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Diario de Mar del Plata 2020 (2) – El año del Descubrimiento

Por Lautaro García Candela

Viene de acá

Otro día en el Ambassador. Esta vez hay un solazo en Mar del Plata, pero el deber llama. Hoy se intensificaron las discusiones que habían empezado ayer. El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, levantó polvareda, y se perfila como una de las películas del año. Es “grande” por su duración, por su tema, por su ambición. Se impone en la discusión como un documental que se pregunta lo que hay que preguntarse sin perder el estilo y el rigor. 

Todo en la película remite a 1992, año en el que en Cartagena, un pueblo de la región de Murcia, en España, sindicatos y agrupaciones obreras prendieron fuego el Ayuntamiento en medio de unas manifestaciones que duraron unos cuantos días. Protestaban contra el cierre de fábricas, contra nuevas legislaciones laborales y todo el plan de desindustrialización que venía detrás. Seguro les suena conocido. Luis López Carrasco mezcla ese tiempo, al que llama con material de archivo, con el de hoy. Y hace algunos truquitos. Entrevista a los obreros que estuvieron allí con la ropa de esa época, los hace fumar adentro del bar (algo ahora prohibido) y los filma en Hi8, un formato hogareño en desuso que ya parece gastado: en otras palabras, viste al 2020 de 1992. No solo a ellos, sino también a los más jóvenes. El efecto es, como mínimo, desconcertante. Y tiene muchas implicaciones. El cinéfilo del diseño gráfico se volvió loco con esos detalles: no paraba de hablar de los diferentes usos de la pantalla dividida, del velado soundtrack (que incluye una canción de Vilma Palma e Vampiros), del juego temporal. De lo conceptual, digamos.

Todo eso me pareció menos importante que la celebración del bar como espacio de circulación y de pensamiento. Como dijimos ayer, los espacios cambian la manera de pensar: en un bar te interrumpís, tenés la atención entrecortada, pasás de una cosa a la otra rápidamente, te enojás, rememorás, te ponés nostálgico. Más si tomás la cantidad de cerveza que toman estos tipos. A veces la película llega con la conversación empezada y tenemos que adivinar qué rol juega cada uno en la conversación. Son casi 50 entrevistados los que aparecen, y eso hace que alguno nos suene lejanamente, que tengamos que entrecerrar los ojos para acordarnos qué era lo que había dicho en otras conversaciones. Eso es lo lindo de un bar y su experiencia. No hay preconceptos, todo es tiempo presente, incluso en esta película. 

Los que participaron en esas protestas recuerdan sin idealizar. Esa vez ganaron, pero en general el movimiento obrero pierde. Tiene las de perder. Y más ahora que, como dice Ibarra, el sindicalista que es el secreto protagonista de la película, recién a los cuarenta años estás lo suficientemente seguro en tu trabajo como para sindicalizarte sin que te echen. 

Después del cinéfilo del diseño gráfico aparecieron otras voces. Empezó a hablar uno que en la sala se la pasaba mirando el celular mientras los demás charlábamos (esta película te deja con ganas de charlar y de tomar cerveza). Llamémoslo “el cinéfilo de Twitter”. Agarró con fuerza un argumento que aparece en el medio de la película y que pasó desapercibido: gracias a esos ajustes que pidió la UE en esos años la calidad de vida en España mejoró. Se reperfiló hacia el turismo y la economía de servicios. Y ahí mismo empezó la catequesis: los sindicatos son los que hacen que los sueldos bajen y las reglas laborales han cambiado para siempre. Dicho en macrista: hay que aprender a vivir en la incertidumbre. Argumentos malintencionados, pero en cierto punto con una base real. Sin embargo, había algo que hábilmente eludía en su discurso: los efectos físicos, concretos, emocionales del ajuste. La película retrata a la última generación obrera a la vieja usanza y, si bien vemos las marcas de trabajar, porque trabajar te vuelve loco y te cansa, vemos que los más jóvenes van camino a los mismos traumas. Manejar una economía siempre es barrer debajo de la alfombra. 

El año del descubrimiento es una película vintage. Anacrónica a propósito. Es decir, se viste de una época pasada para revisitar la actualidad. Encarna una mirada clarísima en su ideología: la política es lucha y así es como se ganan los derechos. Ibarra recopila en su parlamento final todos los conceptos anteriores y los extrapola a la situación política española. Ahí, en ese momento, mientras habla, llega un límite: se da cuenta que esas palabras no identifican a los más jóvenes y que el mundo se volvió demasiado complejo e inasible. Es como si la película hubiese dedicado todo su tiempo a agarrar la caja de herramientas del sindicalismo y los movimientos de izquierda y ver cuáles se pueden usar y cuáles no. Ese trabajo es monstruoso, cansador, incluso desesperante. Pero, a la vez, nos sirve para entender dónde estamos parados. 

Como quedé un poco nostálgico, a la salida del cine fui al bowling que queda sobre la calle Yrigoyen casi Pedro Luro. Supo ser el meeting point no-oficial del Festival, un antro subterráneo en el que años atrás pasamos horas tomando cerveza y chamuyando. Horas de sueño que después recuperábamos en las incomodísimas butacas del Auditorium. Caminando por Yrigoyen algo se me hacía extraño; había más luz que lo habitual, o faltaba un edificio. Estaba oscureciendo. No pude llegar adonde estaba la puerta porque había unas vallas que cercaban la vereda. Vi un cartel de aviso de obra bien grande. Dos letras en mayúsculas bien grandes, en amarillo y en rojo, se cernían sobre mí como una amenaza. Un diseño geométrico, de líneas rectas, parecido al logo de los Avengers, bien estilizado. Salté la valla para para poder mejor: la escalera que daba hacia abajo seguía estando. Me asomé para ver qué había e instintivamente agarré el celular: “Tenés que sacar una foto de esto”, me dije. Pero justo llegó un obrero grandote, más alto que yo, y con violencia tapó la cámara con la palma de su mano. 

-¿Qué hacés? -me dijo.

-Le debía una cerveza al viejo que manejaba el lugar -le dije, y era verdad. 

-Estamos haciendo un nuevo paseo comercial.

-Pero acá a dos cuadras hay uno, Los Gallegos.

-Sí, pero es de otro grupo empresario.

Conmovido por el conocimiento del obrero respecto del manejo empresarial de sus jefes, que probablemente no sepan ni su nombre, me alejé. Al salir reparé nuevamente en la P y en la A. Leo mejor: “Paseo Aldrey”. Otro edificio elefantiásico, medio vacío, lleno de negociados y sostenido a base de una precarización flagrante

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