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El nacimiento de una nación – Jonas Mekas y sus destellos de belleza

Spin the wheel, Eddie. I like to hear it spin.

Vienna en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1955)


Por Lucas Granero

Esta es mi fotografía favorita de toda la historia del cine. Su tono celebratorio es evidente. Los rostros de cada uno de los que están ahí (Hollis Frampton, Peter Kubelka, Flo y Ken Jacobs y, en el medio, el mismísimo Jonas Mekas), sonrientes y extáticos, no me dejan mentir. La fotografía fue tomada en la noche de inauguración del Anthology Film Archives, el 30 de noviembre de 1970. Lo que más me emociona de esta imagen —más allá del hecho de que registra un momento clave de la historia del cine moderno—, es la posición corporal de Mekas. Ubicado en el centro, el lugar que le corresponde como capitán y líder simbólico de todo aquello, extiende sus brazos abiertos como dándole la bienvenida a todos aquellos huérfanos del cine a su nueva casa. Unos brazos que invitan, convocan y que parecen, incluso, querer dar un abrazo. Pero hay algo que me conmueve aún más. Esta fotografía registra el momento exacto en el que una idea se transformó en una realidad. Es decir, el momento en el que, tras años y años de trabajar sin respiro en la creación de un movimiento, en la construcción de una comunidad y en la invención de cientos de formas para hacerla crecer, se llega finalmente a un punto clave, a una instancia en la cual ya no hay que pedir permiso ni mucho menos dar explicaciones. De ahora en más las cosas van a suceder ahí dentro y cada cineasta podrá sentirse a salvo sabiendo que sus películas han encontrado un refugio. Lo último que revela esta fotografía acaso sea el factor esencial que engloba todo y es el hecho de que se trata, en definitiva, de la imagen de cinco amigos a los que los unió el mismo obstinado sentimiento de creer que hacer películas es lo más importante que existe y que ese sentimiento debe defenderse a toda costa. El propio Mekas, contundente en su prosa minúscula, lo supo explicar mucho mejor. En su “Antimanifiesto del centenario del cine”, escribió que “(…) la verdadera historia del cine es la historia invisible. Una historia de amigos juntándose, haciendo aquello que aman. Para nosotros el cine recién comienza, con cada nuevo zumbido del proyector, con cada nuevo zumbido de nuestras cámaras, nuestros corazones se alzan. Hacia adelante, mis amigos”.

En 1997, Mekas presenta su película Birth of a Nation, que bien podría entenderse como una extensión de todas esas energías que se registran en la foto y, al mismo tiempo, como una suerte de cápsula que reúne el devenir de todos aquellos cineastas, artistas y aledaños que alguna vez se cruzaron en la vida del lituano. La ambición del título no es casual y revela, una vez más, toda una declaración de principios (¿y por qué no de simbólica guerra?) contra todo lo que estorba. Las historias del cine nos enseñan que con El nacimiento de una nación, la película que D.W. Griffith filmó en 1915, comienza la sistematización del lenguaje cinematográfico, lo que quiere decir, sin vueltas, que el cine comienza a hablar en su propio idioma. Para Mekas y compañía, la aparición de nuevos métodos para registrar la realidad debían dar lugar a formas de percepción más radicales, llevar al límite cualquier idea de montaje, encuadre, ritmo, sonido. Él y su brigada se encomendaron la tarea de volver al cine no ya una tarea de profesionales y estrellas, sino un medio ideal para la documentación de sensaciones y fragilidades varias, fugacidades casi imperceptibles y nimiedades que bajo su atento foco encontraban una grandeza inesperada. Así, se hacía inevitable refundar el cine, reconquistarlo y volverlo totalmente nuestro. Tal vez ese haya sido siempre su destino ¿Acaso no fue Griffith (vía Jean-Marie Straub) quien se apenaba de que al cine moderno le faltaba mostrar “el viento en los árboles”? 

En Destellos de belleza, Mekas intenta dejar por escrito la historia de algunas de esas intersecciones. Aquí, el cineasta vuelve a hacer de la melancolía, ese estado de ánimo que nunca lo ha abandonado, el elemento clave de su obra, que le permite velar por todos los recuerdos vividos, mantenerlos en funcionamiento, como si fueran disparados por miles de proyectores a la vez, la imagen salpicando sobre los muros de su biografía siempre in progress. Los recuerdos de sus amigos lo mantienen en vilo, y su pulsión por dejar registro de todo lo vivido lo lleva a la necesidad de escribirlos. En ese sentido, Destellos de belleza presenta una novedad dentro del sistema del Mekas escritor. A diferencia del resto de su obra editada, que reunía artículos y entrevistas previamente publicadas (con la excepción de su diario, Ningún lugar adonde ir, que relata su vida previa a la llegada a Nueva York), aquí por primera vez nos encontramos con un Mekas que escribe sobre ellos en primera persona. Así, este libro se asemeja a lo que sería una versión literaria de sus diarios fílmicos. Como en ellos, aquí los recuerdos se aglutinan y se esparcen en un marco temporal incierto y azaroso que permite una combinación de eventos en la que se mezclan fechas, personas, visitas, películas. Cada capítulo del libro puede ser entendido como un pequeño rollo de película en el que se desenvuelve un fugaz acontecimiento que da lugar a otro, en la que un nuevo visitante irrumpe en la memoria de este Mekas-Sherezade, quien se aferra a sus historias con la obstinación de saber que mientras pueda contarlas todos sus protagonistas permanecerán vivos. Una última analogía. Su escritura funciona de la misma forma en la que su voz en off interviene en sus películas. Es decir, no desde un trabajo sobre el presente, sino como una revisitación comentada de ese pasado que tiene frente a sus ojos. No se trata tanto de una actualización o biografía detallada de los eventos, sino de un ejercicio de flashback en el que el recuerdo abre nuevas posibilidades y permite una mirada distanciada en la que otros detalles comienzan a entrar en consideración. La escritura de Mekas es, en definitiva, una extensión de su poética cinematográfica, la misma que deja expuesta en los primeros minutos de su obra maestra As I Was Moving Ahead Occasionally Saw Brief Glimpses of Beauty: “Nunca fui capaz de entender dónde es que comienza mi vida y dónde es que termina”. Unos segundos más adelante, su característica voz en off vuelve a dar una clave: “(…) quise ordenar estos rollos de película de manera cronológica, pero me di por vencido. Decidí montarlos azarosamente, de la misma forma en que los encontré. Nunca pude comprender adónde pertenece cada pedazo de mi vida, así que mejor dejarlo ser, dejarlo ir así, por puro azar.” 

En el relato que el propio Mekas fue construyendo de su vida, hay dos factores que siempre han estado muy presentes. El primero es la idea del desplazamiento constante, la cuestión del “no hay ningún lugar adonde ir” que lo acompañó desde que tuvo que dejar su Lituania natal para comenzar un derrotero que nunca terminó del todo. El segundo, que se encuentra relacionado al anterior, es la necesidad de construir lazos, de sentirse a salvo dentro de una comunidad de pares. Su llegada a Nueva York a comienzos de los años 50 junto a su hermano Adolfas representa el primer eslabón en una serie de acontecimientos vitales que dieron lugar a una nueva forma de entender su lugar en el mundo. Para ese Mekas incipiente, la ciudad de Nueva York se presentaba llena de posibilidades. Cautivado por la oferta cultural de aquel momento, se metía en clases sin pedir permiso, se colaba en cines, teatros, óperas y ballets, “absorbiendo todo como una esponja”, como él mismo confiesa en las páginas de este libro. Ese mismo hambre por verlo todo y de volverse partícipe de ese momento de ebullición artística lo llevó a la creación de la revista Film Culture y, algunos años más tarde, al Anthology Film Archives, es decir, a esa noche de noviembre de 1970, de abrazos y brazos abiertos. En medio de todo eso, como una pulsión que aumentaba el deseo de Mekas por la creación constante, se encontraba un grupo de amigos que, al igual que él, estaban convencidos de que el arte era lo único que los mantenía a salvo. Destellos de belleza puede entenderse como una biografía coral de aquellos días, en los que Mekas, convocado por los recuerdos de sus amigos y amigas, mira al pasado una vez más para encontrarse con que sus vidas se pueden contar de muchas maneras: como un catálogo de aventuras, un cuento de hadas, un álbum de figuritas y, fundamentalmente, como un manual de supervivencia para existir en un mundo de hostigamientos diarios.

Entre aquellos posibles planes para la existencia armónica, se cuentan las experiencias de George Maciunas y su decisión de plantar árboles por todo el Soho neoyorquino, el último gesto fluxista de Nam June Paik, quien deja caer sus pantalones frente al presidente Clinton y una carta de Brakhage escrita desde su lecho de muerte. Sumemos algunas más, solo para tenerlas de referencia: una visita a la madre de Maya Deren en la que cuenta que aún siente muy presente a su hija; Henri Langlois incentivando a copiar las películas; Otto Preminger tomando LSD por primera vez; Paul Sharits y sus cientos de accidentes. Y también está el recuento de aquella noche de noviembre de 1970, en la que todos los amigos celebraron la inauguración de su nuevo hogar, acompañada de una confesión de Mekas en la que nos cuenta que en realidad la felicidad es otra cosa, está en otro lado y es mucho más simple. La felicidad es comer uvas con la persona que amás, comer uvas grandes, de colores fuertes. Saborearlas. No hace falta nada más. Otra vez, el eterno errante nos deja la enseñanza de que vivir a la luz de las pequeñas cosas es todo un acto de resistencia

 

Destellos de belleza. Editado por Caja Negra, con traducción y prólogo de Pablo Marín.

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