Fuiste mía un verano

El inicio de Fuiste mía un verano (1969), película dirigida por Eduardo Calcago, es uno de los más abruptos que recuerde. No porque sea avasallante o porque te introduzca en el medio del argumento, sino porque pone en escena rápidamente todo lo que hace a la poesía y la ética de su protagonista. Y ese protagonista no es solo un personaje: es Leonardo Favio, al mismo tiempo figura real, ídolo popular, quien escribió las canciones del soundtrack, y, por lo que dicen distintas versiones, co-director de esta película. Lo hace con un recurso más propio del fútbol o de la política: una concurrida conferencia de prensa, casi exprés, apurada, filmada al estilo verité, en la que le hacen preguntas totalmente disímiles como si se considera un líder, qué significa la felicidad, por qué usa gorra, o en qué usa el dinero que le da su carrera como cantante. No hay lógica ni estructura en el interrogatorio, es un asedio casual, una emboscada de micrófonos y corbatas.

Favio, cuya figura este texto no podrá asomarse a desentrañar o explicar de una manera unilateral, contesta con picardía y rapidez. Posee un ingenio reservado a las más grandes figuras mitológicas de nuestro país, como Diego Maradona, el Indio Solari o Carlos Menem. No hay reflexión pausada, no hay análisis, sólo el golpe instantáneo de una mente que funciona en ráfagas. Tiene la capacidad de hacer fácil lo difícil y concentrar sentidos en frases perfectas, que suenan como el verso más acabado de un hit radial al mismo tiempo que parecen ser el fruto de una serie de experiencias únicas, tortuosas o no, listas para quedar en el aire como eslóganes. En síntesis, Favio contesta poéticamente lo que el periodismo quiere encauzar como chisme. 

– Leonardo, ¿cómo definiría el amor?
– El amor se parece mucho a Dios. No hay que exigirle demasiado a su presencia ni pedirle demasiadas cosas porque por ahí se enoja y nos deja de responder. 

Los diálogos están plagados de piezas de cristalería verbal y retórica como esa. Pero me gustaría ir un poco antes de ese inicio. Podríamos desglosar los primeros planos de la película, que parece presentarse como un exploitation de una de las figuras más famosas de ese momento pero que muchos gestos imperceptibles (y no tanto) la hacen mucho más que eso. Durante los títulos, vemos a Favio caminando hacia un auditorio: la imagen se frena en cada placa con los nombres de los actores y el equipo técnico. Al terminar, zoom in hacia su rostro en un póster, una gigantografía de la tapa de su disco. Luego zoom out para que lo veamos pasar: su figura pública antes que su persona. Dos pinceladas que dan cuenta de una idea de la cámara como constructora de sentido, que focaliza y puntúa. Una concepción más del lado de la modernidad y el primer Nuevo Cine Argentino, al que Favio pertenece pero hasta ahí. Después hay un par de planos rápidos, tres o cuatro segundos, en los que vemos a dos niñas (con suerte podemos entrever sus rostros) que tratan de alcanzarlo con un ramo de flores gritando su nombre. Contribuyen al ambiente de bullicio y de excitación; gran parte de la sensación que generan es porque son dos movimientos calcados pero no del todo iguales, uno supone que dos tomas diferentes del mismo plano. Un recurso más propio del cine experimental, que esmerila cualquier idea de realismo, como un tajo en el lienzo. Son arrebatos microscópicos, señas románticas que dejan entrever un dejo de experimentación. Después, el micrófono enfocado en primer plano y un pan focus que deja ver a Favio cuando empieza a contestar las preguntas. Un recurso muy de la época, levemente publicitario también. En esos cuatro planos, diferentes concepciones del cine, muchas ideas, un inicio de un lirismo rabioso y espectacular. 

Hay una grieta en la conferencia de prensa por la cual se abre la otra dimensión de la película, la íntima. Favio, aprovechando un descanso entre las preguntas del periodismo, hace su propia pregunta en voz baja: “¿Y Carola…?” Sus asistentes (ya iremos con ellos), le contestan que está todo bien, que ya se van a encontrar. Veremos otras tres presentaciones suyas antes de que eso suceda. La primera en un lugar más paquete, la gente sentada y bien peinada, menos permeable emocionalmente pero entusiasta; otra en un establecimiento que suponemos más barrial, desorganizado, festivo y carnal; el último en un lugar casi abstracto, lleno de velas, en el que los rostros de los espectadores tienen un componente casi devocional. Parece como si estuviera cantando en un altar al que la gente le va a agradecer. Aquí aparece la esperada Carola, de belleza delicada y cejas finitas, cantando su parte de “Ding dong estas cosas del amor”, lo que no ayuda a separar al Favio personaje del real, en caso que quisiéramos hacer ese trabajo infructuoso: ella era su esposa en ese momento y lo será hasta el final de su vida. 

Si hubiera una intención definible en estas escenas es la de capturar en crudo estas presentaciones y las que siguen. Los cuerpos no están del todo dirigidos: se mueven con la espontaneidad de quien no sabe que está siendo filmado o, mejor dicho, de quien lo sabe pero no le importa. Tal es la intensidad. Hay hombres y mujeres, niños y adultos. No parece un show recreado, sino un recital real de Favio, el cantante. La cámara lo confirma: planos largos, retratos tomados a la distancia, el teleobjetivo como una herramienta de observación más que de intervención. La mirada se mantiene lejos, con un respeto que no es frío sino todo lo contrario. Hay una conciencia clara de que lo que ocurre ahí no es solo un recital, sino una ceremonia de comunión, que Favio se compromete a filmar “en colores, con sonido y todo, a pedido del cariñoso público”, como luego anunciaría el subtítulo de su película posterior, Juan Moreira. No filma masas anónimas, filma a las personas que sostienen su carrera, les devuelve una presencia que las biopics de los grandes figurones suelen borrar en favor del brillo individual. Acá, ese reconocimiento mutuo se pone en el centro de la escena.

Y así, trasluce una idea sobre el espectáculo que contrasta con la de una película anterior, citada de manera directa e intencionada con la presencia de Héctor Pellegrini. Si en Fuiste mía un verano aparece como un monje negro de anteojos oscuros, minimizando sus intervenciones para dar una idea más amenazante de su poder como representante del personaje de Favio, en Pajarito Gómez (1965) él es el protagonista, otro ídolo de juventudes digitado como parte de la industria cultural alienante, con una carrera totalmente digitada, que se siente como una cárcel para él. La película, en una estructura libre, muy moderna, a la época, da cuenta de todo un arsenal de los medios masivos de comunicación para manipular la opinión pública: es un diagnóstico lúcido pero asfixiante. Y auto indulgente para con Rodolfo Kuhn, porque traza una línea tajante entre los artistas y los farsantes, entre la inteligencia y la manipulación. Adivinen de qué lado queda el director sacrificando a su protagonista. Si el marco teórico de Pajarito Gómez es un marxismo que ve en todos los fenómenos comunicativos la dominación de clase y cierta estupidización del consumidor, en Favio hay una mirada amorosa, para nada paternalista. No le interesa recortar el espectáculo hasta dejar solo el mecanismo, ni reducirlo todo a la lógica del dinero. Hay libertad en el arte y hay amor en la canción más allá de las presiones. Favio no se queda en la denuncia, que sería ver sólo una parte de la situación, sino que trata de dejarse un margen de autodeterminación.  

Si Héctor Pellegrini es el pasado, el otro que está en su entorno es el futuro: un jovencísimo Emilio Disi cuya picardía está asomando. Él luego sería una de las caras de un cine chabacano, populachero, con el que Favio coquetea pero no del todo porque para llegar a ciertos lugares había que contar con una buena cuota de misoginia. Favio está en el medio de los dos, ni la inteligencia de izquierda de uno ni la fanfarronada de derechas del otro, podría decirse que en una tercera posición: ¿les suena? 

Notando que me extendí demasiado en los primeros veinte minutos de la película, quizás tomado por un entusiasmo poco serio, debería resumir la trama en pocas líneas para poder seguir porque la extensión exigida para este texto no me permite seguir así de fino. Si me quieren creer puedo dar constancia de que ese nivel de detalle en el análisis sería posible porque Fuiste mía un verano resiste cualquier categorización y hace gala de una cantidad de recursos que vienen de la comezón que sentía Favio como artista, como cineasta y como cantante. En la película, filmada en 1969 como consecuencia del éxito descomunal que tuvo Fuiste mía un verano, el disco, ya está todo: el personaje, el tono, el mundo. Favio es el cine que está haciendo, no hay distancia entre él y la película. Si antes y después en su carrera veremos que sus personajes tienen una manera de hablar y actuar muy particular, intransferible, acá podemos ver como él mismo se vuelve un personaje suyo. Está, a los 31 años, en una etapa pivote entre sus facetas: dejando de ser actor, habiendo terminado su primera trilogía, esbozando su poética más popular y plebeya, encontrando una salida laboral en la canción. Todo eso se junta acá como en un prisma. La película es un laboratorio, un campo de experimentación para arriesgar un estilo que luego tendría su posterior carrera teniendo en cuenta la explosión en colores, zooms, posiciones de cámara irrisorias, que supusieron Juan Moreira (1973) y Nazareno Cruz y el Lobo (1975).

Entonces, retomando. La película está estructurada de episodios, un poco ensoñación, otro poco flashback, producto de la narración bastante literal de las canciones que componen el disco. Lo que atraviesa su ascendente carrera como cantante es la relación con su pareja y su frágil estado de salud. Es evidente que a la hora de encadenar una narración va a los ponchazos, producto quizás del apuro o del descuido, sabiendo que la verdad cinematográfica está en la intensidad del instante y no tanto en la inteligencia de la dramaturgia. Si se pretende verla como una pieza de relojería no vamos a encontrar más que errores o cambios desmesurados de tono. 

Es que si hay algo que define a Fuiste mía un verano es la entrega sin cálculos. Si se busca algo parecido a la trascendencia estética es imposible evitar coquetear con el ridículo. Hay una palabra muy contemporánea que la juventud de los años 20 utiliza frente a algo que no encaja con sus márgenes de lo que debería ser el arte, del buen gusto, que no parece tener traducción: cringe. Su traducción literal sería “encogerse”, producto de la vergüenza ajena que da algo. Es poner a lo otro, por definición extraño, en el lugar del que teóricamente no debería salir, y quedarse a resguardo en un lugar seguro. La sensibilidad contemporánea, sobre todo de cierto progresismo de clase media, no permite exabruptos ni grandes intensidades. Favio, en ese sentido, supone un desafío. Propone un conjunto de canciones  y películas que no tienen red: su sentir está a flor de piel. Es una forma de vivir exagerada, que supone un compromiso y un sacrificio. Se vive como un todo o nada, el que el amor y la religiosidad se unen de una manera que solo se parece a sí mismo, sin apoyarse en un lenguaje probado, sin certezas formales o genéricas. Cuando pareciera que el ambiente cinematográfico actual sólo puede producir películas (o contenido) parecidas a sus referencias previamente legitimadas y con la condición de borrar cualquier rasgo que sugiera rispideces políticas. 

Favio tiene tres grandes gestos de entrega en la película. La primera, obvia, inevitable, cada vez que aparece Carola y le pide por favor que descanse. En un hotel, en una estancia, en un restorán: todos momentos en los que la película hace una pausa. Favio se la regala. Es raro verlo en la cotidianidad: siempre fue excéntrico, bigger than life, encontraba su verdad en el mito y la exageración. Justamente por eso no sean los momentos más creíbles. Lo cotidiano era la carne de El dependiente (1969) pero luego aparece de a destellos en su carrera posterior. Soñar, soñar (1976) quizás sea la película que más los tenga y por eso fue una película maldita, incomprendida, la que dejó en offside a todos. 


La segunda entrega es con un amigo de la infancia, que aparece de la nada a pedirle trabajo o, para decirlo en porteño, una mano. En realidad aparece a cuento de “Para saber cómo es la soledad”, la canción de Almendra que había salido un año antes, y que fue reversionada por Favio en su disco. La versión original, como todos esos singles de la banda de y su primer álbum homónimo, abreva mucho del rock circa Woodstock y de Los Beatles. Pero Favio desviste la canción y toda la expresividad, que antes estaba en las guitarras y la orquestación, las concentra en su propia voz. Y a eso le suma un microrrelato recitado sobre el amigo que no está: “Carlos / Yo no me olvido / Te hiciste el caído / Y cuando fue tu noche / Yo no estuve a tu lado / Para tender mi mano / Pero es que no sabía / Perdoname…” Algo que podría sonar redundante, pero la desmesura no equivale a sobre-explicar. La cosa es que aparece este amigo, Carlos, del que Favio todavía conserva una foto. Anda con problemas con la policía porque no tiene documentos. Rememoran sus infancias, uno supone que bastante sufridas. Le resulta lógico que tiene que ofrecerle un trabajo. ¿De qué? No importa. Con cebarle mate va a estar bien. En este encuentro sobrevuela cierto sobrecogimiento (el cringe), una incomodidad de que el amigo quiera estafarlo, pero sobre todo por la necesidad evidente que tiene el personaje de Favio por una amistad real entre tantos amigos del campeón. Pero es mucha su generosidad y el ansia de acercamiento: basta ver esos planos antológicos de sus miradas bien de cerca. El final trágico de Carlos es inevitable. La película, aun sabiendo que se mandó una macana antes de su muerte, lo homenajea con un montaje de fotos y la canción que lo convocó. 

Fue generoso con Carola, también con su amigo, pero falta la entrega mayor que se da al final de la película. Todos están preocupados por su salud, pero Favio, como Bartleby el escribiente, tiene el valor para decir no: se va de gira en unos días para una serie de conciertos. Se entrega a la gente que quiere escucharlo aunque eso implique su deterioro físico y mental. ¿Por qué lo hace? La respuesta del dinero es insuficiente: probablemente lo que gane lo gaste en su próxima película. Es decir, el arte sigue siendo su norte: ¿lo hace por su público o porque no sabe hacer otra cosa? Lo cierto es que se debe a su tarea, entendida casi como una especie de responsabilidad. “Yo siempre vuelvo, pibe”, le dice a un reportero cuando está a punto de subirse a un avión. Y sí. Favio siempre está volviendo.  

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