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Cine zoom-in / cine zoom-out. Sobre Arturo a los 30

Por Lucía Salas

“Hay al menos dos tipos de personas”, escribe Anne Boyer en “Prendas contra las mujeres”. Una de ellas “no es ajena a la creación y sostenimiento del mundo y el mundo no la trata como ajena”. Luego existe lo contrario, personas para las que el mundo es más o menos imposible y cada uno de sus elementos una carga. El primer largometraje de Martín Shanly, Juana a los 12 (2014), era el retrato de una adolescente de clase media-alta que vivía en un suburbio casi anglo parlante (un colegio bilingüe). Interpretada por su propia hermana y acompañada por su madre, Juana alcanzaba momentos de luz en la pesadilla gris de una vida dictada por otros. Frente a la noticia de pertenecer al segundo tipo de personas, tenía que empezar a averiguar cómo navegar el mundo. A veces, cuando estaba harta o agobiada, sabía hacer de espejo, devolviéndole a los demás la imagen absurda de sus vidas pasadas por la superficie de sus ideas. Era una disputa llena de ternura y de diferencias irreconciliables. De estas microtensiones surgían los movimientos internos de la película, alejados de las usuales exigencias de belleza e información.

Interpretado por el propio Shanly, el protagonista central de Arturo a los 30 navega por aguas similares, aunque este segundo largometraje existe con un sentido de acumulación y una nueva capa: no sólo hay dos tipos de personas, sino también dos tipos de películas. En una existe primero el mundo, seguido de lo que ocurre en él: aunque lo macro sólo se evoque o esté presente unos segundos, siempre está ahí con sus reglas y normas, funcionando como un telón de fondo para los gestos que actúan como pequeños refugios de lo común. Son películas zoom-in, como The Crowd, de King Vidor: empieza con una gran ciudad con un rascacielos gigantescos (Nueva York), pasamos a una sala llena de empleados, cada uno en su escritorio, y termina con un hombre tras un escritorio, John Sims, cuya historia comienza con ese plano. Vemos lo particular en ese marco de el mundo, lo general.

Después existe lo contrario: las películas zoom-out, películas en las que los movimientos avanzan en contra de este movimiento. Por lo general, estas películas empiezan con una imagen desprovista de contexto, una situación que parece un poco extraña y un personaje que se encuentra muy incómodo. Hay quietud y frustración, pero poco marco de referencia. Después, tras habernos dejado desconcertados, ligeramente molestos y desprevenidos, la película empieza a moverse en serio. Más que un sentido de lo general, se nos presenta aquí una serie de detalles entrelazados junto a destellos de imágenes más amplias. La película sigue al desempleado Arturo, miembro de esa misma clase media alta (una pertenencia que no podría continuar por sus propios medios), en varios momentos de su vida, empleando una estructura muy peculiar: cada vez que ocurre algo malo, la narración salta a otro recuerdo personal, como una nueva pestaña en un navegador. Cada salto es un pequeño movimiento hacia el exterior: vemos su pasado, sus amigos, su familia, los lugares en los que ha estado, y distintas formas de la tristeza.

Los zoom-outs en Arturo a los 30 parecen pocos, pero se extienden kilómetros. Con cada nuevo segmento, nos damos cuenta más y más de que la vida no es una línea recta, la acumulación de tiempo en la tierra, sino una amalgama de capas propias y ajenas. Cada uno de los flashbacks que vemos en la película, son, de hecho, un momento de la vida de otra persona, un pequeño estado de intimidad en el que su vida se extendió más allá de sí mismo. Cada movimiento añade una capa de sentimiento silencioso. La tragedia se revela no como una fuente -las películas con zoom-out no tratan con fuentes- sino como un momento de profundidad. Es el duelo, el mayor vacío, el que da luz a la película en esta tierra de lo opuesto.

Como comedia, Arturo a los 30 es oscura, y su humor está en cada distancia que recorre la película, ya que el zoom-out es también un tono, una forma de moverse por el ritmo siempre lento de una escena. A medida que se va abriendo, no son sólo Arturo y sus amigos, su hermana y su madre quienes participan en todo lo que resulta duro y divertido, sino un pequeño grupo de actores secundarios. Se nos permite observar primero una clase social, un sector particular, en su mayor parte confinado en barrios cerrados, resguardados por obreros con escopetas, saludados con sonrisas y charlitas; un adolescente que vomita en la puerta de entrada. Un poco más adelante aparece la ciudad: una mujer que se acerca a dos amigos bajo un puente de los bosques de Palermo con una especie de zapatos saltarines; gente de la escena teatral porteña que interpreta órganos corporales en crisis. Aparece después la historia reciente, evocada sin ser enunciada, como formas de una pequeña trama (todos aqueños años, no tan lejanos, en los que el aborto no era legal). Y vemos también un fragmento de país que emerge a través de la ventanilla de un colectivo de larga distancia, ese tipo de vehículo que no existe casi en ningún país, coche cama, reclinable, que cruza miles de kilómetros en 24 horas.

Arturo a los 30 es una película que transcurre en un mundo casi exactamente igual al nuestro, sólo que con algunas mejoras. Lo primero y más importante es una estructura que libera a todes de la carga de interpretar su papel en el teatro lineal que es la vida (etc. etc) para, en cambio, existir y ya. Amorosa y conflictivamente, el yo y los otros forman una extraña compañía, coexistiendo en la diferencia y divergencia. En esta estructura conmovedora, los últimos serán los primeros. 


Este texto fue publicado por primera vez en Forum, Arsenal, para el estreno de la película.

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