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El gato de la filmoteca – La vida a oscuras

Por Diego Trerotola

Me gusta la oscuridad, es amigable.

Irena Dubrovna en La mujer pantera (Cat People, 1942)

Una de las imágenes que forma parte del documental La vida a oscuras circula como una suerte de postal de la película dirigida por Enrique Bellande: en una habitación de su casa, abarrotada de pilas de valijas, latas y de carretes de películas en fílmico, Fernando Martín Peña trabaja sentado en una mesa con un rollo de celuloide. La imagen podría ser un retrato ordinario de la rutina de un coleccionista de películas perdido en su cotidiano laberinto fílmico pero algo la saca de ese lugar: frente al escritorio hay un gran vitraux que ocupa casi toda una pared y filtra la luz de día, es la única fuente lumínica de la habitación; las tres figuras dibujadas por los vidrios translúcidos de colores tienen una aureola blanca y forman una estampa religiosa. Ni el vitraux extraordinario ni el despelote que hay a su alrededor distraen a Peña, quien mira al celuloide, el rollo de película que circula entre sus manos, que casi no podemos ver, pero sabemos que cada fotograma duplica el mismo efecto que el vitraux: la luz pasa a través de ambos modificada, creando la base de la experiencia cinematográfica. La puesta en escena de ese plano general es un despliegue macro de lo microscópico, de ese instante que nunca vemos en el cine: la visión del fotograma quieto. El vitraux es como esa veinticuatroava parte de un segundo que posibilita que, en su sucesión, se forme el ilusionismo cinético particular de cada película. El ojo de Bellande, su cámara, hace lo mismo que Peña: ambos, en sincronía, miran el germen del proceso del cine desde una intimidad que pueden potenciar tanto como descomponer su ilusión, detenerse para analizar y deleitarse de su luz y su sombra, de la obturación y del paso de la luz.

En muchas de las genealogías del cine y también en estudios de la relación del cine con la religión, se olvida muchas veces que la larga historia de los vitraux como imaginería visual fue pionera en la experiencia de la desviación y modificación de la luz hecha por la fotografía, y especialmente por el cine: la luz natural durante el día se va moviendo y al atravesar los vitrales de colores va dibujando una aureola cinética. Scorsese tiene un breve documental que funciona como making of de su película Malas calles (Mean Streets, 1973) donde muestra como registra el interior de una iglesia con vitraux y luego cómo, a través de la cámara, crea otra imagen: la película como desviación de la experiencia sacra, el cambio de color del vitraux es un desplazamiento que el cine hace posible para desacralizar el mundo. En esa película Scorsese filma una historia barrial, en su Little Italy, de jóvenes que no están iluminados por ninguna divinidad, sino que eligen desvíarse de la virtud, de las deidades, de las figuras sacras petrificadas del vitraux. La desfiguración de Scorsese de la imagen original es agregar oscuridad a esa luz natural, filtrar ese halo, esa aureola, que aporta el vitraux. Y el efecto es contrastar más la imagen fotográfica, el plano hace que los vidrios de colores se potencien, se destaquen más, como si fuera la pantalla recortada en la oscuridad de una sala de cine. El cine es posible gracias a la oscuridad, uno de sus elementos esenciales: la televisión, las computadoras, las pantallas de led se pueden ver con luz a su alrededor, la imagen fílmica, analógica necesita la oscuridad para ser vista sobre una pantalla.

Desde su título, La vida a oscuras parece seguir un poco la lección scorseseana, encontrar los matices de la experiencia profana con el cine, deshacer la sacralidad, aceptar e imprimir la potencia de la oscuridad. La estilizada geometría de la composición luminosa del vitraux tiene su contraste, su contracampo en el caótico laberinto de cine. Observar el fotograma iluminado, la mínima experiencia del cine amplificada, detenerse un instante: una secuencia clave es un desfile de fotogramas quietos en plano detalle, las cintas de celuloide desfilan y en lugar de convertirse en luz diáfana sobre la pantalla, se ve su superficie material, la transparencia texturada, rayada, como si la mirada acariciara la aspereza del vitraux y no se conforma con la belleza lejana de su luz coloreada. Mirar las películas desde un lugar que las devuelva distintas. De hecho, la película, como casi ninguna de las películas donde el cine se mira a sí mismo, hace foco en dos sentidos generalmente anulados cuando se piensa el arte cinematográfico: el táctil y el olfativo. La experiencia táctil, de hecho, es primordial, el trabajo de tocar y manipular películas ocupa parte del relato: Peña desenrolla, acaricia, mueve, carga y descarga el celuloide como coleccionista, investigador y proyectorista. La presencia física del cine está ahí para ser percibidas por el tacto. Hay algo casi hipnótico en ver pasar y enrollarse las bobinas de celuloide, como si ese movimiento del objeto, que usualmente está oculto en una cabina, fuese ya el movimiento del cine. Jean Mitry advirtió que aunque la imagen en el plano esté fija, la película igual se mueve porque el celuloide va desenrollándose: el movimiento también hace posible el estatismo del cine. Tanto en el quehacer de Peña como en el del laboratorio Cinecolor, en este documental hay varios momentos de coreografías de celuloide en movimiento, por medio de máquinas o manuales, distintas danzas de la materialidad táctil del cine.

Por otro lado, aparece como destacado también el olfato: en el documental se explica y muestra la rutina de Peña recorriendo las estanterías de su colección para olfatear y saber si las películas están avinagradas (el síndrome del vinagre es un principio de descomposición que deteriora el material fílmico). El estado óptimo de las películas o su deterioro se puede percibir por la nariz. Frente al discurso que principalmente sostienen muchos escritores contra el cine que piensan que la experiencia audiovisual envolvente de las películas adormece la lucidez, anula la capacidad crítica del público y otras tonterías: en La vida a oscuras la experiencia cinéfila involucra más sentidos. Y hay una sincronía entre Peña y Bellande que aporta una percepción amplificada de la cinefilia y las películas que es muy raro de ver en la repetida producción de documentales sobre el cine. Hay un cine más sensorial, por lo tanto más vital, pero también una experiencia múltiple de recorrer la cinefilia. Frente a otros documentales que exponen las ideas a través de entrevistas y palabras, La vida a oscuras parece seguir una doble dirección superpuesta. La película focaliza en el trabajo físico tanto como en el intelectual de Peña. Si bien sus ideas aparecen como una voz que también recorre parte de la película, el pensamiento y la acción se reúnen, a veces se funden: Peña presenta y proyecta, comenta y acciona la película, es narrador y aventurero: estudia el celuloide en su Filmoteca pero también va al rescate de películas abandonadas, perdidas. Una de las virtudes muy propias del documental es dar cuenta de esa doble direccionalidad del cine: la material y la fantasmática, la concreta y la conceptual, el peso físico y la luz fugaz.

Eso de sentarse a contemplar las películas, ese estado a veces ensoñador, a veces hipnótico y otras nervioso y excitante en la sala de cine, tiene en el documental de Bellande el contrapunto de un trabajo cotidiano pesado, físico, material que sostiene Peña muchas veces en solitario. La película focaliza como eje dramático en un momento de crisis de ese trabajo: narra el fin de Cinecolor, el principal laboratorio de material fílmico en el país, en paralelo a la inestabilidad laboral de Peña frente al ciclo televisivo donde presenta películas y su expulsión como programador y proyectorista de la sala de la ENERC, la escuela nacional de cine. En ese relato del fin de un ciclo que construye Bellande, la oscuridad no tiene un sentimiento de apocalipsis bíblico porque hay una luz al final de la sala, un proyector que igual sigue funcionando; la fortaleza azul de la Filmoteca que Peña construyó en su casa es una suerte de refugio antiatómico desde donde resiste a todo ataque exterior.

El sucesivo desprestigio industrial del material fílmico frente el avance desmedido del digital como mercancía de fácil consumo hace que distintas personas o instituciones se deshagan de sus archivos fílmicos y donen sus películas en celuloide a Peña, lo que provoca que su colección crezca desmesuradamente en pocos años, especialmente en los que registra Bellande. La denuncia de que no hay una Cinemateca estatal en Argentina que mantenga esas colecciones sigue en pie, y debería existir para resguardar a las películas de esa desidia que crece. Si bien Peña sostuvo durante décadas esa denuncia de la falta de Cinemateca pública como uno de los principales voceros, su defensa del fílmico y la conservación nunca trata de estancar al cine en el pasado, sino inventa, a través de la programación de películas, un futuro para la historia del cine. La cinefilia siempre está en expansión.

Por eso Bellande elige un final transformador, lejos de cierta dimensión del desastre del contexto que registra. Ya expulsado por el nuevo gobierno macrista de la sala de la escuela pública del ENERC, Peña aterriza en un espacio originalmente teatral, la sala Zelaya, dirigida por Federico León, alguien que creó parte de su carrera entre el cine y el teatro. La secuencia final del documental muestra a Peña que llega con su proyector, prepara la pantalla para crear el espacio cinematográfico en Zelaya y espera para el inicio de la película, ese tiempo de la incertidumbre frente a la respuesta del público, la posible o no asistencia a la función. Usa una sala menos profesional, menos tecnológica: transforma un poco todo en una función íntima como de cine casero, hogareño, donde el ruido del proyector portátil, que no está aislado en una cabina, se mezcla con la banda de sonido de la película. El público aparece, se acomoda y Peña presenta un nuevo ciclo con una idea alfabética: hacer un abecedario de la historia del cine. Empieza con la A de Antonioni. Alfabetizar de manera personal a través de las películas, crear un modo distinto para revisitar el cine. Podría haber empezado por Aldrich o por Akerman pero esta vez fue Antonioni quien inaugura su abecedario. El cine reinventa su lengua, puede crear otro idioma para repensar un orden diverso por fuera de la cronología histórica, de la enciclopedia oficial y del academicismo. Sin amparo institucional, igual Peña encuentra un lugar que convierte en una trinchera donde puede hacer una reescritura de la historia del cine en las formas de reprogramarla, de crear ciclos que propongan otros puntos de vista de las películas, con criterios distintos para hacerlas circular, a veces esa distinción consiste en darle un lugar que nadie le había adjudicado.

La transformación final de Peña es completa y fantástica en La vida a oscuras. Mientras espera la venida del público, un gato, que vive en la sala Zelaya, se acerca a Peña, es como si fuera el primer espectador. Y ese gato tal vez comience a interactuar con Peña porque huele en su ropa a los otros gatos que viven en su casa. O porque lo reconoce como de su misma especie. Peña pertenece a la categoría “cat people”, forma de nombrar a la gente que prefiere a los felinos: comparte su casa con varios felinos propios y otros ajenos, gatos del barrio que trepan sus paredes para pasar tiempo en su jardín. Hay un claro paralelismo entre Peña y los gatos en la película: cuando él pasa olfateando las películas para saber si están avinagradas está poniendo en escena su instinto de gato que desarrolla el olfato para percibir mejor su entorno, su hábitat, su dirección. No hay duda que Peña es un animal de cine: si a los bibliófilos se los llama ratones de biblioteca, a los cinéfilos como él se los puede llamar gatos de cinemateca. Los ojos de Peña, en la película, brillan en la oscuridad de la cabina mientras proyecta películas, igual que los ojos de los gatos se encienden en la penumbra. ¿Estamos seguros de que esos planos que incluye Bellande con algún gato alrededor de las latas de la colección no sea él mismo Peña transformado en felino? Yo no lo estoy.

“Los gatos nos enseñan a ver. Del ronroneo más tibio al vértigo de saltos, arrebatos y filigranas inesperadas, cada movimiento de un gato es menos importante por lo que nos muestra que por lo que nos llevará a seguir viendo. A diferencia de los perros, cuyos gestos adiestrados se acomodan a las solicitudes de sus amos en una composición de cuadros minuciosamente establecida, las zalamerías y bufidos de los gatos, sus zarpazos al aire y su lánguido desovillarse constituyen una danza hecha de contramoldes, una ocupación libre del espacio en perpetua transformación”, escribe el ensayista Ivan Pintor Iranzo en el prólogo al libro Los gatos de Steinlen, que compila los extraordinarios dibujos de felinos que el artista Théophile Alexandre Steinlen hizo desde 1881. La mayoría de las páginas de Steinlen son historietas mudas pioneras que trazan los movimientos de un gato en distintas situaciones, que podrían ser la base de una primitiva película de animación, como bien señala el prologuista. Se pueden ver esas páginas también como un antecedente de los estudios de la descomposición del movimiento en etapas que hicieron posible al cinematógrafo como las fotografías de las fases del movimiento de un gato caminando que Eadward Muybridge registró como aporte a la genealogía de la fotografía en movimiento en 1887, algunos años después de los primeros dibujos de Steinlen. Lo cierto es que Peña es felino también por lo que dice Pintor Iranzo, porque nos enseña a ver, tanto las películas como lo que pasa alrededor de ellas, fuera de la sala, en la conservación de la memoria cinematográfica impresa en el celuloide. Su movimiento nos lleva a una zona oscura de la existencia del cine: a la preservación del material fílmico, una cuestión de la que ni siquiera la gran mayoría de cineastas y productores se ocupa.

Cuando Samuel Beckett se propuso hacer su película Film (1964) y convocó a Buster Keaton para que la protagonizara, el cómico estaba bastante confundido frente al guion. Incluso dijo no entender   lo que había leído. Igual comenzó a filmar la película y en los primeros días de rodaje esa confusión se transformó en malestar, según lo describe Alan Schneider, quien sería el director responsable de hacer posible esa película beckettiana. Lo cierto es que un día de rodaje, el malhumor de Keaton se comenzó a disipar. Tocaba una escena donde Keaton tenía que interactuar con un grupo de animales en una habitación, entre ellos un perro y un gato. Eso le permitió a Keaton salirse del guion e improvisar. “Todo el mundo me había dicho que los perros eran intérpretes seguros y podían, con entrenamiento, hacer casi todo; los gatos, por el contrario, tienden a ser altamente erráticos y normalmente acaban por estorbar. De nuestra colección de animales obtuvimos un gato, del montón y callejero, que actuó espléndidamente, haciendo exactamente lo que suponía que tenía que hacer; pero nuestro perro, un chihuahua bastante vergonzoso, empezó bien, aunque un poco tímidamente, y luego se quedó inmóvil”, escribió el directo Alan Schneider en su recuerdo del rodaje escrito en 1969. Lo del perro fue difícil pero el gato colaboró con Keaton para producir el mejor gag de la película, que consistía en que una vez que echara al gato y al perro de la habitación, cada vez que abriese la puerta, el gato volvía a entrar. Con paso firme, el felino volvía a ocupar el centro de la habitación sin que Keaton se diera cuenta. Ese gag no figuraba en el guion original, fue una creación conjunta de Keaton y el gato, quien también era un actor extraordinario. Un gato insistente, perseverante, que quería el mejor resultado para Film, al punto de inyectarle una vida que le faltaba a la película. Un gato cinéfilo que prefería estar cerca del gran comediante hasta el final de la película. Perseverancia y cinefilia, sensibilidad y obstinación felina, creo que es el gato de la historia del cine que mejor representa a Peña, incluso en su amor por Keaton.

A Fernando Martín Peña lo conocí paralelamente mientras lo leía en la revista Film a inicios de los 90 y lo veía en las funciones del Cineclub Núcleo y en el Club de Cine de Octavio Fabiano, en la época de mi adolescencia donde elegí la cinéfila dura, ir decenas de veces al cine por semana, pasar mucho tiempo en esa vida oscura. Creo que me hice fan incondicional de Peña cuando logró hacerme emocionar hasta el llanto un texto que introducía una entrevista que le hizo en Francia a Pierre Etaix, en una época que creo que yo no había visto ninguna de las películas de aquel actor, cineasta y mago francés. La emoción venía porque en el texto Peña y Etaix hablaban de su admiración por Buster Keaton, allí se decía que Keaton visto en video, sin la pantalla grande del cine, no funcionaba, no se podía apreciar su personalidad artística, su ingeniería del gag, su visión del cine. Me sentí muy adentro de ese diálogo no solo porque yo ya era fan fundamentalista de Keaton, sino porque muchas de las películas del cineasta y actor cómico las había visto gracias a Peña, en maratones dedicadas al cómico proyectadas en el Club de Cine, donde él traducía en vivo con un micrófono los intertítulos de las copias mudas en inglés durante las proyecciones. Para mí, y para varias generaciones locales, Keaton siempre va a tener la voz de Peña.

En este último párrafo no pude evitar comenzar a escribir en primera persona, rompiendo el tono analítico de La vida a oscuras que mantuve en la primera parte. Es que me resultó difícil seguir hablando de Peña y su mundo con la distancia exacta que construye sabia y pacientemente Bellande en su película filmada durante varios años. Porque a través de las décadas comencé a ser amigo de Peña, aunque nunca haya perdido mi admiración por todo su trabajo, pero especialmente por su erudición y pasión cinéfila. De hecho, fui incluso testigo casual de algunas jornadas del rodaje de La vida a oscuras y hasta hago un cameo en el documental. No creo que esto resienta mi visión de la película, en realidad creo que hasta me permite afirmar que de cerca o de lejos, en plano detalle o en plano general, dentro y fuera del documental, siempre Peña hace posible que podamos tener una intimidad con la experiencia cinematográfica que pocas personas pueden lograr.

El gato de la sala de Zelaya que se le acerca a Peña en la última secuencia de La vida a oscuras fue adoptado por él y vive en su casa entre un jardín con un vitraux y un laberinto de latas de películas. Creo que es el mejor final feliz para un gato cinéfilo.

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