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Kinuyo Tanaka, Ozu y Mizoguchi

Por Mariano Morita

El rostro de Kinuyo Tanaka es un emblema de la historia del cine japonés. Ninguno de los grandes maestros ha perdido la oportunidad de filmarla. De Mizoguchi a Ozu, de Shimizu a Naruse, su figura supo representar mejor que cualquier otra esa encrucijada en la que se encontraba la mujer en el marco de un Japón cambiante. Pero además de su trabajo como actriz, Tanaka se destacó como una de las primeras mujeres en construir una filmografía absolutamente personal que nada tiene que envidiarle a la de aquellos cineastas con los que trabajó toda su vida. De 1954 a 1962, filmó seis películas en las que exploró las contradicciones en las que se encontraba la mujer moderna del Japón en los albores de una nueva década, tratando de encontrar su lugar por fuera de los intereses masculinos que regían la vida japonesa de aquel entonces. Trabajando a partir de guiones de Ozu, Mizoguchi o Keisuke Kinoshita, su obra exhibe un trabajo formal totalmente novedoso (acaso más cercano a algunas películas del Hollywood clásico que al minimalismo japonés tan característico de la época), al mismo tiempo que retrata temáticas muy cercanas a aquellas que supo interpretar como actriz. Por eso mismo, la retrospectiva que le dedica el festival, en la que se mezclan sus dos facetas, resulta una interesante oportunidad para ver de qué maneras se entrecruzan obsesiones, materias y problemas, de un lado al otro de la cámara.

Madre sigue a Masako (Kinuyo Tanaka) pero desde el punto de vista de su hija,Toshiko, la adolescente cuya voz narra algunos momentos de la película. Al tratarse de una familia humilde, los días giran en torno al trabajo, ya sea formal o el que continúa en casa hasta altas horas de la noche. Esto es hostil y daña la salud de las personas, primero muere su hijo mayor, luego el marido, y lo hacen con una fugacidad tan simple como cruel. Casi nunca estamos cerca de los rostros para sentir el dolor de los personajes y la mayoría de los acontecimientos trágicos se dan fuera de campo. La muerte del marido se ve, pero parece un hecho como cualquier otro, sucede repentinamente y todos son más testigos que partícipes. Los niños pequeños se quedan inmóviles mirando desde el cuarto contiguo, Masako se sienta junto a él, dándonos la espalda. Hay algo que no nos permite acceder del todo a su sufrimiento, como si la vida y la muerte que la acecha se confundieran y fueran parte de un mismo único proceso.

Toshiko, que es buena observadora, se la pasa tratando de entender a su madre. No puede evitar notar que le sirve al mejor amigo de su difunto esposo los mismos frijoles tostados con sake que solía servirle a este. Pero Masako no regala respuestas, solo actúa. Como movida por una fuerza mayor cuida a todos, los ordena, pero sus afecciones son un enigma. Mucho de lo que hace la madre lastima a la hija, que llegará a comprenderla demasiado tarde, cuando se enamora de un hombre y su partida es inminente. Nada haría más feliz a Masako que ver a su hija feliz, y eso se nota. A esta altura de la película sabemos que, tarde o temprano, la madre abnegada, en apariencia omnipotente, quedará sola, sin nadie que la observe y la descifre. Esto por supuesto no se ve, apenas se intuye. Toshiko detecta ese crepúsculo al final de la película, mientras observa a su madre jugando con su sobrino antes de dormirlo. Masako se acomoda un mechón despeinado y se la nota cansada pero satisfecha. Toshiko, como narradora en off, culmina este momento con unas palabras de amor: “La noche silenciosa viene una vez más, y mañana los gorriones volverán a cantar su feliz melodía matutina. Querida madre, mi queridísima madre, ¿eres feliz? Quisiera saberlo. ¡Oh, madre! Mi queridísima madre, te deseo una vida larga y feliz. Mi madre.”

En La vida de Oharu las cosas son bastante distintas, probablemente se trate de una de las películas más desgarradoras que se hayan filmado. Kinuyo Tanaka protagoniza una serie de viñetas de dolor extremo que marcan una diferencia evidente entre Mizoguchi y Naruse. Cada momento fatal es una caída tanto narrativa como escénica, como ese largo travelling que nos muestra a Oharu corriendo por el bosque con un cuchillo, perseguida por su madre, que está desesperada por detener el suicidio. La cámara las sigue en todo el recorrido para que las acompañemos hasta el fracaso del acto y el posterior llanto desconsolado, resignado.

Las viñetas en la vida de Oharu son las imágenes de un alma en sufrimiento que se va despojando de capas, como las de los kimonos tan elaborados que se ve obligada a vestir y que requieren de tanto tiempo para quitarse. El impacto sobre la protagonista es siempre duro: cuando la destierran de Kyoto, cuando su padre la menosprecia y la manda a ser concubina, cuando le quitan al bebé recién nacido al que nunca pudo amamantar, cuando su propio padre la vende a los prostíbulos, cuando el falsificador de dinero la trata de mendiga. Las secuencias son incontables pero entablamos una relación especial con ellas. Ante el dolor hiperbólico surge un estado de observación muy específico que viene también con un interrogante. ¿Qué hay detrás? ¿Cuál es el límite? Aunque cada momento tiene su peso por la crueldad que despliega, Mizoguchi encuentra un punto justo donde el regodeo de los crueles nunca llega a ser regodeo del cineasta. 

Hay una memoria difusa, el recuerdo de un hombre al que amó, y un mensaje póstumo con un mandato de vida: “busca a un hombre que te ame de verdad y lleva una vida digna a su lado”. Eso nunca sucede, pero el mensaje persiste. Oharu imagina el rostro de su amado en las estatuillas de los templos. Una noche se da una situación nueva, Oharu ya es vieja, los hombres ya no la quieren de acompañante y expresan su asco cada vez que se les acerca para ofrecer sus servicios, pero aparece uno que la lleva a una casa. Adentro hay varios hombres más, y entonces el primero de ellos ilumina su rostro para que los otros alcancen a verlo: miren a la vieja bruja. Resulta que Oharu se ha vuelto una lección: las consecuencias por los errores de la vida y las impurezas. Para estos monjes aprendices ella es un monstruo. El trabajo ha sido cumplido y Oharu cobra. Cada moneda duele al ser contada, pero ella regresa como si hubiera comprendido algo. Se acerca a ellos, esta vez intimidante, asumiendo el rol de monstruo, moviendo las manos, haciendo caras y ruidos. “Ahora siempre podrán recordar que se vieron cara a cara con una verdadera bruja.” Los hombres se asustan, también ríen, comparten el código. No es que sea un monstruo, pero el despojo llegó a su desnudez total y Oharu tiene un arrebato de autoconsciencia.

Contrario a la distancia de Naruse, con Mizoguchi el corazón de Kinuyo Tanaka se muestra completamente abierto y desangrado, libre, aunque suene contradictorio. El monstruo es la máscara final, una pantomima de la que puede también reírse. El alma de Oharu llega a un estado de extrema pureza, y la película se permite terminar sin salidas ni redenciones. Aunque el viaje continúe, Mizoguchi clausura el relato de una forma similar a Ugetsu, que tiene al niño en la tumba en un pequeño momento de trascendencia. Oharu ha devenido en mendiga y en medio de su caminata aparece un templo. Ella se detiene y hace una reverencia. Junta sus manos en un gesto corto, humilde y preciso. Nada más que eso.

 

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