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Il Cinema Ritrovato 2023 (02) – Nadja, Mamoulian y los fuegos artificiales de la Piazzeta Passolini

Por Nicolás Auger

Segundo día del festival. Salgo desde la redacción italiana de La vida útil, paso por la Porta San Felice, bañada por el sol matutino, y sigo una línea recta hasta llegar a la Cineteca de Bologna. Aunque llegué hace una madrugada, tener entradas para el cine ya me sitúa en la ciudad; me da un mapa, un camino, un horario. Justo todo lo que le falta a alguien que llega a un lugar desconocida sin preparativos. A las 12:15, Nadja à Paris y la La Boulangère de Monceau de Éric Rohmer en la sala Mastroiani. Es la segunda sesión de “16mm, Piccolo Grande Paso”, ciclo que celebra el siglo del nacimiento de este formato, a la vez que su influencia en la libertad formal de las películas donde se usó. 

En un festival tan ecléctico como el Cinema Ritrovato, uno no siente esa mezcla de excitación y ansia provocada por el estreno de nuevas películas, no; aquí todo son descubrimientos de cosas largamente preservadas, y algunos desentierros de historias que han esperado muchos años para ver la luz. En cambio, es una sensación de calma lo que domina a este turista que escribe, que como en unas vacaciones organizadas por una agencia, visita los distintos cines de Bologna que acogen el programa del festival. Porque los espectadores de este festival somos como turistas despreocupados que visitan un museo expandido por toda la ciudad de Bologna. Aquí uno no se pierde nada porque las películas seguirán expandiéndose y se reincorporan, en cierto modo, a la historia; quizás no tengamos otra oportunidad de verlas en estos ocho días, pero lo importante es que hoy han sido exhibidas y que otros las han visto y las verán nuevamente en otros lugares, pues muchos de los estrenos del festival no son más que escopetazos de salida para películas que recorrerán otras ciudades. Somos, además de turistas, aficionados privilegiados que verán todas estas películas reunidas en una bella ciudad italiana.

Al mismo tiempo, y quizás de forma más intensa, a través de las películas se visitan otros lugares más allá de Bologna que se incorporan a nuestro viaje. En Nadja a París, vemos la capital francesa a través de los ojos extranjeros de una muchacha, y al mismo tiempo que vamos conociendo a la protagonista, ella va conociendo la ciudad. Describir la llegada a una ciudad desconocida es algo tan viejo como Homero; si no nos cansamos de hacerlo, ya sea con postales, cartas, fotos o notas de voz, es porque el mero hecho de hacerlo debe encerrar algo que es y que siempre será emocionante. Porque descubrir una ciudad es, en cierto modo, descubrirse a sí mismo, pues uno se sitúa en esa clase de mentalidad que nunca adoptaría en su tierra natal; y eso es lo que se va revelando plano a plano en la voz de la narradora, un autorretrato de Nadja a partir de París.

Nadja ha venido a la capital para hacer su tesis sobre Proust en la Sorbonne. Vive en una residencia de estudiantes donde el único deporte que practica es correr vestida con ropa de calle. De entre todas las formas de turismo, Nadja opta por estudiar los parisinos. Observa la forma en que caminan, que visten, que hablan. Describe cómo la miran y cómo la desean, aunque eso a Nadja no le molesta porque está abierta a recibir los estímulos que la rodean. Entabla gustosamente conversaciones con bohemios del Quartier Latin, aplaude sus discursos con olor a vino, pero tampoco presta excesiva atención. Acepta invitaciones de un desconocido que, entre bromas, le invita a un picnic dominical con su mujer y sus hijos. Confiada, anda o corre en busca de aventuras a las que normalmente no estaría dispuesta, a veces dejando su tesis en segundo plano. Dice haber abandonado las influencias y los prejuicios del lugar de donde viene, dice estar dispuesta a que todo la afecte, ya sea con alegría o con pena. ¿Pero de dónde viene Nadja? Probablemente esté aclarado al principio de la película, pero el proyector se interrumpió cuando sólo llevábamos unos segundos. Y cuando la pantalla volvió a iluminarse, era demasiado tarde para saberlo.

La lenta y suave cadencia de su voz de acento extranjero, que parece no tener otro destinatario que ella misma, nos acompaña hasta el final del cortometraje donde extrae una simple conclusión: la ciudad la ha transformado. No podemos hablar de trama porque apenas hay nada; sin embargo, cuando el film acaba conocemos a Nadja un poco mejor. La conocemos de la misma forma que al remitente de una postal encontrada por azar, cuya ilusión nos llega a partir de la breve e íntima descripción de una nueva ciudad. La suma de las frases, tan cortas y cambiantes como los planos, conforman un sutil retrato de Nadja, no a través de sus acciones, sino de su forma de ver París.

La Boulangère de Mounceau, un mediometraje también poco conocido de Rohmer, es una historia mucho más familiar para los espectadores que Nadja… por ser la primera de sus Six contes moraux. Trata de un joven estudiante de derecho que se propone seducir a una mujer que suele caminar por las mismas calles de París que él. Se las arregla para conocerla, se llama Sylvie, y convienen que tomarán un café la próxima vez que se encuentren, cosa que para desgracia del protagonista no sucede pronto. Sin embargo, buscándola día tras día por las mismas calles, llegando incluso a saltarse comidas para ampliar su tiempo de búsqueda, acaba familiarizándose con la panadera de dieciocho años a la que le compra dulces para subsistir. La panadera, de nombre Jacqueline, se enamora poco a poco de él que, al no reaparecer Sylvie, empieza a seducirla como diversión. Eventualmente el protagonista deberá decidir entre las dos, “une décision morale” -se dice a sí mismo-. Igual que en otros personajes de los Contes moraux, la decisión final del protagonista es un retorno al  propósito que se ha marcado al principio de la historia, que por cuestiones del azar se ha visto suspendido, desatando un conflicto interior. Por lo tanto, la resolución morale es un reprise, una atadura de cabos en que nuestro estudiante de derecho vuelve al camino inicial con fuerzas renovadas. 

No solo en los Six contes moraux, sino también en los Contes des quatre saisons y en muchas otras de sus películas, estos personajes singulares siempre se ven enfrentados a decisiones relativas al amor. Y de forma inequívoca, escogen la única opción que coincide con su propósito inicial, es decir, la única que es fruto genuino de su voluntad, que a menudo es la opción que los espectadores menos preferimos. Mal que bien, estos personajes dan un giro de timón y salen airosos de los cuentos, enaltecidos por la asombrosa fidelidad que muestran a sí mismos. El estudiante de La Boulangère… no es una excepción, y pese a que podamos no estar convencidos de su decisión, él sí lo está y eso es todo lo que le importa. Los personajes de Rohmer siempre caminan por delante de nosotros.

A las 16:30 en el Jolly, City Streets (1931): la segunda película de Rouben Mamoulian (1897-1987), cineasta norteamericano de origen armenio al que el Cinema Ritrovato le dedica una retrospectiva. En unos pocos planos se construyen los pilares de la película. Primero, unos camiones pasan por encima de la cámara, atropellándola. Las ruedas giran estruendosamente y de la parte trasera de los vehículos caen gotas de un líquido que deja rastro en el suelo. Un fundido a una fábrica de cerveza, un intercambio de billetes que salen de un sombrero, un tenso apretón de manos y una frase de despedida: “No hard feelings, huh?” Poco después ese mismo sombrero aparece flotando en la espuma de un tanque de cerveza. Así, en cuatro imágenes y palabras, se nos cuenta mucho de la historia: los gángsters forman parte de una rueda de la que es muy difícil salir; la cerveza es la rueda que lo mueve todo y que da dinero; y si alguien escucha “no hard feelings?” de la boca de Big Fellow significa que no tardará en aparecer flotando ahogado en un mar de cerveza. Apoyada por un gran guión del escritor de novela negra Dashiell Hammett, la apertura de City Streets es maravillosamente sencilla y directa.

Sentadas estas bases, en los siguientes minutos se nos introduce a Nan (Silvia Sidney), la hija de un rico mafioso que trabaja para Big Fellow, y a Kid (Gary Cooper), artista de circo pobre. Se conocen en la feria donde este trabaja, en una caseta en la que Nan prueba suerte disparando contra muñecos móviles. Y me perdonaréis que me detenga, ¿pero puede haber una pareja más hermosa que ellos dos? Al ver su relativamente mala puntería, un joven Cooper, con sombrero de cowboy, se gira y lo vemos por primera vez esbozando una amplia sonrisa burlona para Sidney. No hace falta más para que se enamoren locamente y caminen abrazados por la feria ganando todos los juegos de puntería y sus respectivos muñecos. Finalmente acaban en la playa donde, cuando ya se saben juntos para la eternidad, Nan revela sus deseos de que Kid se emancipe económicamente probando suerte en el negocio de la cerveza, cosa que Kid, amante de la libertad, rechaza. A unos pocos metros, las olas se rompen soltando una blanca espuma que nos recuerda inevitablemente a la cerveza y a Big Fellow, los dos obstáculos que se interpondrán entre los dos amantes. Pasan unos minutos (en la historia, unos días) y Nan es detenida por la policía porque su padre le ha endosado el arma con que se ha cometido un crimen. A Kid no le queda otra que unirse a la mafia de la cerveza para pagar la fianza. El conflicto que sigue se asoma incluso en los nombres de los propios personajes: Kid correrá el peligro de convertirse en un Big Fellow y perder el amor de Nan.

Lo que más admiro de las películas de esta época es su meticulosidad para dar, en un brevísimo período de tiempo, todos los ingredientes que el espectador necesita. Esta tozudez narrativa es igual de agradecida por el espectador de hace noventa años que por el de ahora, que una vez que comprende las bases de la historia se encuentra totalmente sumergido en ella. Por esto y por su increíble lenguaje visual, las películas de los años treinta están más vivas que nunca. Es evidente que muchas de las películas actuales han abandonado esa clase de planteamientos -algunas con resultados maravillosos-. Sin embargo, cabe preguntarse si el resto de los films contemporáneos son conscientes de que han tomado deliberadamente un camino poco narrativo y que, si así lo han hecho, en principio deberían ofrecer algo a cambio. 

Por la noche, a las 22:15 en la Piazzeta Pier Paolo Pasolini, han instalado un proyector de carbón para una sesión llamada Best of 1903. Los presentadores aclaran que más que una selección de lo mejor de aquel año, se trata de una selección de lo más “típico”, que nos ayuda a hacernos una idea de la clase de cine que tan pronto corría por el mundo. “Un cine muy poco narrativo”, añaden, “con sumo interés en el movimiento”. Se pone en marcha el proyector con un ruido de traqueteo que inunda la plaza, desprendiendo una fina columna de humo azulado, a la vez que dos músicos, un batería y un pianista, arrancan una larga serie de valses.

Una cosa es ver uno o dos cortometrajes de 1903 y otra es estar una hora adentrado en esa época, con la ayuda de la música en vivo, el proyector y un público muy entregado. Se mostraron doce cortometrajes muy variados, desde dos modelos que posaban desnudos en plataformas giratorias adoptando las poses de distintas esculturas (Akt-Skulpturen), dos historias fantásticas de Meliès solamente compuestas de sus característicos planos generales frontales (Le Chaudron Infernal y Le Royaume de Fées), danzas cosacas interpretadas por tres bailarines frente a un decorado (A Troupe of Russian Dancers), un vals acrobático a color (Valse excentrique), soldados de la marina francesa practicando ejercicios harto fotogénicos (Planche à Rainures y Descente dans la batterie), un capitán y su amigo conduciendo por la vía de un tren que pasa junto a lo que parecen los Alpes (Captain’s Deasy Daring Drive: Ascent y Captain’s Deasy Daring Drive: Decent), un breve lío doméstico entre trabajadoras y un gendarme (Les gendarmes et les domestiques), la breve aventura de un soldado que logra capturar un oso y un bandido (L’Ours et la Sentinelle), y hasta un pequeño tour por Singapur (Singapur)

Fue algo así como un espectáculo de fuegos artificiales. Cada corto era un fogonazo, una fiesta, y estaba filmado con los ojos de alguien con la consciencia de estar inventando el cine a cada película, tal vez no como un arte (excepto en el caso de Meliès, quizás el más autoconsciente), sino como el súmmum de la tecnología de entonces. Cada plano estaba siendo filmado de esa forma por primera vez, una forma que agotaría sus infinitas variaciones durante cien años hasta hoy, pero que por entonces era absolutamente insólita. Los espectadores, no sé si por los valses constantes o la propia fuerza de las películas, éramos transportados dentro de las canciones de Satie y los cuadros de Renoir hechos imágenes. Sin duda, para mí el momento más emotivo de la proyección fue cuando en Captain’s Deasy…  vemos dos tipos conduciendo un coche de principios del siglo XX por las vías de un tren, pasando por delante de gente desconcertada. Aquellos espectadores vestidos a la moda de entonces, igual de extrañados que nosotros por el show aparatoso de un coche seguido por un vagón que debía transportar una cámara gigantesca, miran en todas direcciones como para tratar de entender esa excentricidad, y probablemente, al ver la cámara, se quedan igual de perplejos. ¿Qué es esa máquina? Otro momento memorable vino cuando un avión rugiente sobrevoló la Piazzeta, absorbiendo el ruido de los músicos y el proyector e invadiendo aquellas imágenes en que el hombre aún soñaban con los aviones de pasajeros. 

Más allá de la curiosidad histórica, las imágenes del proyector de carbón eran increíblemente bellas, además de estar extraordinariamente bien conservadas. En algunas de las películas subyacía la intención de capturar la belleza humana de un modo nunca visto en esa época. Así en Akt-Skulpturen, dos modelos de cuerpos vigorosos, un hombre y una mujer, adoptan las poses más canónicas de nuestra historia del arte: Eva tentando a Adán, Adán y Eva expulsados del Paraíso, la Piedad… Aquel cineasta anónimo que lo grabó, ante la invención de un nuevo medio, quiso volver a recorrer el camino trillado por otras artes, con la esperanza de arrojar luz sobre nuestras más viejas inquietudes. Encima de plataformas giratorias a la luz de focos, los modelos, algo pudorosos, se colocan en distintas posiciones y tratan de mantener el equilibrio. En cosa de un momento, la plataforma empieza a girar y nuestra mirada traza un recorrido sensual sobre cada ángulo de sus cuerpos. Tras una vuelta completa, los modelos cambian de pose y la plataforma se pone a girar de nuevo. Los espectadores, ya a estas alturas sumergidos en 1903, presenciamos esos cuerpos como testigos de un nuevo y enigmático arte.

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