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Dónde está la libertad – Sobre El Ángel

Por Lautaro Garcia Candela

En un momento de reducción drástica de la producción argentina es paradójico decir que están en cartelera las dos mejores películas que el mainstream nacional dio desde que tengo memoria. El Ángel y El amor menos pensado son muy disímiles entre sí, pero ambas son personales, excesivas, un desafío incluso desde su parte más cuantificable: la duración. Mientras las producciones más chicas empalidecen por la sub-ejecución de fondos del INCAA, los grandes estudios están siendo más finos y populares que nunca. ¿Es una reacción? ¿Los más talentosos de los indies están yendo al mainstream? Lo cierto es que si se van a empezar a hacer menos películas, habrá que criticarlas más.

Quizás esta buena cosecha se explique por las libertades que los directores de ambas películas, Luis Ortega y Juan Vera, tienen dentro de sus estudios, Underground y Patagonik. Encontraron el punto justo entre “producto” y pretensión artística. El Ortega más niño ingresa a las grandes ligas, las de las gigantografías en la calle, entrevistas con Catalina Dlugi y los grandes números de público luego de haber probado su valía en el circuito más indie.

La historia de Carlitos Robledo Puch empieza cuando conoce a Ramón Peralta, un magnético Chino Darín, que lo lleva a su casa y le presenta otro modo de vivir, más atractivo y libre, caótico, con todo el sexo y la violencia que siempre anheló. Allí están Daniel Fanego y Mercedes Morán, los padres de Peralta, que adoptan a Carlitos como si fuera un hijo. Mientras, los verdaderos padres se preocupan porque está cada vez menos en su casa y su cuarto empieza a poblarse de elementos extraños. Luego de unos cuantos golpes y algunos descuidos, Carlitos se revela como incontrolable para su familia postiza: los robos que deberían ser metódicos los vuelve excesivos, con muertes innecesarias y vagabundeos evitables. Se intercalan problemas con sus compañeros y vueltas al nido hasta llegar al final. Lo que se revela inexacto en esta somera descripción del argumento es que los momentos más memorables no parten de persecuciones o tiroteos, sino del momento anterior, la espera, el tiempo ocioso. Allí es donde se construye esa atmósfera ominosa, cada vez que Peralta y Puch comparten el plano.

Ortega adopta la actitud del seductor, del falsificador, crea una tensión entre la estetización normalizadora de la imagen y el deseo por volverla excéntrica que hace dificultosa su recepción. Los aspectos técnicos de la película son impecables, trabajados finamente. Las escenas en las que se narra la entrada de Robledo Puch al crimen están cuidadosamente trabajadas en un lenguaje clásico. Esa puesta en escena funciona como una promesa: como entendemos la situación, su espacialidad y temporalidad, entonces entenderemos las motivaciones del protagonista. Y, sin embargo, el sentido que aparecería escena a escena en el avance de una narrativa tradicional brilla por su ausencia. Las elipsis, sugerentes, sensuales, refieren a lo que acaba de suceder pero no lo confirman, no terminan de encabalgar armónicamente. Carlitos hace el gesto de prenderse un pucho y lo siguiente que vemos es un mechero en una clase de su secundaria industrial. No hay acción-reacción ni dramaturgia, sólo una radical negatividad.

La primera tentación explicativa sería la de la sublimación: Carlitos mata porque no puede desenvolverse en su sexualidad. Pero es demasiado lineal, demasiado limpio. Todas las imágenes que lo retratan tienen un misterio que expulsa esa explicación. A cada intento de definición por parte de los demás personajes, él contesta con implacable lógica, como si fuera una persona del montón, como si fuera de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Ese es su encanto: su maldad es arbitraria, tan arbitraria como la bondad de todo los demás.

Carlitos tiene una atención que es de corta duración y se aburre rápido. Tiene algunas obsesiones, sí, como su madre y Ramón Peralta, pero todos sus juicios son superficiales, estéticos. Su línea moral parece arbitraria a primera vista pero se revela más estricta que la de cualquier otro personaje. Charlie Brown (el nombre que tiene Robledo Puch en su documento falso) está más emparentado con el mundo del arte que con el mundo del hampa. En varios momentos hace collages espontáneos, ready-mades ultra excéntricos. Con Peralta luego de sus asaltos terminan en una pensión de mala muerte que van decorando con las cosas que roban a lo largo de la película. Luego de un golpe a una joyería, Peralta sale de la ducha con una toalla que apenas lo cubre y un cigarrillo en los labios (algo tremendamente inverosímil porque no es nada narigón). Se acuesta en la cama donde ya está posado Carlos, que se acerca, lo desnuda, y llena su pubis de las joyas recién hurtadas. Nos alejamos y vemos en un plano general un haz de luz renacentista que ilumina la pensión. Ahí está: un cuadro. Una escena antes se auto-nominaron, viéndose al espejo, Evita y Perón. Ortega (y Lorenzo Ferro) toman por asalto la casa de los mitos argentinos con la misma alegría y desparpajo que Néstor Perlongher lo hizo treinta años antes.

A cada acercamiento de Carlitos, Ramón reacciona ambiguamente en un principio, como tentado, pero después insulta o grita un comentario homofóbico. Hay atracción y rechazo. Esa lógica sexual, latente y explícita pero nunca concretada se puede ver en la presentación de Ramón en Sábados Circulares, un programa mítico, una varieté que duró 12 años al aire y que servía como trampolín para cualquier estrella emergente. Frente a ciertos flirteos de la clase alta pretendidamente artística, Ramón se da cuenta que quiere actuar en televisión, formar parte del mundo del espectáculo. Lo dice así, ingenuamente (como los mediáticos actuales cuyo único mérito para estar en los medios es el de, justamente, estar ahí). Entonces Mancera, en el programa, presenta a Ramón, que canta “Corazón contento” (una canción del padre de Ortega, Palito). Se desenvuelve bien, es promisorio y para no desilusionar a las chicas niega la existencia de su novia. Desde su pensión, Carlos lo mira en su televisor. En un momento, sin acercar la cámara a sus ojos y simplemente por la extensión que le dedica al plano de Carlitos mirando, notamos que algo extraño sucede. Al volver al televisor, ¡está adentro bailando con Ramón! regalándose en la imaginación lo que la realidad no le da. Ortega pone en imágenes los deseos queer de Carlitos en una época de la cual sólo nos llegó la mitad heterosexual, ingenua, en blanco y negro.

La historia de Carlos Robledo Puch es el material con el que Ortega trabaja, pero su búsqueda no es la de una verdad histórica en su contexto (que está presente en la ropa, los autos, la dirección de arte). Es inútil la empresa de la reconstrucción de época: no puede explicar a la juventud pre-dictadura con Robledo Puch, es demasiado particular. Su personaje es impermeable a esas contextualizaciones. Lo rodea con todas las texturas y producciones artísticas de la época, lo deja acorralado, sabiendo que sus acciones son infranqueables, extemporáneas. La película deja las pistas para quien quiera reconocerse en esa época pero sólo es posible hacerlo superficialmente. Hace la mímica de explicarlo por su contexto como en un truco de magia: dirige nuestra atención a ese punto, a ese procedimiento, mientras el verdadero engaño (o la verdadera magia, depende de la ingenuidad/voluntad de quien lea/vea) sucede al lado.

Hay una sensibilidad más contemporánea que es palpable cuando nos referimos a la música. En primer lugar, como score hay piezas de Moondog, un personaje bastante particular que podría haber actuado en cualquier película de Ortega. Ciego desde los 18 años, luego de pasar su infancia en Alemania, viajó a Estados Unidos a finales de la década del 40 y se decidió por dormir en la Sexta Avenida de Nueva York, donde se paseaba con un casco de vikingo que él mismo había confeccionado. Autodidacta, creaba sus propios instrumentos con lo que encontraba en la calle, entre la basura, para hacer innumerables grabaciones financiadas por sus fans, entre los que se contaban los más célebres músicos de la música clásica y el jazz.

La música es todo lo excéntrica que uno podría imaginarse después de semejante historia. Entra a las escenas para dejarlas en suspenso: no termina de definir para qué lado se balancea la emoción, si para la lujuria, la piedad, el cálculo o el amor más ramplón. Tiene un componente indescifrable que es notable incluso sin conocer su historia. El Ángel también incluye música extra-diegética: canciones de Billy Bond y la pesada del Rock and Roll o Pappo’s Blues, estandartes contraculturales de la época, que cantaban sobre el hartazgo en la gran ciudad y sus promesas fallidas de prosperidad. Esa música se escuchaba y se tocaba en sótanos, al margen de cualquier distribución más comercial. Cercana al blues y al rock, parte de su impacto proviene de la violencia de sus riffs y su pesada batería, sus beats que golpean, violentos y rítmicos, no se pueden bailar y dicen más sobre la incomodidad en la sociedad que cualquier letra pretendidamente rebelde.

La rebeldía ya estaba siendo cooptada por El club del clan y sus canciones engañosamente leves. Ellos también suenan en la película, pero porque los personajes los escuchan por la radio. Ese es el verdadero soundtrack de la película, ominoso y perverso: Palito Ortega y todos sus compañeros cantando como si nada pasara, ocupando los sueños de jóvenes como Peralta, que quiere ser famoso y dejar la vida peligrosa. Esa interpretación contemporánea es la pérdida total de ingenuidad respecto a lo que sucedió en esa época y en eso Ortega es implacable. Resignifica las canciones, imprime esa fachada beat, y las vuelve inútiles de cualquier representación de alegría. El leit motiv de la película es “El extraño de pelo largo”, respuesta banal y mainstream a la vida de un hippie pero que un poco descontextualizada le cabe perfectamente a la vida de un asesino y violador que aún sigue preso.

Después de un tiempo robando con la otra familia, los Peralta, Carlitos vuelve a la casa familiar y lo está esperando una milanesa con puré recién hecha, con un humo que se deja ver entre los halos de luz, brillante, dorada, casi una publicidad. Ante el ritual de sentarse todos a la mesa, la familia hace un pacto de silencio (y desilusión), para no alterar el status quo. En otro momento Aurora, la madre de Robledo Puch, se sienta a tocar el piano, con su hijo ya preso. Es un piano vertical que decora el living de toda familia de chalet-clase media que se preciara de serlo. Aunque nadie supiera tocarlo. Empieza a digitar las primeras notas del Himno (que ya había hecho sonar Carlitos) cuando en el mi (la nota mi) hay algo que no permite que suene. Aurora se levanta, cautelosa, y abre la tapa del piano: otra obscena cantidad fajos de billetes están bloqueando las cuerdas. Una metáfora que de tan burda se vuelve efectiva.

Hace un par de años, en los albores del macrismo, una inquietud me había hecho fruncir el ceño: ¿el cine argentino, después de años de probar nuevos caminos, nuevas estéticas, se estaba anquilosando? Había una amenaza de pacto social en contra del gobierno anterior, una pacificación mentirosa, como en los 80. La prerrogativa de tirar todos para el mismo lado. Y parecía que las películas también recordaban a esos años. Esa tesis la confirma la nueva película de Gastón Duprat, Mi obra maestra. Enumero algunas características rápidamente para no aburrir al lector: moraleja, diagnóstico social, pregunta por el ser nacional, costumbrismo, metáfora. Todas cosas que en la hecatombe del fin de siglo habían desaparecido porque no había tiempo, o ganas, o todo sonaba demasiado falso. Así se fue formando un canon. Luis Ortega filma desconociéndolo, como si los 90 no hubieran existido. Su punto de partida parece ser ese último resabio de la cultura del Proceso, las películas naif y juveniles en su superficie. Es decir, las películas de su padre. Están los tópicos: la familia, la sonrisa cómplice, el tono bonachón. A veces Lorenzo Ferro sonríe y le habla a sus mayores de sus travesuras como el Gatica de Leonardo Favio.

El Ángel rebalsa, en su discurso, de una extraña y alegre anti-meritocracia que se desprende de la analogía sostenida entre ladrones y artistas, los únicos que no trabajan. Podríamos referir al linaje de Luis Ortega, hijo de Palito, hermano de Sebastián, que rápidamente dejó la FUC para empezar a hacer sus personalísimas películas, pero sería mezquino. Carlitos no se interesa en los caminos largos, trabajosos, como los de su padre, que vende aspiradoras y es fotógrafo social. Es más: se burla de él con sus compañeros, maleantes, artistas. El dinero no es lo que vale, lo que vale es la experiencia estética. Por eso se permite adornar a un linyera con una súper joya recién robada. Y cuando Carlitos le tira un bolso a su padre lleno de billetes, éste en vez de mudarse y disfrutar de una buena vida, lo entierra, como si ese dinero estuviera sucio, como si lo único que validara el dinero es el sudor que cae de su amplia frente de pelado triste y resignado. En El Ángel la vida peligrosa es la única que vale la pena transitar.

Los últimos momentos de la película son parsimoniosos narrando lo que todo el mundo sabe que va a suceder: la detención de Carlitos Robledo Puch. Vemos cómo se escapa de la cárcel, cómo se comunica con su madre que está en su casa rodeada de militares, cómo espera su destino bailando “El extraño de pelo largo” en la habitación vacía de su amor que no fue, Ramón Peralta. Cada plano, preciso, deja, como al principio de la película, que Lorenzo Ferro desenvuelva su carisma y fotogenia frente a cámara. Son imágenes abiertas, en las que el personaje está en el medio, haciendo su gracia. Esa latente simpleza en la puesta en escena deja en suspenso la interpretación, enfrentándonos al hecho en su parte más superficial: un pibe que baila frente a decenas de uniformados que lo consideran un peligro para la sociedad. Charlie Brown mira desafiante a los que no le perdonan que, en su oscuro y poco convencional satori sobre la libertad, haya bailado su música en sus casas vacías, que los haya enamorado a todos sin respetarlos ni un poco.

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