Por Lautaro Garcia Candela
Ver películas en un Festival de Cine implica quedarse con ellas un tiempo, al menos hasta que comience la próxima función (todo depende de la templanza del cinéfilo). Escribo estas líneas desde el otro lado del charco. Con cuatro horas de diferencia horaria y casi diez mil kilómetros de distancia. Imposibilitado de estar ahí, entre salas (aunque me dicen que la caminata apurada por la peatonal ya no es una constante), para mí las películas recobran un sentido evocativo: son postales de un país que ahora me queda lejos y que el cine me puede acercar. Pregunto por whatsapp a una persona querida cómo están los ánimos allá (como si fuera algo tan fácil de resumir…). La respuesta que recibo va listando las diferentes películas y su capacidad de resistir al trajín del festival y sostenerse en la memoria, de generar sentidos y encontrarse amigos, de poder extenderse más allá del tiempo y el espacio de proyección. Porque las películas se pegotean, se excluyen, se sedimentan y se confunden. Todo también depende, claro, de la pericia de quienes se encarguen de la programación y de cómo se decida transitar ese mapa. La imagen que el Festival intenta dar, por todo lo que lo rodea, por lo que se pudo ver en la ceremonia de apertura y los spots promocionales, se propone como espacio de resistencia, más como refugio que como campo de batalla. Todas las fotos, todas las acciones, están más puestas en el ánimo de la propia tropa que en tratar de convencer a alguien. Políticamente, la posición del cine argentino es bastante granítica (esto puede ser visto como una virtud o como un problema, pero prefiero abordar esa segunda opción después del 19 de noviembre). Por lo pronto, ese ánimo renovado apaciguó posibles críticas que deberían hacerse al INCAA por el recorte sustancioso que ha sufrido este año en cantidad de películas, de salas y de trabajadores fundamentales que no han sido renovados en sus puestos de trabajo. Otro tema para problematizar luego del 19.
Pero, como digo, hay pericia en cómo gestionar la precariedad. Con un poco de atención pude encontrar algunas películas con un hilo conductor hermanadas en días consecutivos:
La primera es Partió de mí un barco llevándome, de Cecilia Kang: una película cuya premisa es muy fácil de contar pero muy difícil de llevar a cabo. Durante la Segunda Guerra Mundial el ejército japonés engañó y secuestró a miles de mujeres coreanas, chinas, filipinas, para esclavizarlas sexualmente. Se las conoció por el trágico nombre de ianfu, cuya traducción literal es “mujeres de confort”. Cecilia toma el testimonio de una de esas mujeres para que diferentes chicas jóvenes coreanas que viven en Argentina lo lean y se lo apropien. En la primera escena vemos varias haciendo casting y luego nos quedaremos con una de ellas, Melanie Chong (26 años al principio y 29 al final, lo que da cuenta de lo extenso de los procesos): la película la rodea probando diferentes estrategias para que ese testimonio terrible se haga carne. Lo que se propone no es nada que el cine no haya hecho antes: una transmutación, un milagro.
Evidentemente estos procesos llevan tiempo y un primer acercamiento es entender la cotidianidad de Melanie: trabaja en un local de ropa con su madre pero está cansada de eso, es coqueta, hace yoga y escribe poesía. Cuenta que fue a Corea de adolescente pero no volvió a ir. Una vida porteña de clase media, amable y cómoda, noble desde cualquier punto de vista: hay una diferencia inconmensurable con el relato de la ianfu, e incluso con el relato de su propia madre, que en una escena casi sin transición cuenta la relación con el que suponemos es su ex-marido, que la insultaba, le pegaba, la engañaba y a quien nunca se atrevió a denunciar porque, preocupada por el qué dirán, no quería que sus hijos tuvieran un padre con antecedentes. Esta escena, quizás la mejor por cómo no vemos venir el dolor, es evidentemente donde se hace fuerte la directora: Mi último fracaso también tenía ese radar prendido que permite ver las filiaciones entre madres e hijas.
Cecilia filma la vida de Melanie con una curiosidad que también puede entenderse como insistencia, y privilegia los diferentes intentos de ese trabajo de médium que le encargó. En un momento la coachea su madre, en otro momento (inexplicable, inesperado, gran decisión) lo hace Julio Chávez. Podría decirse que ambos fallan por distintos motivos. Mientras que la madre quiere que actúe “más”, entendiendo la profusión de gestos como la prueba de una buena actuación, Chávez se da cuenta que el texto es poderoso y que hay que rodearlo con respeto por la historia, así que terminan hablando de esa vez que ella estuvo en Corea. O eso deja traslucir la escena, que uno supone más larga que lo que quedó en el montaje final.
Luego de esos intentos la película entra en otro enfoque. Nuestra protagonista vuelve a Corea a visitar a su hermano, que parece que tiene una novia buena con la que se quiere casar (Melanie no parece muy interesada en el casamiento aunque su madre le dice que se busque a un coreano que “la salve”). Una vez que aterriza, empieza a registrar el reencuentro de Melanie con la cultura coreana: va al Museo de las ianfu y luego dice unas palabras en uno de los actos que se hacen semanalmente en su memoria (que en un principio me hicieron acordar a los que hacen las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, pero con coreos de TikTok); también aprende la manera más trendy de sacarse selfies y va a un karaoke a festejar su cumpleaños. Así, el duelo histórico y político que la película busca poner en escena se suspende transitoriamente. La búsqueda/obligación a la que se habían comprometido tanto directora como actriz encuentra otro matiz: lo fantasmal de la historia se encuentra con las pequeñas banalidades de la vida en Corea. Aprovechan para tomar aire y, quizás, aceptar la derrota inevitable de no llegar a ese milagro cinematográfico: así encuentra una victoria, no sé si más importante, pero sí que permitirá a ambas vivir más sueltas.
El duelo de la película de Ingrid Pokropek es de otra índole. Es personal, es el del final de la propia infancia. Los tonos mayores empieza con una escena que es tomada con toda la ternura posible pero es tremenda: el padre de Ana, asumimos que por pedido de ella, le saca las estrellas fluorescentes que tiene en el techo de su habitación (y que todo niño sensible de clase media ha tenido). Ese techo de mentira, confortable, se amolda a sus deseos y la cobija, pero al entrar a la preadolescencia pierde su poder. Bienvenida a los 14 diría Apatow. El mundo que le espera a Ana es más confuso y menos ordenado: una versión introductoria de la adultez asoma. Lo que sucede en esa escena, y en realidad plantea la cuestión de la película, es que Ana tiene que reemplazar su marco teórico y encontrar algo que la vuelva a cobijar. A esa edad descubrís el porro, te hacés rolinga o libertario. Cabe preguntarse cómo era el mundo de Ana mientras tenía las estrellas: la película empieza empezada -no apurada- y no nos deja mensurar el daño de su desvanecimiento.
La cosa es que en medio de esa mudanza conceptual, recibe un llamado bastante extraño. Ana tiene una placa de metal en el antebrazo, producto de un accidente de tránsito (suponemos), y cada tanto le transmite unas vibraciones/latidos que ella trata de interpretar como si de un llamado se tratasen. Primero con su mejor amiga juegan con ello y tratan de componer “la canción del latido”, y todo transcurre en un oasis de amor y amistad. Pero los tiempos de ambas son diferentes. Su amiga empieza a mirar al sexo opuesto con naturalidad, ya no con risitas, sino con la posibilidad de pasar a la acción. Está más enfocada en ello, una manera de verlo es que está más cerca de la madurez. Hay una ruptura entre ellas, una especie de desamor, porque Ana no está con esos intereses: cuando se quiere dar cuenta su amiga está chapando con el que le gustaba y la deja sola.
Ella, entonces, tiene que enfrentarse a sus latidos de otra manera, y, perdida en la ciudad, se encuentra a un joven militar que primero parece una presencia extraña (y la película filma con tensión el encuentro inicial) pero luego se revela como un compañero para interpretarlos. Por sus conocimientos entiende que pueden ser un mensaje cifrado en código morse que indica lugares, puntos de encuentro. Y allí va Ana, desoyendo sus obligaciones, en busca de quien puede estar detrás de esas señales: puede ser su madre, de quien no sabemos mucho pero asumimos fallecida.
La película se pliega sin ambages a esa búsqueda. No hay rastro de ironía ni de distancia y eso es toda una declaración de principios de la cineasta. Una ópera prima estilo coming of age se podría pretender ser más inteligente que sus personajes, ponerse por arriba para hacer tal o cual comentario de índole social. Despegarse de la historia para posicionarse como artista. Nada más alejado. Tampoco asoma una idea de amaneramiento, otro riesgo que asoma en varios momentos (es casi un chiste interno el momento en que Pablo dice que esos lugares a los que Camila fue pueden ser puntos de un mapa y que podría formar una figura, o que podría ser parte de un juego de espías, situaciones que no desentonarían en películas de la productora en la que Ingrid trabajó varios años, El Pampero). Los tonos mayores acompaña en el punto de vista a su protagonista casi siempre, salvo en los momentos en los que el padre toma el control, que está aún encontrando su lugar como soltero después de enviudar. Ahí hace el movimiento inverso del que suelen hacer estas película: filma a los niños tomándose absolutamente en serio sus preocupaciones y creencias, mientras que a los adultos los trata socarronamente, con un dejo de ternura condescendiente.
La película encuentra su lucimiento en la credulidad, mejor dicho, en la fe de su protagonista: los colores que pueblan la imagen, la música que le da un toque fantástico, el montaje que no se distrae. Todo acompaña el periplo sin dudas. Es una elección a contramano, casi una resistencia. Una reivindicación como mínimo. En la preadolescencia si te dicen que tenés 12 cuando tener 14 puede parecer un insulto, una edad en que te desvivís por la mirada del otro género, formás una personalidad a partir de un aire de desapego, Ana sigue su intuición, ingenua pero con la certeza de que hay algo más que explique lo que te pasa. Ese “algo más”, ni menos, es la ficción.
Hacia el final Ana llega a tiempo a una de las citas que su latido le dicta. Pero el tiempo pasa y parece que nadie va a llegar y entonces esa ilusión, ese marco teórico ilusorio, corre riesgo de quebrarse. También se quiebra Ana, al darse cuenta de que quizás su mamá no era la que estaba detrás, lo que implica una verdad última: que después de la muerte no hay nada. Sobre esa certeza se funda Las cosas indefinidas. El llanto de Ana rima con el de Eva Bianco, la protagonista de la película de María Aparicio, que no tiene ninguna esperanza de un llamado del más allá sino que convive con la ausencia de un modo cotidiano. Eva, de profesión montajista, acaba de perder a un amigo muy querido con el que estaba editando una película. Ahora tiene que editar otra que no le entusiasma y, de hecho, toda la situación le hace perder su fe en el cine. Sus días transcurren en el sopor de la desazón, en un tiempo no demasiado ocupado (quizás demasiado marcado por la voz en off). Casi no la vemos trabajar: quien carga la responsabilidad es su asistente, Rami. Eva está como dice la canción de la escena inicial: voy preguntando al silencio por ti / rezo pidiendo perdón / nada en el mundo tiene tu valor / nada, nada / tarde comprendí tu soledad.
Escribo con cierto pudor porque Ramiro Sonzini, el coprotagonista de la película, es editor de esta revista (haciendo de sí mismo, lo único que cambia de la vida real es que acá lo vistieron un poco mejor) así como María es pluma asidua aquí. Y aparte se cita un texto de José Miccio —el mejor de nosotros— que ronda por cuestiones similares a las de este texto, como los duelos. Así que quiero ser breve pero dejar constancia, porque me parece una película importante en el Festival, en el cine argentino y en su carrera: el paso siguiente a la “consagración” de Sobre las nubes es una película más pequeña pero más sentida; no hay truquito, no hay repetición. Hay un camino que ojalá siga estando compuesto por películas inesperadas.
En Las cosas indefinidas la relación entre la palabra y la acción, entre el concepto y la evidencia física se vuelve dialéctica. No es que una determine a la otra. Se habla mucho, se teoriza sobre el cine y los aprendizajes de los personajes se dan en la conversación. Es algo raro para cierto gusto contemporáneo que tiende a desconfiar de las declamaciones, es lo que te enseñan en la facultad que decía Alfred Hitchcock, eso de que sólo se debe recurrir al diálogo cuando no se puede narrar con “la cámara”, sea lo que sea lo que signifique eso.
La película desanda ese aprendizaje y encuentra en el diálogo simpleza y sentimiento. Vuelve cinematográficos esos conceptos en cuanto entran en relación con la película que Eva y Rami están editando: al principio el desafío es montar el testimonio en off de distintas personas ciegas con unas imágenes en super 8 que ilustran casi temáticamente lo que la voz dice. Vemos un pedacito de esa película. Es inteligente, tiene ideas, motivos visuales, belleza pictórica. Podría tranquilamente estar programada en la sección Estados Alterados de este Festival. Pero algo a Eva no le cierra. Entonces se sienta frente al Adobe Premiere Pro, el programa de edición de video que utilizan, y empieza a probar cosas. Aquí la pantalla de la computadora ocupa toda la pantalla del cine. Nos asomamos al proceso creativo de alguien, aún inexplorado, aún sin explicar. Y lo que prueba y lo que abre un mundo de posibilidades es algo tan simple como quitar la capa de arriba en la línea de tiempo del programa de edición: abajo está el registro en video de las entrevistas con los ciegos. Saca esa pátina de pretendida sofisticación temática para descubrir el cuerpo y el rostro de una voz. En vez de pensar la película de arriba a abajo, de la idea a las personas, lo que le propone Eva a Rami es construir personajes, contar la historia.
Durante toda la película no hay una relación directa, quiero decir argumental, entre la película en la que trabajan y el duelo que pasa Eva, pero Las cosas indefinidas se contamina de esas ideas, de la textura del super 8, de la delicadeza y la empatía de esas imágenes. Aunque después la directora (interpretada por la propia María) desestime la propuesta y deje de trabajar con ellos, el recuerdo de esas personas queda como un eco y también se cristaliza en la ternura, “ese sentimiento que lima los bordes ásperos de la vida”. Cuando al final se cruza a la pareja de ciegos que aparecen en la película que estaba editando, el cine, ese arte y ese oficio del que renegaba, le (nos) hizo conocer personas y experiencias y habitar un espacio sensible en común, termina funcionando (también) como lo que posibilita el pasaje a otra etapa del duelo. Una especie de catarsis silenciosa (frágil y tenue sin pensar, canta Miguel Saravia) se cifra en ese travelling lento hacia esas flores que Eva compró momentos antes de cruzarse con la pareja, que riman con el principio, aunque su función, antes adorno en un funeral, ahora señal de un modesto renacimiento, haya cambiado (y está todo bien con eso, diría Rami).
En esos largos soliloquios de los que la película se compone se destaca el de Eva dando clase sobre las implicaciones del material de archivo, sus peligros y responsabilidades. “Las imágenes cinematográficas dan cuenta del estado de los deseos y las potencias del momento histórico de donde venimos; los archivos lo que hacen es interrogar nuestra mirada”, dice Eva. La nueva película de Germán Scelso, El empresario, sirve para pensarlos.
Los padres de Scelso, nacido en el 76, militaban en una agrupación revolucionaria llamada 22 de agosto que secuestró a Dante Tarana, un empresario acomodado de uno de los talleres gráficos más importantes del país. Estuvo cautivo por dos meses y cuando lo rescataron, el padre de Scelso fue capturado y desaparecido. Scelso, casi cincuenta años después, contacta a la familia de Tarana. El centro de la película no está de su lado, de su duelo y sus ausencias, sino en la construcción de esa familia que es imposible dejar de espejar sobre la suya. Hay una curiosidad palpable. Los entrevistados (hijos y nietos de Tarana) se dirigen a Scelso sabiendo con quien hablan, generando una cercanía que se revela paradójica. En la película se enuncian ideas que son cosas difíciles de decir, incomodísimas. Sin embargo en el contexto son sentidas. La película da argumentos o pruebas que le piden al espectador un pensamiento complejo y contradictorio. Los familiares dicen cosas terribles sobre los padres de Scelso (aunque sin defender el plan sistemático de la dictadura o su proceso económico). En un momento su hijo dice: “yo lamento la desaparición de tu padre por ustedes, pero en ese momento hubiera ido yo a agarrarlo”. Pero también dicen que Dante Tarana después del secuestro no volvió a ser el mismo: después de su secuestro cayó en una profunda depresión que siguió hasta su muerte. Scelso también, al final, muestra las condiciones inhumanas en las que lo tenían encerrado. O en otro momento su hijo reflexiona: si el procedimiento legal de rescate hubiera sido respetado implicaba varios meses más de trámites para el allanamiento, y andá a saber qué hubiera pasado. Lo que no dice Scelso es que eso hubiera implicado saber dónde está su padre.
Su silencio se explica por la curiosidad y el respeto, pero también hay contragolpes que se basan en una intervención simple pero efectiva en el archivo. En un momento vemos las imágenes en súper 8 provenientes de las vacaciones familiares de los Tarana. Scelso musicaliza con una burlona melodía de big band turística, que nos distancia de la inocencia del narrador de la época: desde una mirada contemporánea todas las imágenes se vuelven ominosas. La condición de existencia de esos viajes (fecha: 1975) y de esas filmaciones era un sistema económico (muchísimo más equitativo que lo que es ahora by the way) que es lo que generó la conflictividad social de esos años y en la que los padres de Scelso estaban combatiendo. La película va desenvolviendo argumentos o pruebas contradictorias que no permiten conclusiones facilistas: no pinta la juventud maravillosa de los setentas como idealista e inocente sino que se interesa por las consecuencias de sus actos extremos y encuentra en su descendencia, pero sin hacer un link directo y acusador, el origen de los discursos que llegan al día de hoy banalizados en la boca de la extrema derecha que está disputando las elecciones en Argentina. Es una película anti-militante en un buen sentido: desarma cualquier idea más o menos articulada con la que lleguemos a la película. Es un signo de inteligencia aunque también puede dejarnos con un dejo amargo.
Estas películas refieren al cine en un sentido amplio y le dan un lugar en el mundo. En todas ellas hay una sensación de duelo, de dolor. La evidencia de una pérdida, la incomodidad frente a la ausencia (¿qué hacemos con esto?) y el camino hacia la superación, hacia la posibilidad de pasar, finalmente, a otra cosa. Algo que sólo el cine es capaz de generar.