Por Lucas Granero
Cuando en El auge del humano se abre una puerta es como si entrarámos, de manera constante y espiralada, en una dimensión completamente nueva, inesperada. Esto sucede bien al principio, casi sin ningún tipo de preámbulos. Exe da vueltas por una casa, busca algo (y todos los personajes de la película harán lo mismo, indefectiblemente), hasta que de repente abre la puerta y sale afuera. Ahí, el mundo nuevo: una inundación azota al barrio por el que se mueve y se le complica llegar a horario a su trabajo. La sensación que queda es esa misma que debe haber sentido Alicia al seguir los rastros del conejo y caer por el pozo: estábamos en un lugar y ahora estamos en otro, totalmente distinto. Nada nos anticipó este clima, a excepción de unas pequeñas gotas que se escuchan mientras Exe está aún bajo el refugio. La pregunta que debemos hacernos, pies en al agua, es justamente esa: ¿dónde estamos?
En principio, en tres lugares distintos: Argentina, Mozambique y Filipinas. De geografía atrofiada, El auge del humano vuelve a las distancias del mundo un asunto de sencilla resolución, pasando de un lugar a otro a velocidad de click, despedazando al planeta en mil millones de pestañas distintas, todas abiertas al unísono, todas invitando a ser habitadas. Como un explorador alucinado (o más bien un navegador, como corresponde a todo usuario de la aventura internáutica), Williams concibe al espacio como un elemento digno de ser maleable y con esa intención lo recorre, buscando, del mismo modo que todos sus personajes, una conexión, una evasión, un nuevo pozo en el cual poder meterse y hurgar hasta encontrar la nueva salida. Pero, aun entrando en la punta del mundo y saliendo en la otra, no hace más que dar con un solo y único estado de las cosas: el trabajo es siempre escaso y nunca fijo, siempre esclavizante y nunca justo. Ahora queda un poco más claro: estamos en el mundo.
Ya en su cortometraje Pude ver un puma, Williams demostraba un poder inusual para revelar la potencia latente que existe en el corte entre dos planos. Con tal solo un salto, sus personajes pasaban de un espacio a otro, encontrando en esa elipsis la solución para unir los paisajes más extremos, para ir de un cielo del conurbano a las ruinas de una ciudad y de ahí, sin ninguna escala posible, a la profunda frondosidad de alguna selva hasta que uno de ellos terminaba, literalmente, cayendo por un pozo. Es esa misma obsesión por el desplazamiento y su obstinación por encontrar en la unión de dos planos un mundo imprevisible lo que se vuelve regla en El auge del humano, permitiendo la sorpresa constante. El faro de Williams no parece ser tanto el lenguaje cinematográfico sino más bien el del comportamiento que permite internet. En ese sentido, el elemento más ideal para intentar darle un marco lógico a su obra habría que encontrarlo en la forma del hipervínculo, esa acción que permite saltar de tema a tema, de página a página, formando una escala de información que, cual efecto dominó virtual, va derramando datos sobre datos. Tal vez se trate de una estética de la dispersión, una forma que poco a poco Williams fue encontrando y que aquí se exhibe en lo que acaso sea su forma más acabada.
Aquí no se agarra tanto ya de la sorpresa inherente del montaje sino que busca las uniones entre un personaje y otro (que es también, el pasaje de un país al otro) a través del plano secuencia, primordial procedimiento de toda la película. Es a partir de esa forma que Williams encuentra la conexión entre las tres historias que hacen a El auge del humano. La primera de ellas, que pasa de Argentina a Mozambique, se da una manera casi invisible e involucra a un monitor de computadora, que funciona aquí como el motor ideal para la inmersión hacia otras vidas a las que Williams sigue siempre con intención casi de documentalista, persiguiendo sus pasos por los contextos que les pertenecen, desde los lagos en los que nadan hasta las habitaciones en las que duermen, sin olvidar el obligado pasaje por sus espacios de trabajo que también varían entre supermercados, fábricas y hasta una improvisada home office desde donde se llevan a cabo nocturnas sesiones de sexo virtual. En esos recorridos, resulta interesante prestarle atención a las casuales charlas que tienen los personajes, diálogos a simple vista vacíos de contenidos pero que una escucha atenta podrá entrever que hay algo en ello que los vuelve vitales para comprender las preocupaciones que los mueven: desde la descripción de un sueño en el que el cielo se transforma en un nuevo espacio publicitario (sueño que ya comentaba uno de los chicos de Pude ver un puma), hasta el deseo de poder escuchar un grito primal, pasando por la algo más directa confesión de que uno hace un trabajo por dinero y no por placer y que ahí, en ese conflicto tan horrible de tan común, se desencadena el factor que los une a todos. “¿Estás triste o estás cansado?” dice un mensaje que se envía en la tercera parte y, aunque desconocemos el remitente, bien podría estar siendo enviado a cualquiera de todos los personajes que pueblan esta aldea global que Williams construye.
Cámara en mano, la imagen de la película se define siempre como inestable y muta dependiendo del formato con el que haya sido filmada. El movimiento del cuerpo que lleva la cámara se hace siempre visible. Por momentos, daría la sensación de que flota. Varía entre tonalidades oscuras, como aquella escena que sucede dentro del tronco de un árbol (!) y toda la parte final, que a diferencia del resto, reluce con una nitidez impensada. Es como si la película fuera degradándose a propósito en las dos primeras partes, hasta llegar al límite de lo visible, para volverse completamente clara hacia el final, donde el registro vuelve todo resplandeciente.
Afuera o adentro, entre lo que se puede ver y lo que no, tal vez entre lo que se arma en un sueño y entre lo que se vive, El auge del humano se presenta como la parte más densa de una fantasía compartida, imágenes que surgen de una excavación en la parte menos presente de una humanidad desapegada, aparentemente conectada al máximo pero que falla, constantemente, en la misión de encontrar el cyber perfecto, la próxima puerta para la fuga.