Por Lautaro Garcia Candela
A oscuras y sentado en este micro semi-cama Chevallier (que de Maurice no tiene nada), en el medio de la Ruta 2, empiezo a pensar que esta no fue una gran idea. Estoy camino a Mar del Plata gracias a un misterioso sobre que llegó la semana pasada con un pasaje ida-vuelta a mi nombre. Las fechas coincidían exactamente con las del Festival que se iba a hacer en la misma ciudad pero que ahora, por los sucesos que ya conocemos, será exclusivamente online. No recuerdo la cronología exacta de los hechos que me llevaron hasta este momento, ni podría establecer su inicio de una manera más o menos clara. Decidí venir porque estuve encerrado ocho meses; estuve encerrado ocho meses porque están cerrados los cines; están cerrados los cines porque hay una pandemia; hay una pandemia porque los virus se trasladan rapidísimo a través de un mundo sin fronteras signado por el turismo; esa interconexión sucede por las lógicas capitalistas y globalizadas; esas lógicas son poco amigables con los demás seres vivos; y así. Podríamos buscar el inicio de la serie “Por qué me gusta el Festival de Mar del Plata” o de la serie “Por qué mi papá me hizo de Boca Juniors”, pero eso ya sería aburrirlos. Volviendo a los hechos, creo ser la única persona de este micro, ocupado asiento de por medio, que está yendo a un festival de cine. Es lógico porque no hay ningún festival a realizarse en Mar del Plata. No veo tote bags de la Viennale o ropa Primark; los demás pasajeros parecen viajar por causas más urgentes como visitar familiares, volver a sus casas después de varios meses, incluso buscar trabajo.
A esta hora la Ruta 2 es casi una abstracción. Las luces que alumbran el camino entran en el colectivo con una frecuencia que de tan prolija produce desconfianza. Es como un back projecting un poco vago, con algunos farolazos para agregar verosimilitud. Que incómodos estos micros… Los pies se me traban con este coso que no parece tener un nombre definido pero que va abajo del asiento a 45 grados entre el piso y el asiento. Tengo que contorsionar las piernas y no puedo dormir como hizo el resto de los pasajeros después de que terminó una película que no había visto: The Scorpion King, con la Roca Johnson. Muy placentera.
Me pregunto quién me habrá mandado este pasaje a Mar del Plata y cuáles serán sus intenciones. En el sobre no había nada más que mi nombre. Poquísimos datos. La única manera de elucubrar alguna hipótesis sería cayendo en la más infantil de las conspiranoias. Está de moda. ¿Tendré enemigos? ¿Directores que no quieren que escriba sobre sus películas? ¡Me hubieran mandado a un destino más paradisíaco!
Estoy de nuevo en lo de mi amigo Bruno, que siempre me presta su casa para el Festival. No puedo dormir por todo lo que sucedió hoy (y también porque no me acuerdo si cerré o no la llave del gas en mi casa). A la tarde pude ver las calles de Mar del Plata sin estar apurado —aunque siempre un poco distraído—, lo cual fue un cambio total de percepción. Con más tiempo, pude mirar para arriba sin tener los ojos fijos en la grilla del Festival. De lo que vi me guardo las opiniones porque de ellas salen las reacciones orgullosas, las peleas, los problemas. ¿Para qué?
Caminando por la peatonal me crucé con el Cine Ambassador, el más lindo de la ciudad pero también el más incómodo. Estaba cerrado; no habían barrido la vereda en meses. Me asomé e intenté ver, entre las grietas que dejan los carteles pegados a las puertas vidriadas, lo que quedaba adentro. Pequeñas estructuras de cartón de las últimas películas de Disney; después verifiqué que eran de Mulan y Trolls 2. Estaban sucias, desgastadas, llenas de polvo. Invadido por la nostalgia me apoyé en la puerta y cedió. Se habían olvidado de cerrarla con llave (¿tanto tiempo…?). Sigilosamente subí las escaleras a los costados del silencioso edificio. La vista desde el primer piso hacia abajo era hermosa. Estaba atardeciendo. Saqué el celular para tomar una foto. Es una costumbre que no me enorgullece, pero es más difícil luchar contra ella que aceptarla. En ese preciso momento escuché un ruido y, cuando me di vuelta, tres hombres de mi edad, más o menos, salieron de la sala del primer piso. Guardé el celular —no hay que filmar a la gente que no quiere ser filmada— y me quedé en silencio, mirándolos, sin hilar palabra. Sin presentarse me hicieron un gesto con la mano: “Vení”. Su mirada era distante, de las que te miran sin mirarte. Le rehuían a los ojos ajenos.
Lo que vi me dejó pasmado. Un grupo de seis o siete hombres de entre veinte y treinta años habían acampado durante los meses de cuarentena en esa sala de cine. Un anafe a la izquierda, una pelopincho a la derecha en la que se bañaban y lavaban la ropa. Desperdigados entre las butacas, algunos libros y restos de comida. Habían hecho carpas con palos y trapos en el espacio elevado frente a la pantalla. Lo más chocante y lo más indescriptible era el olor. El olfato es el sentido que más tiende a la discriminación. Me recibieron con sonidos guturales y algunas palabras que al principio pensé como onomatopeyas pero que después comprendí entrecortadas. Ford, Hawks, Straub, Lang, Hong. Entonces comprendí: eran cinéfilos y me habían invitado a su juntada. Me dijeron que mañana iban a ver la película de Matías Piñeiro, que esperaban con ansiedad, y alguna más. Así que allí estaré.