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Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 2023 – Desde acá

Por Lucas Granero

Esta vez intentamos algo distinto. Quien suele hacerse cargo de las crónicas del festival de Mar del Plata es Lautaro García Candela, pero se encuentra lejos de la costa argentina, lo que impidió la presencia de textos diarios, que vayan comentando el día a día del festival. Así que intenté hacerme cargo del asunto pero evidentemente no soy bueno para esos textos rápidos, de ideas sueltas, que se escriben entre película y película, y terminé acumulando esta serie de impresiones sobre algunas películas que me estimularon. Son ideas que terminaron de decantar cuando ya tenía el mar dándome la espalda, revisando notas, bosquejos y demas. Lautaro, desde el otro lado del océano, con algo de melancolía y extrañando mucho, pudo sin embargo, ver bastantes películas y fue armando un texto desde la experiencia de ver el festival a la distancia. Así que al final tenemos dos textos que funcionan en paralelo, el registro de alguien que vivió el festival in situ y otro que lo hizo de manera virtual y lejana. Con un poco de suerte, entre ambos podamos dar cuenta de lo que fue esta edición llena de  incertidumbre, extrañeza y esperanza; en estos días tan particulares.  

Las zonas sensibles

“Encuentra lo que te gusta y deja que te mate”. Es una frase horrible para empezar la crónica de los días más felices del año, pero bien vale la pena recordar lo que dijo Charles Bukowski en uno de sus momentos más lucidos. La frase se me vino a la cabeza mientras ponía en práctica los hábitos alimenticios más extremos que un shopping puede ofrecer a su visitante ocasional o perdiendo valiosas horas de sueño por llegar temprano a una película o bien haciendo ese ejercicio de corrida o veloz caminata para llegar de un punto a otro de la ciudad esquivando los peligrosos obstáculos que los choferes de todo tipo (auto, moto, colectivo) aplican sobre el distraído transeúnte que nunca se acostumbra a los vaivenes del tráfico marplatense. 

Pero la frase también viene perfecta para confrontar dos películas argentinas que tuvieron su estreno en el segundo día del festival. Adentro mío estoy bailando, dirigida por los debutantes Leandro Koch y Paloma Schachmann, es la historia del romance entre ambos y la extraña red de invenciones que él tuvo que armar para poder estar cerca de ella. La cosa es más o menos así: Leandro se dedicaba a grabar casamientos judíos y en uno de ellos conoce a Paloma, que formaba parte de una banda de klezmer que tocaba en uno de esos eventos. Leandro no tiene idea de qué se trata el género klezmer, pero no duda en decirle a Paloma que está trabajando en un documental al respecto y que podría venirle bien su ayuda y conocimiento sobre el tema. Ella está a punto de viajar hacía la vieja Europa para investigar los vestigios que quedan sobre aquella música, por lo cual el romance solo podrá ser efímero, pasajero. Pero Leandro decide seguir con su tramado de invenciones y lo que era una mentirita piadosa se transforma en el trabajo de su vida. Enamorado, viaja en búsqueda de Paloma, agregando gente en su red de engaños, y se pone a registrar a intérpretes emblemáticos de aquella música ya casi en extinción, que pocos recuerdan y que casi nadie tiene interés en preservar. Así, la película se transforma en una suerte de catálogo de sonidos perdidos, un mapa de conexiones entre aquellos que aún perpetúan una música que supo tener su momento de esplendor, pero que ahora permanece oculta en los pueblos más recónditos de Europa. La excusa del falso documental es ideal para que los cineastas se tienten todo el tiempo con la posibilidad del desvío, llevando la película por zonas inesperadas, todas potencialmente interesantes. Dentro de esta comedia romántica hay, primero, una road movie, luego un making-off de la propia ficción y, finalmente, un documental que respeta las formas más tradicionales del género, con entrevistas y momentos de interpretación musical. Tenemos la sensación de estar enfrente de una película generosa, anabólica, que va agrandándose con la misma intensidad de la mentira inicial que dio rienda suelta a la aparición de esta ficción sinuosa. El mecanismo es el mismo que podemos encontrar en películas como las de Miguel Gomes o las de Alejo Moguillansky, de quienes parecen tomar la disciplina de enredar la vida con el cine, buscando siempre formas de volverlos más indivisibles hasta el punto de confundirlas. Sin embargo, esa obstinación por ir hacia la aventura de las mil ficciones posibles, hace que la película recaiga en ciertas fórmulas que impiden la libertad total a la que aspira. La idea de enmarcar todo el relato en torno a una suerte de parábola religiosa le da a la trama romántica una complejidad innecesaria. Algo similar sucede con el caprichoso cambio de formato en algunos momentos, donde el registro del paisaje y algunos rostros en 16mm se torna demasiado preciosista, algo que “había que hacer” para darle una instancia de falsa cercanía a aquellas imágenes, un fingido sentido de diario de viaje que la acerca a zonas más programáticas. Pero nada de esto logra derribar la constante generosidad de la película y su creciente sentido de la curiosidad por retratar sonidos inexplorados. Ahí queda la imagen final del protagonista, que comenzó con una mentira y terminó creyéndosela tanto que, aunque no se haya quedado con la chica, sigue en marcha hacia ningún lugar, conducido tan solo por esa sensación de ir hacia la búsqueda de algo nuevo, extraño y feliz que el mundo pueda ofrecerle. De filmar un casamiento a la inmensidad de lo incierto: curioso recorrido que solo el cine puede ofrecer.

Juan José Gorasurreta es uno de los miembros fundadores del cineclub cordobés La Quimera, que funciona estoicamente desde 1981. Ese es tan solo uno de los puntos que van formando el mapa de su vida que es Las ausencias, su primera película de larga duración; una suerte de autobiografía contada por imágenes suyas y prestadas con las que va formando una épica del intimismo. Hay una frase que puede leerse en la primera placa de la película y que luego Juanjo repitió en la sesión de preguntas y respuestas. Él habla de las “zonas sensibles” que lo afectaron y acompañaron en su vida. Es una buena definición para dar cuenta de aquellos momentos en los que algo se manifestó como un evento clave en el armado de su biografía, que puede abarcar tanto el primer amor como el descubrimiento del cine, la llegada de un hijo y las distintas formas de militancia que formaron parte de la educación sentimental de su generación. Aquí también las cosas se vuelven algo indivisibles. Gorasurreta tiene su propia colección de imágenes que su formación de cineasta lo llevó a registrar, pero también conoce y lleva cerca de su corazón aquellas que son ajenas y que pertenecen indisolublemente a su propia memoria. 40 años de historia argentina se suceden paralelamente a la historia de su experiencia, como si fueran parte de un mismo movimiento. No quedan dudas: lo personal es político, y cada sacudida social afecta la percepción de las cosas, generando cambios internos, movimientos emocionales que se exteriorizan como pueden y que encuentran un aliado en el cine, ese misterio que se le aparece de casualidad y que irrumpe con la intensidad de un rayo, cambiando su vida para siempre. Hay algo tan insolente como eficaz en esa apropiación de pedazos de cine ajeno. Juanjo se apoya en ciertos segmentos claves de películas significativas en su vida como cinéfilo para que lo ayuden a manifestar sentimientos demasiado densos, pequeños gritos que se expresan en escenas que tienen su propio brío y que en el aglutinamiento con otros desbordes emocionales encuentra una nueva dimensión, resignificados con el pulso de otra vida. Tan solo un ejemplo, tan breve como contundente: la escena inicial de La fe del volcán, de Ana Poliak, en la que vemos a la directora en cuadro, cabizbaja, casi tiesa si no fuese por la agitada respiración que le mueve el cuerpo, su figura enmarcada por el rectángulo de la ventana de su casa, tentada por la posibilidad de una salida. ¿Pero hacia dentro o hacia afuera? Es una imagen total que, puesta en el timeline de la vida de Juanjo, ofrece una nueva capa de sentido, como dos gritos que se unen formando una melodía desencadenada. Pero las escenas que sí forman parte de su propio acervo no se quedan atrás. Filmada casi en su totalidad en super 8, Las ausencias también se define como una road movie por paisajes granulados, casi abstractos. Hay una idea recurrente en el registro de la naturaleza cambiante, captada en pleno viaje hacia algún lugar. Es una película inquieta, que se relata al mismo tiempo que busca la fuga constante, acaso queriendo ganarle al tiempo, no dejarle ventaja. Los arboles al costado de la ruta quedan movedizos, postales de un viaje sentimental hacia las profundidades de la confesión. El uso de ese formato no resulta una aspiración caprichosa ni mucho menos un vacuo gesto estético. Así es como el cineasta vio el mundo, lejos de toda alta definición e imágenes ultra límpidas. El pequeño formato engrandece la intimidad de la película, la vuelve cercana, como escrita con una caligrafía que podemos reconocer. Juanjo parece estarnos diciendo todo el tiempo lo que es, lo que quiso ser, lo que finalmente fue. Las zonas sensibles se descubren, a veces, como heridas abiertas que todavía laten y, en otros momentos, como rastros que dejaron las aventuras vividas. Tristeza o felicidad, no importa: por suerte siempre tenemos al cine que, como aquel título del libro de Raymond Carver, parece decirnos si me necesitas, llamame.

Marineros

Las ausencias forma parte de un pequeño club que existe dentro de la programación del festival. Edgardo Cozarinsky, Victor Erice y Aki Kaurismaki son algunos de los miembros visibles cuyas nuevas películas pueden verse en esta edición. Es un club para mayores de 70 años, hombres grandes de cine, de esos que uno podría llamar maestros aunque la etiqueta sea activamente rechazada por todos y cada uno de ellos. Es que no tienen ganas de enseñar nada ni demostrar otra capacidad que no sea simplemente el hecho de seguir filmando, estoicamente, contra todo pronóstico. Entre sus películas hay convivencia de formas, ideas de puesta en escena, definiciones posibles de lo que puede ser o no el cine. No se trata de un círculo de cineastas que manejan los mismos códigos. Les gusta, por el contrario, demostrar que cada uno lo hace desde distintos lugares, retratando sus mundos con ópticas que reniegan de toda homogeneidad, conversando entre ellos desde zonas distintas, que albergan las experiencias que los definen. No hay mucho en común entre Dueto, la nueva película de Cozarinsky, y Cerrar los ojos, el regreso de Erice al cine a más de 30 años del estreno de El sol del membrillo. Nada excepto una suerte de evidente sensación de que tienen a la muerte cerca y que el tiempo va escurriéndose con contundencia. Tal vez por eso filman así, apoyándose en la seguridad de sus miradas, lo que saben y lo que quieren. Son películas caprichosas, que demuestran una cierta insolencia en sus decisiones, que no piden permiso para mostrar su deseo de existir.

En Dueto, Cozarinsky cuenta con la ayuda de un copiloto. Se trata del actor Rafael Ferro, a quien el cineasta conoció y filmó en Ronda nocturna. Desde ese momento son amigos cercanos, confesores mutuos, familiares por elección. La película configura un posible acercamiento a la historia de su relación. Se cuentan las cosas cara a cara (a veces deben usar máscaras para decir ciertas cosas, una pequeña muestra de pudor), se filman uno a otro, recuerdan aventuras vividas. Al igual que las últimas películas de Cozarinsky, Dueto se inscribe en una suerte de home movie confesional, que no responde a lógicas demasiado racionalizadas porque están hechas desde otro lugar, un espacio de intimidad, privado, que de repente abre sus puertas para permitirnos ver una zona vedada. Ese acto de voyeurismo es parte de la propuesta de la película, en la que los dos amigos están todo el tiempo en las cosas del otro, husmeando libros, cajones, momentos de soledad que desconocían y que ahora observan con silenciosa complicidad. El registro muta activando distintos grados de cercanía. Lo que comienza como un simple muestrario oral de anécdotas compartidas va dando lugar a zonas más impensadas, como si la influencia de uno afectara en la cabeza del otro, que llevan a la película hacia momentos de ficción extrañada, secuencias que bien pueden pertenecer a algún sueño o a algún resto del inconsciente ajeno. ¿Quién sueña a quién? Es imposible saberlo: la simbiosis entre los dos es tal que parecen haberse disuelto en el otro. Sus caligrafías aparecen sobre las imágenes, resaltando ciertas ideas que van surgiendo en las conversaciones, como una forma de volverlas todavía más personales, firmadas por sus propios autores. Ninguno de los dos puede definir exactamente qué es una amistad, ni dónde surge ni cómo se la nutre durante tantos años. No parece ser el objetivo de la película, que quiere más bien precisarse como un raro objeto de registro de un lazo y que, tal vez, se conforma con dar una sola certeza: la amistad puede ser una especie de enamoramiento. Una última cosa: La aparición constante de fotografías que ilustran viajes y momentos compartidos por el dúo revela la particular apropiación de Cozarinsky y Ferro de aquello que parece ser un actividad propia de los celulares y dispositivos varios, que arman, sin que uno lo pida, un pequeño album de fotos automatizado, azaroso y ciertamente cruel. Dentro de las formas que Dueto encuentra para mostrar y celebrar la amistad, aparece la de volver humana esa actividad tan fría e incongruente.

En Cerrar los ojos también hay una serie de fotos. Como varios de los elementos que tienen importancia en la película, estas fotos se suelen guardar en cajitas de metal que la gente que supo cuidarlas ya no recuerdan que existen o bien intentan olvidar. En ellas se depositan los pedazos que alguna vez construyeron una vida, pero que ahora, lejos de todo, esperan volver a ser abiertas por alguien que todavía las anhele. Ya en el comienzo de The Lusty Man, Nicholas Ray escondía una cajita de metal debajo de un piso de madera. Cuando Robert Mitchum llega a la casa de su infancia, lo primero que hace es ir a buscar su caja de recuerdos. Está en el mismo lugar donde la dejó, abrigada por capas de polvo. La caja significa muchas cosas para él, pero, sobre todo, significa que ahí todavía existe la posibilidad de un hogar, algo a lo que puede aferrarse. Es inevitable pensar en ese momento de aquella película de Ray al ver al Miguel de Erice, quien, como Mitchum, camina lentamente entre las nieblas de su memoria, tratando de encontrar las pistas que lo llevaron al lugar en el que está. Un día, filmando su segunda película, su actor principal desapareció para nunca volver. Ese actor era también su mejor amigo, por lo que la herida de aquella ausencia se multiplica. Miguel deja el cine para siempre, solo le queda el principio y el final de una película inconclusa, piezas inútiles de un rompecabezas que nunca podrá completar. Intenta dedicarse a la literatura y publica un libro al que llama “Las ruinas”, que es también la definición de su estado anímico. Se va a vivir al sur, tiene una huerta y pesca todas las mañanas. De vez en cuando traduce algunas cosas para tener un poco más de dinero. No sabemos mucho más de él, pero todo lo que falta lo podemos intuir en su mirada, en su andar cabizbajo, en su aura de derrota. Hasta que aparece una cajita de metal y con ella una fotografía en la que se lo ve en otro tiempo, un pasado alegre, con uniforme de marinero, al igual que su amigo, a quien abraza con una felicidad que no le conocíamos. Victor Erice filmó la película que mejor describe su condición de mito, la que cuenta su desarraigo y su retorno en un solo movimiento, siguiendo los pasos de un alter ego creado a su medida, al que acompaña con cautela, como si fuese su silenciosa sombra. El “rey triste” filma con el peso de la historia encima, se sabe el último estertor de una generación de cineastas cuyas formas y métodos ya no tienen lugar en este panorama de relatos más manipulables, torcidos, que evitan toda exposición de sentimientos desbocados. Es todo un caballero fordiano: un hombre que puede filmar los ojos más tristes pero nunca el llanto total porque conoce de mesuras, de gestos precisos que alcanzan para mostrar lo justo. Y, por qué no, también es todo un caballero hawksiano, alguien que cree en la templanza de los vínculos, en la confianza que exuda un cruce de miradas entre dos hombres que se conocen hace mucho y sobre todo en la memoria de los cuerpos, en esas manos que todavía pueden armar los nudos aprendidos en la marina aunque desconozcan por completo que alguna vez fueron marineros. Ahí, en esa escena de los dos amigos sentados uno al lado del otro, mientras descubren que una lección sobre nudos sirve de lazo entre la memoria y el olvido, se cifra toda la potencia de Cerrar los ojos. Para aquellos espectadores que conozcan el camino que Erice tuvo que hacer para llegar a esta película, ese momento se engrandece porque ahí, en esas manos ajenas, se manifiesta el deshielo del propio cineasta, ese que no filma hace décadas, que parece no recordar nada, pero que lleva intactas en su cuerpo todas las sensaciones de las que el cine es capaz. ¡Qué estremecedor es ver el primer corte de un plano, después de tanto tiempo, tanto silencio! ¡Qué ganas de aplaudir cuando Ana Torrent, el rostro de El espíritu de la colmena, aparece y dice, casi mirándonos, “soy Ana”! ¡Cuántos tangos, cuantas melodías melancólicas! Se podrá decir que Erice filma sabiéndose un reaccionario, alguien que ya no espera nada del cine (los milagros ya no existen, dice un dreyeriano radical), que se permite diálogos y guiños de una cinefilia rancia que en otros cineastas —tal vez más jóvenes— nos resultarían graciosos, cursis. Pero Erice no quiere demostrar nada excepto lo que es en este momento de su vida: un pesimista nato, irreductible. Filma cerrando capítulos que habían quedado abiertos, heridas de guerra de otros tiempos. Tiene un objetivo fijo, quiere sanar, llegar a ver las cosas por última vez. Como el rey triste que quiere ver ese último gesto antes de morir, tener esa imagen en la retina hasta que se agote. Erice se juega todo en esta última canción. Cierra los ojos, pero mientras tanto filma todo lo que fue, lo que es, lo que tal vez será.

¿Cómo hago para volver a casa?

La técnica es bien conocida en el mundo de la música. Cuando un artista tiene éxito al publicar su primer disco, una buena manera de seguir manteniendo relevancia es darle al público lo que ya sabe que le gusta. Repetir la fórmula, no jugar con los riesgos, no probar cosas nuevas. Un caso paradigmático es el de los Ramones, cuyo segundo (y hasta tercer) disco parecen remakes del primero. Nadie puede decir que no sean tres obras maestras, únicas en su especie. Eduardo Williams pasó de El auge del humano a El auge del humano 3. En el medio quedó la segunda parte, pero no sabemos si existió, si alguna vez se concibió, si llegó a realizarse. Solo queda la sospecha de que en algún lado se encuentra, porque esta tercera parte, su hermana potencial, permite intuir que Williams estuvo probando llevar al cine aquella técnica del éxito musical, pero por alguna razón decidió pasar directamente a la tercera, insistiendo en algunos gestos iniciales pero llevando todo hacia una radicalización de su sistema más profunda, probando nuevas melodías, tocando otras teclas, cosas solo permitidas, en pequeñas manifestaciones, cuando el artista se siente seguro de su talento. Hay que admitir que nadie está haciendo lo que Williams hace. Piensa el cine desde un lugar completamente alejado de los parámetros habituales, se posiciona en contra de cualquier tipo de clasicismo (no se me ocurre una película que pueda estar más alejada de Cerrar los ojos, por ejemplo), ahuyenta los facilismos, prefiere situarse en un espacio extraño, de limbo, en el que el plano se vuelve una especie de caja de resonancia para cualquier transformación. En su película anterior, desafiaba la capacidad del montaje para repensar espacios, sus personajes se movían como teletransportados, entraban en una habitación y podían salir en una selva. Los planos se sucedían casi sin continuidad, abarcando tramas y distancias imposibles, siguiendo una lógica similar al de un usuario de internet que va recolectando pestañas en su navegador y hace zapping entre distintos sitios. Por eso no resulta demasiado sorpresivo que ahora Williams se interese por explorar las posibilidades de la cámara de 360 grados, esa que Google usa para armar sus mapas. Un grupo de chicos y chicas de diversas partes del mundo se conectan, conversan, pasean por lugares insólitos. Ni siquiera el idioma parece ser un obstáculo.El auge del humano 3 es una película sobre comunidades, sobre la construcción de vínculos en un mundo que se torna cada vez más inasible y lejano. “¿Cómo hago para volver a casa?” es una frase que los personajes repiten constantemente, sabiéndose perdidos. Esa necesidad de ubicación cifra el gesto de Williams, quien usa la cámara con la intención de transformarla en algo menos familiar, sacándola del uso habitual. Cualquiera de nosotros reconoce ese tipo de paisajes pixelados, ese movimiento circular sobre un espacio. Nos movemos por esa virtualidad cada vez que queremos saber cómo ir de un punto al otro. Williams se corre de ese propósito primigenio del dispositivo y se lo apropia de maneras desobedientes. Aquello que sirve para ubicar lo usa para formar zonas en las que es imposible hacer pie, lo transforma en una herramienta para plantear una desubicación, una cámara errante. Expande los límites del plano volviéndolo fluido. Un personaje puede aparecer y desaparecer sin necesidad de corte y lo mismo sucede con la presencia constante de figuras que van y vienen, surgiendo desde distintos lugares. El punto de vista habitual se ve violentado ya que la cámara deja al horizonte por debajo de la media estándar, con lo que siempre queda mucho espacio para que el cielo destaque su presencia. Acaso accidentalmente, Williams se posiciona dentro de una herencia de cineastas que han tratado de insubordinarse a las limitaciones de la cámara. Al ver El auge del humano 3, no es raro encontrarse pensando en La region centrale, de Michael Snow, o en algunos de los experimentos que Claudio Caldini infligió a su cámara super 8 en películas como Un enano en el jardín. Sin embargo, a diferencia de ellos, Williams recae muy seguido en una suerte de capricho extendido, que se vuelve repetitivo cuanto más se aleja de ese sentido de comunidad urgente que muchas veces logra retratar con interés. Cineasta de su época, sabe comprender las motivaciones y obsesiones que persiguen a los chicos y chicas de su generación. Pero todavía no ha logrado dar con el retrato de su tiempo que siempre está al borde de alcanzar, tal vez por centrarse demasiado en su deber de entregarse por completo a la irreverencia de la técnica. Forma versus contenido, objeto versus sujeto: por más original que sea, los problemas del cineasta siguen siendo los mismos.

1 Comment

  1. Muchas gracias Lucas!!! Asocié inmediatamente el título de la revista con la utilidad del cine para conocernos y, cuando hay ganas…. mejorarnos al calor de las imágenes y los sonidos. En MdelP, varios espectadores hablaron de lo útil que es mi película, en este momento de la historia argentina (una semana antes del balotage). No alcanzó para modificar la perversa inclinación del electorado. Allí están mis ausencias para seguir generando espacios de reflexión y abrazos fraternos.

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