Por Lautaro Garcia Candela
Viene de acá.
Ayer les pregunté a mis compañeros si no querían ir a la playa, porque había leído que en unos días se venía la lluvia. Quizás fue un impulso paternal, pero me preocupaban un poco las pieles grises de los cinéfilos. Algunos la llevaban con mejor salud que otros, pero el encierro se notaba. Me pareció haber visto que, al fondo de la sala, a oscuras, el más huraño de los cinéfilos estaba armando una muñeca con el relleno de las butacas y le decía: “Mamá, mamá…”. Sabía que había mucha gente aprovechando el sol que había afuera; no podía dar fe del distanciamiento social pero ninguno de nosotros íbamos a ver a nuestros abuelos por unas semanas. Les dije lo lindo que es respirar aire de mar pero no los podía convencer, así que tuve que buscar otros argumentos hasta que encontré el indicado: las variedades de churros que se pueden encontrar en Manolo. El plan era pasar a comprar por ahí y después ir a la playa. Ya habría tiempo para ver películas. Pero cuando finalmente salimos de la sala y llegamos al hall el cielo se nubló y la luz que transpasaba los ventanales cambió de color. Me pareció que todo lo que veía viraba hacia un rojo profundo. El suelo empezó a temblar y los carteles colgados de los balcones se cayeron. Nos dimos vuelta para ver de dónde había venido ese ruido y se materializó frente a nosotros una figura misteriosa, en penumbras, envuelta en una bruma fluorescente que nos cegó por unos instantes. La sombra se movía temblequeante; avanzaba despacio y tardó en llegar hasta donde estábamos nosotros. Demoró tanto que nos impacientamos y nos acercamos hacia ella, porque parecía que nos quería decir algo. “Yo estoy hecho de cine…”, decía. Nosotros le pedimos que hable más fuerte, porque no lo escuchábamos. Tratando de levantar la voz dijo: “Ustedes también… No me traicioneeeeen”. Uno de nosotros lo reconoció: era José Martinez Suarez. Lo saludamos con cariño e incluso intentamos abrazarlo, lo que fue imposible porque, bueno, era una entidad no-material. Así que para no hacerlo enojar volvimos a la sala.
Hoy al fin pudieron ponerse de acuerdo el Cinéfilo Diseño Gráfico con el Cinéfilo de las Buenas Causas. Es que Francisco Márquez en Un crimen común busca una forma lo más sofisticada posible para mostrar algo que se podría definir como una injusticia o, mejor, una situación que pone de relieve una contradicción social. Cecilia, interpretada por Elisa Carricajo, es una madre separada y profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA que una noche escucha ruidos en su puerta y ve al hijo de su empleada doméstica pidiendo ayuda. Ella se abstiene de intervenir, quizás miedosa, y al otro día se entera que fue asesinado. Toda la situación refiere al caso Luciano Arruga (y a tantos otros…). La película se identifica con su protagonista y filtra todo el mundo a través de su óptica, cada vez más difusa y conflictuada.
La actuación de Elisa Carricajo es granítica y fascinante. Logra un tono que parece evolucionar con el tiempo pero cuyo germen está desde el primer minuto. Es una presencia etérea e impasible, casi abstracta. Me hace acordar al momento de Isabella en el que María Villar se desvanece por un momento, como si le hubiesen bajado la opacidad a su figura. No es que su andar sea dubitativo, lleno de impulsos retenidos, sino que pareciera que esa lentitud de movimientos es también el de su caudal sanguíneo. Definitivamente se parece al papel que tuvo anteriormente en Cetáceos, pero puesto en un ambiente mucho más denso.
A todos en la sala esta película nos hizo acordar a Rojo, de Benjamín Naishtat. Ambas tienen ese ímpetu de representar cierto sector social de clase media. La Clase Media. Cierta hipocresía, la relación particular que tiene entre la teoría y la práctica, la relación ambigua que tienen con personas de otros extractos sociales. Lo problemático es que literalizan esas cuestiones haciendo que sus protagonistas actúen por omisión sobre situaciones extremas. No una omisión de todos los días, cotidiana, sino un acto de cobardía concreta. La omisión frente al “desaparecido” en Rojo y frente a la violencia policial en Un crimen común. Esas situaciones funcionan como catalizadoras, entran en el campo de la hipérbole. La culpa social, que a los de una determinada clase nos corresponde, está inflada con esteroides narrativos para que la película plantee su pedagogía.
Uno de los cinéfilos, cuyo nombre no puedo decir porque le dijo a su pareja que había ido a visitar a su madre en otra provincia, recordó unas palabras de Godard sobre Fassbinder. Jean-Luc, siempre con ese tono en el que no sabés si te está boludeando o qué, dice: “Será cierto que todas sus películas son malas, pero sin embargo es el mayor cineasta de Alemania. Estuvo allí cuando Alemania necesitaba películas para encontrarse a sí misma”.
Un crimen en común, de la clase media para la clase media. El reproche (no encuentro otra palabra) que se le hace a la protagonista podría pensarse incluso para los espectadores: con tantas herramientas a disposición y tanto tiempo libre, podrían involucrarse más en ciertas cuestiones sociales. No ensimismarse tanto. Entonces pensé en una película que vimos antes: Las ranas, de Edgardo Castro. Retrata la vida de Barbie, una chica que vende medias en la calle y también es una “rana”: ni novia ni prostituta, visita los fines de semana a un preso para pasarle elementos que eventualmente podrían utilizarse como moneda de cambio (droga, celulares). Castro, utilizando sus conocimientos y su desparpajo como cineasta (que también podría pensarse como desparpajo de clase), logra encontrar imágenes en la cárcel donde filma una parte importante de la película que funcionan como sosiego de la situación marginal de la que provienen. Pienso en los momentos de preparación de comidas en los mediodías de visitas familiares a los presos del pabellón. Entre gaseosas de segunda marca y porros furtivos, los personajes de la película dedican unas horas a cocinar. También escuchan cumbia y toman mate con (mucha) azúcar. El ritmo de esas escenas es delicado y lo suficientemente calmo como para que podamos ver, como quizás nunca hayamos visto, el acto de repulgar una empanada. Un momento de comunidad totalmente banal que no por eso deja de raspar. Interpela nuestros sentidos como lo haría la reminiscencia de una comida familiar, con la diferencia de que acá estamos en un ambiente de lo más hostil. Lo común en lo diferente.
Todo esto puede traer problemas, claro. Y eso le parecía al Cinéfilo Oculto (del cual no podemos decir nada), que, haciéndole honor al verosímil, tenía una cita para apoyar su idea. En Sullivan’s Travels, de Preston Sturges, un director exitosísimo de comedias quiere hacer una película sobre lo que realmente es la pobreza. Uno de los personajes, que trabajó toda su vida, le dice algo así: “Los pobres lo saben todo sobre la pobreza. Solo a los ricos morbosos les entusiasma el tema”.
Recuerdo que charlamos con Edgardo Castro porque yo había escrito que La noche, su ópera prima, era un documental, y él insistía en que el protagonista, encarnado por sí mismo, correspondía a la ficción. Creo que tiene razón y que ambos tenemos nuestros puntos. Hay algo documental que a veces se hace presente en sus películas mediante lo sexual (porque es “un acto que no se puede actuar”) pero que también se hace presente en la simple presencia de los cuerpos que son en sí mismos una narración. Llevan marcas de otros momentos de la vida. Si solo hubiese distancia justa y antropología quizás sí sería algo de “ricos morbosos”. Pero Castro encuentra un método cinematográfico preciso con sus tiempos tan particulares, con la cercanía a sus personajes, con la certeza de que es necesario guardar cierto tipo de misterio. Sus películas logran espantar de un plumazo cualquier fantasma: no se conforman con “lo que hay” y justamente por eso llegan a lugares donde nadie más llega.