin saldo definitivo). Hay dos películas que encarnan perfectamente estas formas de experimentación. Muere, monstruo, muere: un ejercicio del terror sano, que recurre a los tropos del género sólo para soltarles la mano (una deconstrucción pero desde afuera, mirando de reojo y lo suficientemente lejos como para no contagiarse). Y Vendrán lluvias suaves: una fantasía infantil torcida por el adultismo (en la peor de sus caras: desencantada y aburrida); es decir, una película desprovista del escapismo lisérgico de la magia y de la fuerza espontánea de los niños. 

Podría discutirse que también existe otra historia negada del terror argentino. Una historia que nunca terminó de comenzar, llena de pasos en falso y búsquedas frustradas: las lamentables películas de Emilio Vieyra en los ‘60, un puñado de cortos perdidos en los ‘80 (Soghot de Diego Curubeto, Flash sangriento de Fabio Manes), el cine de Gustavo Mosquera R. (las rarezas Lo que vendrá y Arden los juegos) y de Horacio Maldonado (Alguien te está mirando y Miedo satánico). Parte de esos impulsos tomó otra forma a fines de los ‘90 con la irrupción de Plaga Zombie, cuyo éxito subterráneo derivó en la conformación de un circuito de secta: la proliferación de películas de bajo presupuesto, con una fascinación por la estética bizarra y un público específico, con sus propios espacios de exhibición (como el Festival Buenos Aires Rojo Sangre, el Terror Córdoba y su propia catapulta industrial en el Blood Window del mercado Ventana Sur). Pero si fuéramos a completar una genealogía contemporánea de Historia de lo oculto deberíamos abandonar las películas para lanzarnos a los libros. Armaríamos una lista, un registro de nombres que hacen eco hasta esta crítica: C.E Feiling, Samanta Schweblin, Tomás Downey, Celso Lunghi, Diego Muzzio y (en especial) Luciano Lamberti y Mariana Enriquez. En especial no sólo porque Enriquez aparezca abiertamente referenciada en Historia de lo oculto, cuando uno de los brujos llama por teléfono a su hija y le da indicaciones para encontrar un papelito escondido atrás del libro Las cosas que perdimos en el fuego. En especial ellos porque encarnan esa fuerza obstinada e irreverente: la reivindicación de un terror sucio sin vergüenza. El orgullo de haberse criado en una educación sentimental pagana, donde Roberto Artl y Silvina Ocampo pueden convivir pacíficamente con la fantasía mortuoria de Stephen King. Pero con Enriquez hay más. Ella se mueve por esta historia de cruzadas con una daga de doble filo, que manipula firme y emocionada. Por la creación de un universo expansivo dentro de su obra (con los adolescentes que le acarician la espalda a la muerte, las casas abandonadas que devoran secretos, los cultos que veneran a las criaturas dionisíacas del rock y a los santos con altares populares al costado de la ruta), pero también por sus tácticas fuera de los libros, por militar pacientemente el género y por aprovecharse del momento en que pudo treparse al lomo del zeitgeist para agarrarle las riendas y llevar a fondo su conquista. 

La última jugarreta, osada y enternecedora: apenas ocupó el directorio de Letras en el Fondo Nacional de las Artes, como una comandante maquiavélica, lanzó un concurso que privilegiaba obras de ciencia ficción, fantasía y terror. De más está decir que rasguñó todos los corazones realistas de la comarca literaria, a tal punto que la convirtieron en un personaje de sus propios cuentos: una bruja, apedreada y quemada en la hoguera pública. Pero el gesto (anti)institucional de Enriquez permanece en sintonía perfecta con su política estética. Es decir, con engendrar algo (una obra o un concurso de herejes) que proyecte una imagen distorsionada del canon literario argentino; el espejo en el que algunos escritores y académicos no quieren verse reflejados. Les causa estupor, ¡algo tan vulgar! ¡tan poco serio! Y si Enriquez está segura de algo, es que el terror es una cuestión de extrema seriedad, incluso si esa seriedad incluye sangre, semen y gritos de pogo. 

Por si no queda claro, dejémosla hablar a ella misma, una lección de literatura que no queda fuera de lugar para el cine, para Historia de lo oculto, ni para las revistas de crítica: “pensar que la experiencia solo se puede reflejar desde el realismo es un error común y una falta de imaginación grave, la misma que nos hace pensar que el realismo es para adultos y el género -el fantástico, la épica, el terror- para jóvenes y niños, malentendido por el cual los adolescentes leen La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin, una novela sobre la tolerancia, la fluidez de la sexualidad, el estalinismo y las sociedades jerárquicas, y los adultos leemos a Elena Ferrante. Las dos son buenísimas y no hay motivo en el mundo que nos impida leer a las dos a la par – excepto el gusto, pero eso también se construye”. 

La Historia oculta

El discreto encanto del terror ha sido su capacidad para procesar los traumas. Las ansiedades inconscientes de toda una comunidad, en un tiempo preciso, expulsadas como un acto de catarsis alrededor del fuego. Encarnadas en figuras, o climas o sucesos que exacerban la ficción. Pensemos en Drácula: el pánico al deseo asfixiado por los corsés victorianos. Frankenstein: el miedo a una aceleración técnica que empuja a hombres y mujeres al abismo. Norman Bates: el horror al peso familiar que crece dentro de uno, como una gangrena que corroe la conciencia. En ninguno de estos casos debería tratarse de reducir el género a la reproducción mecánica de la realidad, sino de leer la política bajo el lente de insanidad que ofrece el terror. Es decir, lo que el género posibilita. 

La obra de Mariana Enriquez resulta ejemplar en ese punto. Una novela como Nuestra parte de noche, de una creatividad infinitamente monstruosa (aunque despareja), podría leerse finitamente como una alegoría de la dictadura militar y del advenimiento democrático. Pero su fuerza yace en la composición minuciosa de un universo propio, que interpela tanto emocional como políticamente. Algo que logra de distintas maneras: con el descubrimiento del espíritu gótico en la selva misionera; con la traducción del folclore anglosajón a la lengua popular del Gauchito Gil y San La Muerte; con la descripción de la herencia familiar como un destino oscuro del cual es difícil escapar; con la evocación de una afectividad adolescente arrolladora dentro de espacios y referencias concretas (las calles residenciales de Caballito, los centros culturales del underground platense, los pasillos empapelados de la facultad de Económicas). 

En Historia de lo oculto también hay intentos de crear su universo particular, una hazaña que tiene resultados fallidos (la parodia del programa televisivo), momentos luminosos (los spots de la Secretaría de Turismo que invitan a visitar las Islas Malvinas para soltar el stress) y logros de una ominosidad pasmosa (el misterio de la luz roja que irrumpe en la jornada nocturna de los periodistas, lanzando un llamado sepulcral). ¿Es posible, de allí, concluir que esos juegos de la ficción interpelan políticamente su tiempo? Las definiciones tajantes resultarían insuficientes. La película de Ponce exige cierto matiz en la lectura, porque su modo de acercarse a la política es lateral, casi una excusa: la usa como un disfraz del Joker en una fiesta de cosplay. Por momentos, se hunde en la repetición de guiños celebratorios donde la intersección entre política y terror pertenece más a las tradiciones a las cuales rinde culto que a la intención de erigir una mirada nueva. Un ejemplo palpable: su visión romantizada y ya decrépita de los periodistas. Pero también hay vestigios de algo más, de una potencia que cada tanto asoma los tentáculos: la figura de las sectas ocultistas salidas del terror y la figura de los gobiernos mentirosos propias del thriller paranoico se renuevan con el retrato de los empresarios. Acá, no se trata simplemente de políticos farsantes, sino de una clase social avara que mete la cola en la política para beneficiarse a sí misma. Resulta un contrapunto interesante con La cordillera de Santiago Mitre (otra pariente de Historia de lo oculto), cuya ficción de moralismo abstracto venía a reconfirmar el sentido común de la derecha: que la política ensucia. En el film de Ponce se advierte el resquicio de algo que podría ser diferente. Incluso su ubicación temporal, al filo de las primeras promesas incumplidas de la democracia, abre los párpados para una observación rara en la ficción argentina: ¿no expresa la figura de esos brujos, al fin y al cabo, una estrategia de extrañamiento sobre los poderes económicos que intentan domesticar a la política y los políticos? Por eso Historia de lo oculto se devela como un artefacto complejo: fascinante con las potencialidades que insinúa, frustrante con los vacíos que la retienen. En el mejor de los casos, permite advertir otros rumbos para el cine argentino; más o menos abiertos, más o menos incumplidos. Quizás nos recuerda que es tiempo de que el monstruo muestre todos los dientes. Y nos muerda. Una película donde los periodistas también están entregados a un pacto de sangre que los obliga a reproducir conspiraciones ante sus televidentes, por ejemplo. La estamos viendo todos los días, sólo que no en el cine. Pero da miedo.

1 Comment

  1. Buen día, les quería alcanzar dos libros: “El nuevo cine murió” y “La invención de la literatura. Una historia del cine” de mi autoría.
    Les puedo pedir una dirección para dejarlos?
    Desde ya, muchas gracias. Hernán Sassi

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