Por Lucas Granero
Si todo festival de cine supone la momentánea construcción de una comunidad, la que se arma en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín posiblemente sea una en la que los lazos entre los espectadores y las películas sean los más fuertes. Ya en la propia programación puede intuirse que ese es uno de sus verdaderos valores: pocas películas en pocos días en los que la intensidad de descubrimiento nunca cesa, calidad versus cantidad, en una selecta disposición de obras que forman un mapa cinéfilo con muchos puntos de contacto. De las películas de Dziga Vertov y Sergei Eisenstein a los cortometrajes agitpop de Camilo Restrepo y de ahí, casi sin escalas, a la revisión del ideal marxista en las inteligentes comedias de Julian Radlmaier se revela un criterio de programación detallista, que no solo piensa a las películas por sus rasgos individuales sino que busca sus relaciones y las enfrenta, explorando así sus valores secretos.
La primera película que vimos en Cosquín fue una que nos debíamos desde hace tiempo, El futuro perfecto. Como película de apertura, el film de Nele Wohlatz ya es toda una declaración de principios. Cuenta una historia que, solo a simple vista, podríamos creer sencilla pero que pronto pasa a desenvolverse en pequeños gestos radicales, transformando al relato en una profunda reflexión sobre la propia condición cinematográfica. La protagoniza una joven china que viene a parar a la Argentina sin saber decir ni hola y que, en vez de conformarse con aprender los nombres de los fiambres que debe vender en el mercado en el que trabaja, decide impregnarse de lleno con la lengua española. Lo que hace Wohlatz con ese proceso de aprendizaje de un idioma es entender que allí radica la posibilidad de miles de nuevas vidas. A medida que avanza en en el manejo del lenguaje, Xiaobin comenzará a llamarse Beatriz, dejará de darle importancia a los mandatos de sus padres y nuevas formas de existencia se harán presentes, como si el uso del idioma hiciera posible mutar en otra persona. Confeccionadas como pequeños ensayos, las clases que Xioabin/Beatriz tiene junto con otros jóvenes chinos se transforman en puestas en escenas de vidas posibles y la propia película comienza a duplicarse en un particular entramado de documental y ficción que hace del lenguaje un juego tan tramposo como el cine.
En El dia nuevo, Gustavo Fontán vuelve a lo que a esta altura es su hábitat natural: el río del paraná profundo. Si en sus otras películas creadas alrededor del misterio acuático del río insondable, La orilla que se abisma y El rostro, la palabra tenía un lugar enigmático o bien se ausentaba del todo, aquí la voz en off de una mujer pasa a tener una importancia tan vital como la imágen, aunque la clave radica en revelar una distancia que separa lo que vemos de lo que oímos. Es una operación que, como sucede en prácticamente todo el cine de Fontán, supone una intención poética clara en la que el retrato documental pronto pasa a tomar otros matices, gestando un mundo que no modifica en nada la esencia pura de ese hombre al cual vemos en su cotidianidad pero que permite la intervención de nuevas formas de revelar esas cosas, en las que el trabajo con la luz y el sonido vuelve a mostrarse fundamental. Filmada antes de El limonero real pero estrenada algunos meses después, El día nuevo se siente por momentos como una especie de bosquejo que prefigura que lo que alcanzó niveles extraordinarios en la adaptación del libro de Saer. El trabajo con el cuerpo y esa voz ausente que evoca desde un espacio indescifrable un pasado que nunca deja de sentirse presente (¿la memoria? ¿el murmullo del río?) son las bases sobre las que Fontán construye una película a la que vemos y oímos con el mismo ritmo que poseen todas las cosas que rodean a Maldonado, el hombre del río: calma, paciencia y fragilidad.
Fontán podría haber ganado el premio imaginario a la mejor inclusión animal en una película pero sucede que Toublanc, de Iván Fund, le gana no solo en cantidad sino en protagonismo. Humanos y animales son testigos de una serie de eventos a los que todos intentan encontrarle algún sentido, saber cómo sucedieron y cómo terminaron, y por eso mismo tal vez se hable de Toublanc como una película de detectives, aunque ninguno de los implicados en esos extraños casos sabe muy bien cómo fueron a parar hasta allí. Más preocupado en enfocarse en lo que sucede entre los bordes, la novedad del trabajo sobre el género que supone esta nueva película de Fund no es tal ya que rápidamente uno puede notar que el ojo del realizador sigue preocupado por encontrar el momento del asombro (no por nada una de sus últimas películas llevaba ese nombre) que afecta a todos sus personajes, incluídos, claro, los animales. ¿Qué es, entonces, lo que asombra a Clara, la profesora de francés que vive en Santa Fe? ¿Y qué es aquello que persigue el detective que debe resolver un caso de asesinato en una campiña francesa? Las respuestas pueden ser muchas: un jóven estudiante que espía a la profesora enciende en ella la posibilidad de un romance inesperado, el caballo que todo el día se le queda enfrente de la casa y la persigue hasta en los sueños o tal vez se trate tan solo de ver a un niños jugar a la pelota. La distancia geográfica no es caprichosa y el espíritu de Juan José Saer se revela fundamental para comprender no sólo qué es lo que une a esos dos puntos sino también la decisión de Fund por dejarse llevar por aquello que escapa del centro, divergencias que rondan entre la realidad y lo onírico y que finalmente se transforman en el corazón del relato.
Es esa misma preciada obstinación por querer comprenderlo todo con tan solo mirar un rostro y esperar la aparición del gesto que todo lo signifique la que persigue Mariano Luque en su nueva película Otra madre. Se trata de un delicado retrato de un grupo de mujeres entre las que se encuentran madres, abuelas, hijas, sobrinas y amigas, todas y cada una de ellas tratando de llevar lo mejor que pueden el rol que les toca vivir. Luque las filma siempre con una justicia particular: sabe cuando acercar su camara y tambien sabe cuando alejarla, comprendiendo que hay ciertos momentos donde el pudor es necesario para entrever lo que constituye a un personaje. Es claro que le gusta escuchar y por eso mismo prevalecen los planos en los que tan solo vemos una conversación desde la perspectiva de un personaje, dejando fuera de campo la voz de ese otro que habla. Es una intencionalidad interesante ésta tendencia a la ausencia que plantea Luque, que también se hace notoria con las figuras masculinas que solo aparecen en breves momentos, a veces al fondo de las escenas, como presencias que están allí pero que poco interesan. Son como sombras que se apagan en medio de tanta figura femenina luminosa, principalmente la de Mara Santucho y Eva Bianco, acaso las dos actrices cordobesas más interesantes, cuya sola presencia alcanza para sostener cualquier plano por más largo que sea. Pequeños momentos de sueños se entremezclan entre las horas de los días que viven las mujeres, subrepticios cambios de tono que permiten entrever la posibilidad de un futuro al que Luque también se anima a mirar de frente, acompañando a sus mujeres hasta el final.
El alemán Julian Radlmaier y el colombiano Camilo Restrepo fueron los protagonistas de dos focos que el festival dedicó a sus obras. En ambos casos, puedo decir que se trató de dos revelaciones absolutas. Un cine político pensado desde dos zonas distintas pero igualmente incendiarias. Radlmaier toma la herencia marxista solo para elastizarla lo más que pueda y tirarsela en la cara a la generación de la que forma parte. Lo que surge de ese golpe son sus películas, que exploran con una particular comicidad, no exenta de cierta de extrañeza, los maliciosos lazos de un mundo que no les pertenece. Roger Koza, al presentar sus películas, las llamó con justeza groucho marxistas. El adjetivo no es para nada exagerado y para buena muestra de ello tan solo alcanza con ver su más reciente película, Self-criticism of a bourgeois dog (si, todas tienen nombres increíbles) en la que el propio director devenido perro indaga con inagotable inventiva el que acaso sea su tema predilecto: la emancipación del mundo laboral. Por supuesto que esa idea se enfrenta con los siempre más poderosos obstáculos del mundo real, demasiado corrupto y egoísta como pensar siquiera en la idea de una revolución comunista, una idea destinada acaso a ser posible solo dentro del marco de una fantasía. El cine de Radlmaier se hace cargo de esa contradicción a través de una puesta en escena detallista, a cuyos precisos encuadres siempre le aparece la posibilidad del caos. Allí está el agujero negro que surge en el centro de varias escenas de A proletarian winter’s tale, transformando al plano en el chiste de alguna acción dadaísta cuyas resonancias son infinitas. Es ese mismo agujero negro, la desestabilización abismal de todo orden, lo que mejor representa la obra de Radlmaier: un punto que funciona como un imán que arrastra hacia su centro no solo la herencia de buena parte del cine alemán sino que se traga también la terrible comedia del disparate que significa vivir hoy en el mundo.
Como bombas molotov que estallan, los cortometrajes de Camilo Restrepo laten de la misma forma en la que lo hace la tumultuosa actualidad colombiana, que bien puede ser el mismo ritmo con el que se mueve el resto del mundo. El festival mostró toda su breve pero impactante obra, de la cual dos trabajos resultan absolutamente imprescindibles para comprender de qué se trata su idea del cine. La impresión de una guerra es un análisis exhaustivo acerca de las diversas formas en que la política de un país lo impregna todo. Restrepo comienza reflexionando acerca de las imágenes mal impresas de los diarios y la forma en la que esas disonancias gráficas dicen más de su país que lo que podría extraerse de una imagen límpida. Desde ese punto inicial, la tesis de Restrepo encontrará otros puntos de apoyo en cuerpos, voces y distintos materiales que van formando una película que se asemeja a un fanzine, conservando incluso de ese formato marginal de subcultura los trazos rugosos de un cine que se va armando con las imágenes que nadie quiere y que se impregnan en el material fílmico de la misma manera en la que se pega con plasticola una foto. La impresión de una guerra forma, entonces, un urgente tapiz de micropolíticas varias que muestran pedazos de un país en cuerpos que necesitan ser marcados, en canciones punk que necesitan ser gritadas y en lápidas que pronto (tal vez demasiado pronto) tendrán marcado el nombre de alguna persona. La sonoridad necesariamente explosiva del cine de Restrepo, que mezcla asiduamente el sonido del tráfico de la ciudad con disparos, gritos y distorsiones varias, encuentra en Cilaos un camino posible. Pensada casi como un musical, este excepcional trabajo encuentra en la tradición oral la forma de su relato, en el que la voz se piensa como el centro vital por el que toda memoria circula. Se trata de la historia de una venganza que queda trunca, la puesta en marcha de un parricidio que no se manifiesta pero que deja la sangre hirviendo. La bouche, el padre de unos vástagos que circulan por toda la película, será una presencia que nunca veremos pero que de todas maneras se volverá presente a través de unas canciones que harán las veces de trance, transformando a Cilaos en el relato de un fantasma que ataca a sus poseídos que no hacen otra cosa más que bregar por su libertad.
Bien vale aclarar que a excepción de Cilaos, exhibida en el último festival de Mar del Plata, y A proletarian’s winter tale, proyectado en el Festifreak platense y programado tambien en el FICIC 2015, buena parte de estas películas se exhibieron por primera vez en la Argentina en el FICIC. Puede parecer un dato menor pero no lo es: son estos festivales pequeños los que menos miedo tienen en tomar riesgos y ese valor se retribuye siempre con salas llenas y espectadores avezados por encontrarse con nuevas y estimulantes películas. Quedará entonces como promesa agrandar cada vez más y más la extensión de esta comunidad.