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Cine argentino para el 2024 – ¿Qué pueden las películas?

No somos nosotros quienes afirmamos o negamos algo de una cosa; es la cosa misma la que afirma o niega algo de si misma en nosotros
Spinoza, Tratado Breve

“No la ven”, la frase que comenzó a circular entre los voceros no oficiales de LLA y fue coronada poco después con un tuit de Javier Milei, es la respuesta libertaria a todo. ¿Qué es lo que no vemos? Esta supuesta revolución tiene pretensiones hasta en el ámbito de lo sensible: hay algo que se nos escapa. Pareciera que nos faltan herramientas conceptuales para la propia percepción. Estos primeros días de shock planificado, sistemático y, sobre todo, veloz, hacen difícil mantener el dominio de los sentidos, sobre todo si se vive del fruto del propio trabajo y no se tiene el día entero para procesar, leer y entender los vestigios de realidad que van apareciendo. Así, en nombre de la libertad, tenemos cada vez menos derechos. 

El INCAA esquivó la bala del DNU pero recibió la descarga de ametralladora de la Ley Ómnibus. Está puesto en duda todo el régimen de fomento y la desregulación del sector le deja el campo libre al negocio y a las plataformas. La ENERC pende de un hilo y otros ámbitos de la cultura están igual de expuestos: la derogación de la Ley del Libro (que impide los comportamientos monopólicos y de dumping), la amenaza de cierre del Fondo Nacional de las Artes, la propuesta de privatización de los medios públicos y la inminente desfinanciación de las universidades públicas terminan de completar el panorama. Todo va hacia un empobrecimiento de la esfera de la discusión pública: las redes sociales vendrán a ocupar ese lugar, plebeyo, impermeable al debate serio. Para eso es necesario escaparse de esas lógicas que proponen el bait y la indignación constante, a la vez que hay que enfrentarse a ellas porque suponen un cambio de época total en el discurso público. Nos encontramos frente a algo desconocido y que llegó para quedarse. En este contexto, ¿para qué sirve ver? Ya que se supone que a eso nos dedicamos, a ver y escuchar, lo que se puede hacer es debatir sobre el régimen de lo visible. Intentar entender lo que está detrás de lo visible; dar visibilidad a lo que no se ve. 

¿Qué hacer?, o mejor dicho, ¿qué hacer con lo que sabemos hacer?, y en última instancia, ¿qué es lo que las películas pueden hacer? Hemos visto que en su carácter de registro de la memoria histórica pueden adelantarse a los movimientos tectónicos del país. Pueden tener mayor clarividencia, voluntaria o involuntaria. Podría decirse: “yo vi el avance de la derecha”, pero tiene sabor a poco. Lo que podemos hacer todos -porque el cine argentino pertenece a quienes lo hacen pero, sobre todo, a quienes quieran verlo- es pensar qué herramientas, qué pensamientos, qué modos de mirar y hacer y sentir podrían darnos las películas para los próximos años. Es decir, no proyectar las películas hacia el pasado y buscar la confirmación del presente, sino lanzarlas al futuro y ver qué tienen para dar. Tender un puente para el pensamiento porque, en palabras de Walter Benjamin, “cada época no solo sueña la siguiente, sino que se encamina soñando hacia el despertar”.

Es por eso que seleccionamos una serie de películas argentinas estrenadas comercialmente o en festivales del año pasado, no como si fuera un ranking sino para ver qué nos pueden decir sobre lo que viene.

 

El juicio (2023, Ulises de la Orden)

por Lucía Salas

Me explicó cómo los criminales nazis que no tuvieron que responder ante la justicia o que solo habían recibido sentencias menores, organizándose en secreto y ayudándose los unos a los otros, habían recuperado sus cargos y honores, en algunos casos incluso con la ayuda de las fuerzas de ocupación. Había demanda de cargos responsables y, por ese motivo, las potencias ocupantes habían ideado un procedimiento compensatorio: si se ocupaba un puesto en el Gobierno con una persona que no estaba incriminada, se podía contratar a un exnazi a cambio. Si a un abogado que no había sido culpable durante el período nazi se le asignaba un puesto de juez, entonces un antiguo juez nazi podía también reanudar su profesión. Lo mismo se hizo en la policía, las universidades, el funcionariado, en todos los organismos del Estado.
Peter Nestler, 1945-1949-1955-1968

Las películas de juicios tienen su base en la retórica filmada. Tanto si los juicios son reales como si no, se produce en ellas una arqueología del relato. Es la ley del género: se van desplegando pruebas, testimonios, alegatos y conjeturas. Con eso, las defensas construyen un discurso. En el resultado del juicio, en la sentencia, está la elección de dos mundos posibles: el de los unos o el de los otros. Las películas de juicio presentan así al presente como un tiempo suspendido entre el pasado —cognoscible solo a través de fragmentos, memorias, y objetos— y el futuro, el mundo después de una sentencia. Así se ve El juicio, de Ulises de la Orden, una película hecha a partir de las 530 horas de material registrado en el juicio a las juntas, que sucedió en nuestro país entre abril y diciembre de 1985. Un evento histórico único: genocidas juzgados por sus crímenes en su propio país, y el inicio de un nuevo contrato social que, lenta pero sostenidamente, se orientó hacia los principios de memoria, verdad y justicia.

Aunque ese contrato social no estuvo libre de ataques en los últimos casi 40 años, existía una sensación de acuerdo general, cierta placidez en la sensación de que, más allá de las diferencias, el grueso de la población creía en el presente construido por esa sentencia garantizada por el Estado. El juicio no viene de su pasado, sino de su futuro: la vio, el contrato no era tan sólido. La forma en que nos alerta acerca de su presente y futuro es también a través de esa arqueología de la retórica. Hecha de planos de cuerpos, rostros, fragmentos de una habitación, la película tiene sobre todo palabras. Los 18 capítulos en los que está dividida están nombrados con fragmentos de los discursos de los intervinientes. Las frases, algunas terribles, algunas tristísimas, permanecen como una premonición en la pantalla por algunos segundos. Vienen primero en forma de texto, luego en forma de palabra hablada. Son frases, en su mayoría, que pasaron a formar parte de la historia oral y escrita del país. Es una película sobre las palabras de este proceso, palabras que son importantes tener cerca, porque puede volver en muchas formas. 

El discurso final de Strassera, reproducido dos veces en los últimos años del cine argentino, primero en forma de ficción (Argentina, 1985) y luego en forma de documento (El juicio), hace eco de palabras que empezaron como lucha y se convirtieron en hechos: “nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia”. Memoria, verdad y justicia son palabras que forman parte de nuestra cultura, son palabras que llevan con ella todo el peso de la historia, son palabras-objeto que intercambiamos, que compartimos entre nosotros, que sabemos que nos pertenecen. 

La película tiene algo de predestinación, de clarividencia; es una alarma sobre lo posible: las palabras del otro lado también forman parte de la esfera pública de manera nada marginal. En el debate presidencial, Javier Milei citó casi palabra por palabra a Jorge Rafael Videla. La identificación y la construcción de mundo pasa por la palabra, una alarma que el El juicio prende hacia el futuro. Ese mundo que se terminó con el juicio a las juntas sigue vivo y, aunque condenado, patalea.  

 

Estertor (2023, Sofía Jallinsky y Basovih Marinaro)

Por Lautaro García Candela

Estertor es una película claustrofóbica que describe un ambiente viciado, incómodo. Cuatro personas cuidan, bañan, visten y le dan de comer a un represor de la última dictadura militar. El hombre está postrado y con un alzheimer avanzado que lo tiene desconectado de la realidad. Todo empieza con la llegada de una nueva cocinera (Cecilia Marani) que descubre horrorizada las dinámicas que rigen ese departamento: hay dos enfermeros que se la pasan cogiendo casi a la vista de los demás (Verónica Gerez y Sebastián Romero Monachesi). Hay un tercer personaje aún más misterioso, una especie de Ana Karina oscura (Raquel Ameri) que tiene organizado un sistema en el que le cobra a los hijos de las víctimas del represor para que pasen diez minutos con él y  puedan insultarlo y lastimarlo (en los brazos, donde los moretones son menos visibles). Todo en un tres ambientes.

¿Por qué representar estas historias de venganza en un país donde los juicios a las juntas son un ejemplo en el mundo, Videla murió en la cárcel y las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo gozan de un respeto casi reverencial? Lo que podría tomarse como un gesto provocador en realidad es animarse a constatar que esos consensos sobre nuestra historia reciente están banalizados, dados vuelta, negados desde el reciente gobierno, más cerca de Estertor que de la ilusión democrática y el consigneo propuesto por Argentina, 1985. El cine argentino e incluso los festivales europeos prefirieron la historia tranquilizadora sobre la moral y los buenos sentimientos, levemente heroica, de la película de Santiago Mitre, mientras que nadie sabe qué hacer con Estertor, cuyo pesimismo está en la línea del pesimismo de En retirada de Juan Carlos Desanzo o las intervenciones de Fogwill en la primavera democrática.

Ese departamento funciona como laboratorio para que los directores Sofía Jalinsky y Juan Pablo Basovih Marinaro den rienda suelta a los más oscuros deseos de la sociedad argentina, prescindiendo de una perspectiva moralizante y de grandes gestos en la puesta en escena. Su gran mérito es el de escribir, proponer y registrar lo que uno supone que son grandes improvisaciones, al límite del ejercicio actoral, con situaciones que se estiran en el borde de la violencia, la incomodidad, en el punto justo en el que nos preguntemos sobre la humanidad de sus personajes. Y ahí el deseo sexual circula de maneras extrañas, desquiciado, corrido de eje, en el sopor del tiempo muerto (pero laboral), motivado por el aburrimiento más que otra cosa. Muchas veces el cuerpo elefantiásico del represor funciona como proxy de sus propios deseos cuando lo masajean; los bombos que se escuchan en las marchas que se hacen en la puerta de la casa sirven para que los enfermeros perreen y sigan el toqueteo, a la vez que esa pareja no parece tener futuro porque ella tiene un novio allá afuera, en la vida real; la cocinera está embarazada por inseminación artificial para que una amiga pueda tener un hijo (y se lamenta de no haber tenido sexo con ese chico tan lindo que es el novio de su amiga). Todo es un poco en joda y un poco en serio. No es tan diferente a esa ironía border de las redes sociales. Lo que no hay es amor, en ningún lado de la película, salvo en la mirada inocente de la nueva cocinera que trata de acomodarse a todas esas lógicas.

La cámara avanza entre las miserias de los personajes de un modo fantasmal, pesadillezco, configurando un escenario sombrío. El pequeño teatro de Estertor nos deja sin identificación posible ni conclusión tranquilizadora. Asistir a todas estas situaciones desquiciadas nos deja sin certezas. Enfrente, el abismo, que te mira más que lo que vos lo ves a él. No hay dios, no hay patria, no hay familia, no hay nada de lo que algunos militantes vieron (vimos) representado en Massa (incluso sobreactuándolo un poco) frente a la ensalada mental y conceptual de Milei. Esas certezas no existen más y añorarlas no es el camino. Si fuera por lo que vemos en esta película hay que perder toda esperanza, lo que se parece bastante a un punto de partida.

 

Puan (2023, María Alche y Benjamín Naishtat)

Por Lautaro García Candela

Hay muchas ilustres películas argentinas que suceden o tienen escenas memorables (por buenos y malos motivos) en las aulas, lugar que tiende al didactismo casi por defecto. Es un peligro lógico, doble oportunidad para la palabra y la exposición ordenada del pensamiento. Pero Puan, la película, pone al mismo nivel las palabras —dichas desde la autoridad que implica un aula— con las cosas y sus efectos. Importa el contenido pero también importa el tono, la vestimenta, incluso cómo se mueve quien habla, los silencios dramáticos que utiliza, si tiene la capacidad de mirar a los ojos, si espera como respuesta un contrapunto sentido o solo un aplauso. Lo que dice Marcelo Pena, un profesor de Filosofía Política, protagonista de la película, implica también su cuerpo: es torpe, levemente ensimismado, camina apresurado y en sus movimientos se adivina el cansancio y la frustración.

Su personaje está en un entredicho por las diferencias entre Puan y la vida real, entre la teoría y su aplicación. Hay una escena, al principio, que marca bien esa contradicción. Asistimos a una clase sobre el progreso y sus trampas, sobre cómo en realidad cualquier avance tecnológico/artístico tiene como condición de existencia la dominación y la miseria según la visión de Rosseau. En eso, tocan la puerta unos militantes del centro de estudiantes que protestan contra una situación insostenible, llaman a la lucha, a una movilización esa semana, agradecen al profe y la clase continúa. Como si el conocimiento y la acción fueran dos mundos que conviven ordenadamente pero sin influirse. 

Aparte el conocimiento no flota plácidamente para quien quiera captarlo. Está sujeto a la rosca y al tironeo. La película muestra las rispideces dentro del ámbito académico que son las de cualquier lugar con jerarquías y secretas broncas: todo el argumento avanza como una batalla por la titularidad de la cátedra entre Marcelo y Rafael Sujarchuk (Leonardo Sbaraglia), un filósofo que hizo su carrera en el exterior y volvió a su país porque está enganchado con Vera Mota, el alter ego (con poco de alter) de Lali Espósito. Marcelo encarna la tradición, la continuidad con su maestro y extitular de cátedra, mientras que Sujarchuk es canchero y viene a “modernizar” con lo que estudió en el exterior. La película no llega a burlarse de él pero lo mira con desconfianza y con sorna casi todo el tiempo por sus modos: no es diferente de los cineastas que van por festivales internacionales buscando financiamiento para un proyecto eterno con sus totebags y sus moleskines

La película tiene, a grosso modo, dos finales, en orden: el político y el personal. No al revés. Sin nombres propios ni insinuaciones de partidos políticos, el gobierno desfinancia la universidad pública y se prohíbe el acceso a la Facultad. No tienen gas, no tienen luz, ni nada. Se juntan Sujarchuk, Marcelo, toda la cátedra, lxs militantes de la primera escena, el personal no docente y deciden hacer una clase en la calle. Es un acto reflejo de Argentina: los problemas se solucionan afuera, en el espacio público. Es emocionante ver esa escena, la organización espontánea, como si cada uno cumpliera un papel y supiera qué hacer sin hablar. De tanto hablar del Estado, el pueblo, el contrato social, ahora se pone de manifiesto un verdadero dilema filosófico: “Lo público” no solo se manifiesta en el libre derecho a la circulación, sino también en la calidad y el financiamiento de sus instituciones. ¿Qué derecho vale más? Para la policía, y en esto Puan sí “la vio”, la respuesta está clara. Marcelo, frente a las dudas de Sujarchuk, modera la situación: surge en él un temple inesperado, que proviene de la pertenencia a un lugar, a una cultura y a un saber. Incluso aunque no lo haya hecho nunca, sabe cómo portarse en esa situación, que, obviamente, termina mal: lo llevan preso. Pero eso destraba algo dentro suyo. Se reconcilia con Sujarchuk, con su vocación y su ambiente, encuentra el punto justo entre la acción y la teoría. En vez de ir de adentro hacia afuera, arreglarse uno para arreglar el mundo, quizás lo que haya que hacer es pelearse con la policía para exorcizar ciertas taras personales y poder cantarle nuestras canciones al mundo. 

 

Los delincuentes (2023, Rodrigo Moreno)

Por Ramiro Sonzini

Poco a poco, el encantador protagonista salteño de Los delincuentes se va acostumbrando a la vida en la cárcel. Cumple una condena de tres años por robar seiscientos mil dólares del banco en el que trabajaba. Cuando salga, la mitad del botín lo espera y no tendrá que trabajar nunca más en su vida. Mientras, los días pasan lentamente y decide participar en un taller de literatura. Lo primero que lee su profesor es un poema con el cual Morán se obsesionará y servirá como columna vertebral de una secuencia de montaje que condensará el tiempo de reclusión. Lo veremos leyendo el poema en la celda, en el patio, en el aula; a la mañana, a la tarde, a la noche; solo, junto a otros presos que lo escuchan atentamente, e incluso espiado por un curioso guardiacárcel —la película está regada con estos deliciosos detalles, otro maravillosamente gratuito es el del niño-alumno de música que le pide al otro protagonista tres vasos de agua seguidos—. Cuando termine el poema saldrá de prisión para reunirse con su destino.  

El poema se llama “La gran salinay hace emerger de la experiencia del espacio un sentimiento de profunda soledad. Una soledad despojada de angustia, una soledad que hace eco en la vida de Morán en la cárcel, y que lo terminará de convertir en esa especie de gaucho hippie que decide cambiar 329 mil dólares por perderse en el medio de las sierras galopando a caballo. Un tipo de soledad que tiene como faro la desaparición de uno mismo. Por eso el personaje de Morán siempre nos resulta esquivo y lejano.

El libro al que pertenece dicho poema se llama La obsesión por el espacio y fue escrito por Ricardo Zelarayán a principios de 1972. También podría ser el título de una crítica sobre la película. No solo por la noción de encierro y libertad que surge del paralelismo entre el encarcelamiento de Morán y la vida en libertad de su socio Román, sino también porque el relato se estructura en función de una de las grandes dialécticas de la narrativa argentina: la ciudad y el campo, la capital y el interior; un empleado bancario que intenta escapar de la vida a la que lo condena el sistema capitalista, y para lo cual huye hacia la naturaleza representada por las sierras de Córdoba.

El poema, además, es importante en tanto objeto artístico que proviene del mundo exterior y se incorpora a la diégesis de la película; funciona como cimiento estético y como punto de anclaje histórico. También es una manera de afirmar ciertas preocupaciones del cineasta sin caer en la grosería de dar un discurso a través de un personaje. Hay otras referencias de funciones similares, una de ellas circula como objeto rejtmaniano entre los distintos personajes: el disco Pappo’s Blues Vol. 1, editado en 1971, apenas un año antes de que saliera el libro de Zelarayán. Román le regala el disco a una chica de la que se enamora en las sierras justo antes de entregarse a la policía y le dice que cada vez que escuche el tema ocho se acordará de él. El tema ocho se llama “A dónde está la libertad” y pareciera ser la pregunta ritual que atraviesa la película -y que retumba en cada rincón de nuestra bizarra y sórdida actualidad-. Una pregunta que la película inteligentemente no clausura pero que sí intenta responder a través del último acto de cada protagonista. El porteño (Román) luego de un tímido intento de romper con su pareja y la vida pacata y conservadora que lleva (y tener un breve affaire con la misma cordobesa de la que se enamoró un poco antes su socio), recula y va a encontrarse con Morán al lugar donde escondió el dinero para repartirlo. El salteño (Morán) sale de la cárcel y va a buscar a la joven cordobesa de la que se enamoró, y al no encontrarla, toma uno de sus caballos y termina el relato internándose en el medio de las sierras al galope. Uno va en busca de la plata y el otro se aleja de ella. Dos movimientos que parecen antagónicos pero que en el fondo son versiones de un mismo destino: el desencuentro y la soledad.  

En la película la conquista de la libertad (una conquista que la dramaturgia se encarga de romantizar), es a través de un camino que conduce a la soledad. Los personajes empiezan siendo parte de comunidades -disfuncionales, fallidas, risibles, pero sólidas- y a medida que avanza la historia esos lazos se van rompiendo; los protagonistas son conscientes y responsables de esas rupturas (incluso de que sus compañeros pierdan el trabajo) y nada los hace detenerse. Por eso el final deja un extraño regusto amargo. No es un error ni un disvalor de la película; es la expresión de una visión ideológica (materializada en decisiones de vida de los personajes) que, al calor de los tiempos que corren, convierte lo que podría verse como un agradable romanticismo anárquico en el asomo de un cinismo desesperanzador. 

 

Cambio cambio (2023, Lautaro García Candela)

Por Mariano Morita

“Cambio cambio” es lo que dicen los hombres, mujeres, jóvenes, adultos o viejos que se paran disimuladamente en las avenidas peatonales del Microcentro porteño para atraer clientes. El sonido de los arbolitos. El volumen nunca es alto porque la venta del dólar paralelo es cauta y necesita pasar desapercibida. Quizás esa simple frase seductora, que también oficia de título para la película, sea el canto que mejor sintetice la fiebre por el dólar que azota como tormenta recurrente a la sociedad argentina, una comunidad que, si habitara un western norteamericano, estaría solo compuesta por gold diggers. En nuestros días se parece más a una droga, pero a una que trae entre sus efectos la fantasía de la estabilidad cambiaria y que tiene un impacto adictivo creciente en los argentinos a medida que acechan los fantasmas de las crisis.

Un estudio de esa relación con el dinero puede ser racional, sociológico o económico, pero el cine necesita volverlo una experiencia de sentido. Pablo, que pasa de deambular de trabajo en trabajo a convertirse en arbolito, vive también una historia de amor para permitirnos ver desde ahí sus caminos de ascenso y caída. Habrá entonces una pareja, pero atravesada por las diferencias de clase social y las propias pretensiones de cada uno de ellos. Para cada paso de la relación se volverá importante juntar dinero, y el grupo de personajes que se arma comienza a operar. Hacen “puré”, una forma de “ventajita” permitida si uno se adentra activamente en los vericuetos del sistema financiero de los vivos. Atrás, con la información que se va colando por radios y noticieros, está la crisis como una explosión inminente. Los anuncios son fatales, el caos siempre está cerca y a punto de irrumpir.

Lo curioso en Cambio cambio es que esta inminencia, que avanza como correlato al ascenso de Pablo, nunca se llega a manifestar plenamente. La explosión es otra, un incendio deliberado que termina con su negocio y sus ventajas, lo cual nos deja sin un imaginable o esperable cierre con una crisis histórica al estilo Nueve reinas. Es incierto si algo de esa magnitud corresponde verdaderamente a nuestros años. ¿Será que al vaticinar crisis todos los días por televisión hayamos licuado también su propio peso o valor? 1975, 1989 o 2001 ya son hitos, pero con las tendencias estéticas actuales en pocos años no faltará crisis que no tenga su propia aventura ficcional televisiva. ¿O será que el poder de daño de las crisis ahora viene en cuotas, más discreto visualmente y sin las reminiscencias palpables conocidas por todos?

Tal vez, para el momento de su rodaje, el horizonte explosivo haya sido, tanto para nosotros como para su autor, improbable o difícil de predecir. Pero también es verdad que, incluso hoy, palabras como hiperinflación pueden usarse para cualquier cosa, ya sin valor o peso alguno, y una crisis institucional con muertos en las calles podría ocurrir tanto dentro de dos años como esta misma noche. Es posible que hayamos perdido el derecho a hacer semejantes sentencias porque les licuamos su valor, en otra hiperinflación pero de carácter estético y mediático.

Así entonces, Cambio cambio finaliza su tormenta (no sin dejar algunos pronósticos de adicciones para el futuro), y parece optar también por disolver la pareja sin dolor alguno, con consensos razonables y dialogados. Lo que queda parece ser el anecdotario de una forma de vivir y moverse, y que incluye un elogio a la poética de las calles de Microcentro como territorio de infinitas aventuras y desastres porteños. Es posible que nuestro bimonetarismo nos haya convertido también en esquizofrénicos en el plano de lo narrativo, porque si bien algunos estarán ávidos de fantasías dolarizadoras para nuestra moneda, habrá otros que verán allí puertas abiertas a millones de universos de estéticas dolarizadas aprovechables para, en el mejor de los casos, entendernos un poco, aunque sea desde nuestras fantasías más podridas. ¿No parecen los arbolitos una encarnación urbana y argentina de esos típicos espías ficcionales de la CIA que se sientan en los bancos de las plazas para intercambiar información y dialogar sin mirarse a la cara? Es excitante y atractivo, como todo lo que nos puede hacer caer.

 

Arturo a los 30 (2023, Martín Shanly)

Por Lucas Granero

Durante la pandemia se solía escuchar mucho esa frase que decía que “el mundo se había puesto en pausa” o aquella otra que aseguraba que “el presente ya no existe”. Esas sentencias se vuelven palpables en la vida del protagonista total de esta película desde antes de la pandemia: se encuentra en pleno limbo existencial que el aislamiento (no-obligatorio) y la falta de contacto social no hacen más que expandir hacia capas y capas, cada vez más profundas, de melancolía, sordidez y algo de violencia emocional contenida. 

Lo último que vemos de Arturo es en realidad lo primero: va al casamiento de una de sus mejores amigas y tiene un accidente automovilístico que lo deja dado vuelta, literalmente. Desde ahí, es todo para atrás. Arturo hurga en el pasado más cercano de su vida para intentar entender algo de lo que está viviendo en el presente, aunque difícilmente puede llamárselo así. Un intento de vida, digamos. Hay dos movimientos en la película que redefinen todo su viaje interior. Dos zoom out que exponen la fragilidad de Arturo, dejándolo al margen de todo entorno. El primero es en el casamiento, con todos sus amigos entrando felices a la iglesia, mientras que él se queda parado en el medio de la calle fumando un porro. El segundo, al final, encerrado en su casa, terminando de dar un curso de ingles, quedando cada vez más pequeño y cada vez más lejos a medida que la cámara se aleja, mostrándonos que, ahora, a diferencia del primer movimiento, se encuentra, tal vez, un poquito mejor porque está compartiendo su soledad con otros miles de millones en vez de vivirla solo, aunque se trate de una extraña casualidad. Arturo a los 30 es la gran comedia argentina de la vida pre y post pandemia porque retrata exactamente eso que todos hicimos durante aquellos meses: pensar, pensar y pensar. Martin Shanly modula una épica del desconsuelo con la bondad de una caricia: se rasca una llaga y enseguida se besa la herida. Pueden verlo en sus ojos, que coordinan una suerte de ilusión resquebrajada con el brillo perfecto de un cuarto de clonazepam. Su mezcla de melancolía y humor le permite reírse de los hábitos y conductas de su clase social al mismo tiempo que se concentra en dolores y duelos, desconexiones familiares y la imperiosa necesidad de proteger con el cuerpo la poca inmadurez que se conserva mientras todos alrededor se han vuelto demasiado adultos, demasiado aburridos. 

Esa guarida de soledades que la película construye se resignifica como un espacio personal muy preciado, que Arturo es capaz de resguardar por un tiempo más con la llegada de la pandemia. El estado anímico de su protagonista (que es casi un autorretrato de sí mismo), termina siendo sintomático de todo un momento de nuestras vidas, una especie de debilidad compartida que muy pronto tuvimos que dejar atrás para salir afuera. En ese tiempo en pausa, nadie le va pedir nada, nadie le va a decir que crezca de una vez, y va aprender a aceptar algunas cosas de a poco, a su ritmo, mientras a su alrededor algunos están haciendo yoga, panes de masa madre o reviendo por tercera vez Los Soprano. Lo que retrata Arturo a los 30 es una extraña forma de vivir, virtual, solitaria: ese desconsuelo del protagonista es un síntoma de que entramos en una época de inestabilidades emocionales, químicas. Por primera vez, Arturo llegó antes. 

 

La vida a oscuras (2023, Enrique Bellande)

Por Lucas Granero

Cualquier votante de La Libertad Avanza que vea La vida a oscuras podría pensar que Peña es el ejemplo perfecto del self-made man que tanto estiman. Una persona con un objetivo claro, una potencia de trabajo inigualable, que se arma espacios y organiza formas de exhibición de películas en los lugares más insólitos y que, además, las protege y las salva del olvido, todo esto sin contar con ningún tipo de ayuda de parte del Estado. Un hombre que vive en su propio castillo, entre latas de fílmico que hacen las veces de gigantes muros que contienen toda la memoria fílmica que otros prefirieron sacar de sus vidas, un laberinto de imágenes durmientes que solo algunos valientes como él son capaces de atravesar. Podrían ver, también, si ponen un poco más de esfuerzo, que a Peña lo acompaña la necesidad de compartir todo aquello que tiene, entregarle al mundo de afuera al menos una parte de todo esos tesoros, lo que lo vuelve, a los ojos de aquellos impávidos espectadores, alguien que por más solitario que parezca necesita del diálogo con el mundo exterior para que las películas se vuelvan más grandes, más luminosas, más vivas.

Enrique Bellande captura a Peña tanto en su guarida como en las calles de la ciudad, siempre con alguna película bajo el brazo. Lo retrata en cada una de sus tareas, una suma de arte termita diario, que se basa exclusivamente en una suerte de resurrección cotidiana de las imágenes. Su actividad tiene algo de demiurgo, ordenando como puede el caos que circunda a las políticas inexistentes de preservación y conservación del patrimonio fílmico que existen en el país (¿sabían que no tenemos cinemateca nacional?). Bellande elude cualquier tipo de discurso al respecto y se conforma con mostrar en qué se basa este tipo de misión. Acompaña a Peña por depósitos, canales de televisión, escuelas y diversos cines. Lo muestra dando entrevistas, recibiendo a varios curiosos en su casa, ordenando latas y tipeando largos textos con un solo dedo. Sobre todo lo muestra proyectando, cortando entradas, presentando películas, con el traqueteo del proyector de fondo y el parpadeo de la lámpara iluminándole la cara. No hay romanticismo ni nostalgia. En los ojos de Bellande, Peña no tiene calma para ponerse a pensar demasiado y debe actuar contra el paso del tiempo, el gran destructor con el que combate día a día. Ese enemigo tiene varios disfraces, mutando siempre, y aquí se manifiesta en la forma de un disco rígido que viene a suplantar la materialidad del fílmico para volverla una cosa abstracta, gélida, sin forma. La vida a oscuras es una película que quiere dejar registro de una tarea desatendida, subterránea, hecha por pocas personas que aún confían en cuidar aquello que ya nadie valora. En tiempo de aceleracionismo extremo, de culturas de la novedad, de olas de mutilaciones diarias, es bueno saber que Peña y otros como él existen, dispuestos a empezar de vuelta cada vez que las cosas se arruinan. ¿Por dónde toca empezar hoy? A de Aldrich, B de Boetticher, C de Carpenter, D de Dreyer, E de…

 

Trenque Lauquen (2022, Laura Citarella)

Por Lucía Salas

voy a la cocina y me siguen
voy al baño y golpean la puerta
me despiertan en la noche para preguntarme si duermo
llaman por teléfono en todas mis ciudades
para avisarme cuidado con el vino y la vida literaria
no he perdido padre ni tíos ni ahijado ni amigos de juventud
por no perder no he perdido ni editor
ni ese hombre
que ya sombra aún cuida mi paso en las esquinas

no me han dejado caer de su mano de su vicio
de su peso de mi corazón

Juana Bignozzi, Educada en el vicio de los hombres

Hay una película hermana de Trenque Lauquen, y no es L’avventura; dos años antes aparece Rosaura a las 10 de Mario Soffici. Comienza de manera totalmente opuesta: una mujer no desaparece como Laura en Trenque Lauquen, sino que aparece. De ahí en adelante habrá varias Rosauras, una por cada habitante de la pensión que cuenta su versión de la historia. Es una película sobre el punto de vista, esa posición desde la cual se organizan las cosas del mundo. Pero hay una cosa en la que las películas no se parecen: Rosaura es una especie de víctima sacrificial del relato, que se arma y desarma según este, y cuya versión de las cosas nunca conocemos porque, apenas comienza a leerse en la forma de una carta encontrada, la película termina. En Trenque Lauquen Laura y relato están al mismo nivel, complotando hacia el mismo lugar. 

El medio en el que se crea el relato en Rosaura… es una pensión, La Madrileña, en la que viven todas las personas que tienen una versión del relato. En Trenque Lauquen es, curiosamente, el Estado en sus múltiples formas: Laura es una bióloga que llega a la ciudad para hacer un relevamiento de flora; Ezequiel, su enamorado trenquelauquenche, trabaja para la misma municipalidad transportando cosas y personas; Rafael, el novio hiperporteño, trabaja con ella en una cátedra, quizás en una universidad pública; Carmen Zuna, la mujer misteriosa de las cartas encontradas que pone en marcha el misterio del relato, era maestra suplente en una escuela pública; sus cartas ocultas en libros viven en una biblioteca municipal; Elisa Esperanza, la doctora misteriosa, investiga para el gobierno la aparición de una criatura al borde de la laguna de la ciudad. Los lugares de subsistencia, encuentro y circulación pertenecen a la administración pública, que aparece en la película como un poco sosa, aletargada y plácida, como si ese bienestar un poco lerdo le diera el tiempo y el espacio necesario a la imaginación para buscar otros lugares, más ocultos, más interesantes. 

La película comienza con dos hombres buscan a la misma mujer desaparecida. No son rivales ni aliados, pero saben que cada uno ama una versión distinta de la misma mujer. El truco de la ficción es inventar versiones, y como el amor es también una versión de las cosas, se vuelve una forma de la ficción. Laura le ha dejado a cada uno un relato, y sus conjeturas sobre qué-pasó-con-Laura existen en las reglas de ese relato. Aparecen de a poco otros vínculos de Laura: amigas, colegas, mujeres que la fascinaron —en cuerpo presente y en forma de cartas—. Así se van multiplicando las Lauras y, con ellas, el relato se multiplica en una película romántica, una de misterio, una de ciencia ficción, una de caminantes. En cada una de estas versiones hay formas de lo que Laura hacía, de lo que le interesaba, lo que veía y, sobre todo, lo que relataba a los suyos. Ninguna versión se contradice, solamente se iluminan los puntos ciegos de las unas y las otras. 

Cada episodio, y cada personaje que lo cuenta junto a Laura, se encadena con el siguiente, ocupando el lugar del presente por turnos. Cada vez que ese presente es reemplazado por otro (esa historia da lugar a la siguiente), se transforma en pasado, que se acumula con los otros. Mientras la película avanza en el tiempo (una, dos, tres, cuatro horas), la escala va cambiando, porque lo que empieza siendo un suceso (una mujer perdida), de repente son 10 (sus hallazgos), y después 100 (las vidas y hallazgos de las mujeres que la rodean), y así en en potencias de 10. En la acumulación seriada se va difuminando la jerarquía, hasta que al final el relato mismo se desintegra con Laura. Laura puede vivir muchas vidas, todas las que quiera, ya sea en acción, en tiempo de investigación, en tiempo de participación de las vidas ajenas, y todas forman parte de la suya. 

 

Las cosas indefinidas (2023, María Aparicio)

Por Francisca Rainieri

El personaje de Eva está dando una clase de cine en la universidad. La cámara se fija sobre su rostro mientras su mirada se entrecruza con la del estudiantado, que en contraplano (la mayoría de ellos) escucha con atención. El nacimiento del cine trae consigo un acceso ilimitado a aquello que estuvo ahí y ya no volverá: lo que se encuentra con la muerte deviene eternamente reproducible. El cine nos permite volver al pasado para mirarnos en el presente, como una prótesis para la memoria. Con el cine, toda imagen deviene archivo, y a su vez la manipulación de ese material implica una gran responsabilidad con la historia. Estas ideas desarrolladas por Eva durante la clase construyen una declaración inaugural de la película. Por la longitud y el cuidado de su exposición, desde ese momento, Las cosas indefinidas presenta su generosidad. Una película sobre los procesos detrás de las películas y sobre cómo estas construyen modos de mirar el mundo. 

Las cosas indefinidas acompaña a Eva y Rami en su oficio como montajistas y docentes, mientras atraviesan el duelo por Juan, amigo y colega (una figura inspirada en Pablo Baur, cineasta cordobés fallecido en 2019 a los 53 años). La película no se reserva ningún secreto de la profesión: su tiempo, sus herramientas, sus frustraciones. Rami y Eva están trabajando en una película que reúne testimonios de personas no videntes, quienes recuerdan momentos y sensaciones de sus vidas antes de perder la vista. Aunque la imagen no tiene una mínima unidad de sentido, este material se complementa con filmaciones en Super 8 que de algún modo pretenden traducir algo de lo que cuentan los retratados. Eva se detiene particularmente en el testimonio de Milagros y Facundo, quienes hablan de su infancia, de recuerdos de la vida con su familia. Ellos ahora viven juntos. En vez de solamente utilizar las voces de la entrevista en off, Eva descubre la potencia de estos rostros apareciendo en escena mientras hablan.

En paralelo aparecen algunas dificultades para acercarse y entender cómo abordar el material en los discos duros de Juan. ¿Cómo terminar esas películas, cuáles otras podrían haber sido posibles? ¿Qué queda de nosotros cuando ya no estamos? La película es un intento por comenzar a comprender ese momento de transición hacia la convivencia ineludible con el duelo. Eva le habla a Juan a través de Rami. Convivir con las palabras que quedaron sin decir parece una idea insoportable. Eva busca de algún modo solventar ese vacío, esa mirada cómplice y consejo que ya no están. Solo queda cuidar de sus películas, conservarlas, compartirlas. Las cosas indefinidas retrata esa labor minuciosa en la isla de edición que convierte al cine en un acto de insistencia. La manipulación paciente y silenciosa del material permite comprender una dimensión fundamental del archivo, ya que no hay conservación posible sin esa ternura.

Como al comprar ramos de flores, hay algo lindo e inocente en insistir con la vida que termina a pesar de cualquier intento por evitarlo. Las flores aparecen en muchas escenas de la película. Desde la primera, en el velorio de Juan, vemos que Eva siempre tiene ramos de flores cerca. En un momento, hay una flor blanca en un jarrón que sobrevive entre un ramo ya podrido. Hacia el final, Rami le avisa a Eva que esa flor finalmente murió, pero solo como excusa para un nuevo intento de devolverle confianza a su amiga, de restaurar algo que para ella ha perdido sentido ahora que Juan no la acompaña. Aunque no es posible que todo sea como antes, la vida continúa su rumbo a pesar de las tragedias. Mientras tanto, la presencia constante de una frase de Rami ordena la película: “el cine te conecta con la vida”. Eva va a comprar nuevas flores y en la calle se encuentra con Facundo y Milagros, la pareja de personas con ceguera de la película que estaba editando. Hay un alivio; y como un gesto mágico, el cine irrumpe en la vida y otorga un sentido muy concreto a la frase de Rami. Las cosas indefinidas no titubea al afirmar que es a través del cine que el mundo se puede volver un lugar más habitable. El azar que a veces ordena los acontecimientos solo es posible si prestamos atención a las imágenes que nos rodean. Un último ramo de flores adorna el florero del estudio, y es a partir de aquel encuentro fugaz que Eva puede recuperar de a poco su confianza en el mundo. 

 

Las ausencias (2023, Juan José Gorasurreta)

Por Verónica Balduzzi

Hay algo tremendamente especial en el acto de producir imágenes y es que tan pronto existen –o sea, tan pronto alguien las mira–, dejan de pertenecernos. Hacer películas implica siempre un movimiento encadenado: mirar durante y mirar después, apropiarse, en el mirar, de los materiales que confeccionarán nuestra percepción del mundo. En la entrevista que inaugura Las ausencias, Daniel Schmidt describe este juego de reflejos que nos acompañará aún después del final de la película: “El cine me sirve para conocerme a través de los otros; los otros son como espejos, y yo también tengo esta función…”. Entonces, lxs otrxs siempre hacen falta.

El mapa de imágenes que despliega Las ausencias es claro solo en apariencia. Una serie de referencias a eventos, años y lugares funcionan como una suerte de guía cronológica que es tan solo uno de los recorridos posibles para navegar los materiales que, en sus palabras, diseñaron las zonas sensibles de Juan José Gorasurreta. Esta película, que está hecha de muchas otras, propone un tejido que entrelaza apuntes e imágenes que formaron parte de la historia personal de este cineclubista, fragmentos que son también los de la historia del cine, la historia de los trenes y la historia del país. Sus fotografías familiares pueden convivir con una película de Alexander Kluge del mismo modo en que las anotaciones de una postal pueden convivir con las radiografías de un órgano doliente. Todos estos archivos son distintos y parecidos a la vez. Lo que tienen en común es que no fueron olvidados por quien los compila, y es en esta convivencia y en las relaciones que surgen de ella que el mundo se hace más grande.

Las ausencias entreabre –en tanto desorganiza sus materiales del mismo modo en que la poesía desorganiza el lenguaje– la posibilidad de imaginar nuevas relaciones capaces de, en última instancia, transformar las cosas como las conocemos. Para Juan José, la cinefilia es una oportunidad para reunirse con otrxs y una manera de aprehender el mundo. Si cada material es una huella de ese presente desde el que se observó, y si una película puede servirnos de espejo para conocernos a través de lxs otrxs al mismo tiempo que para conocer a lxs demás, entonces su reflejo se proyecta hacia el futuro, como un instrumento que nos ayuda a recordar la imaginación que tuvimos. En Las ausencias, materiales como La fe del volcán de Ana Poliak o Tire dié de Fernando Birri resuenan tan cercanos que consiguen narrar el presente a la vez que vuelven presente la memoria, lo que es bien distinto de observar el pasado desde un lugar (o una distancia) del que resulta imposible realizar alguna intervención. Hacer memoria, al igual que hacer una película o mantener una conversación acerca de una película, es un verbo de acción, como un mirar que recuerda y que ayuda a pensar en el presente y en el porvenir.

En un momento de la película, Juan José relata el momento en el que fundó, junto a otras personas más, el Cine Club La Quimera. Guardo sus palabras como un amuleto y como un recordatorio: “Aprendimos a querer a las personas como son. Y el cine llegó con un nuevo aire, tan insolente como la terquedad de la esperanza”.

 

Buscar trabajo (2022, María Aparicio) y Reloj, soledad (2021, César Gonzalez)

Por Candelaria Carreño

Sin pan y sin trabajo (1894), de Ernesto de la Cárcova, es una imagen icónica que recircula en contextos de crisis. En la pintura, el trabajador cierra la mano en un puño, nudillos tensos e impotentes golpean la mesa, junto a las herramientas de trabajo. El hombre mira por la ventana, a lo lejos sobre el punto de fuga del horizonte, una fábrica en paro por huelga. Su mujer, débil, amamanta al hijo, sus manos parecen arañas que sostienen al niño envuelto en telas. ¿Qué significa ver cuando se reivindican recetas decimonónicas, supuestamente necesarias para una Argentina próspera? 

Durante el mismo período histórico, se realizó el Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República (1904), a pedido del por entonces ministro del interior Joaquín V. Gonzalez, bajo la segunda presidencia de Julio Argentino Roca. El autor de la publicación, Juan Bialet Massé, centellea en el cortometraje Buscar trabajo (2022) de María Aparicio. En uno de sus planos, vemos a dos recolectoras que, sentadas cerca de una plantación de frutales, separan la fruta buena de la fruta mala, y la depositan en una canasta. Sus manos repiten un gesto mecánico, autómata, sin necesidad de detenerse en la acción. Las imágenes que observamos forman parte de la Colección de Nitratos Argentinos del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, que alberga los primeros registros audiovisuales de nuestro país. A su vez, se escucha una voz que relata en off, y en tiempo pasado, lo que vio en aquellos años, referenciando a las líricas descripciones realizadas por el autor del informe citado, contemporáneo a los registros fílmicos que vemos. 

La publicación de Bialet Massé da cuenta de las paupérrimas condiciones laborales de los y las trabajadores del interior del país: basta con leer la nota de remisión en la cual se hace hincapié más que en la poca preparación de los peones, en la ignorancia de los patrones. Esa Argentina agroexportadora, con el “PBI per cápita más alto del mundo” –frase utilizada como muletilla ejemplificante por quienes actualmente gobiernan el país– trajo también la necesidad irrevocable de leyes laborales dignas, aprobadas en años posteriores, al calor de las huelgas y manifestaciones reprimidas durante fines del Siglo XIX y principios del Siglo XX. En Buscar trabajo, a través del  montaje de los archivos de nitrato, un diseño sonoro que recrea lo que vemos en imágenes, y la narración en off, se recupera una porción de la historia del movimiento obrero argentino. Al inicio del cortometraje, el relato precisa: “les hablo a ustedes, que están viendo esto, en este momento”. Volvemos a pensar en las manos de esas mujeres, separando fruta, como si fueran garras mecánicas, repitiendo un gesto rutinario. Si bien narra lo acontecido hace más de un siglo, el destinatario del relato es quien vuelve a visionar esas imágenes en la actualidad. El archivo se hace eco de una sintomatología que se activa en medio de la crisis social y económica, para pensar planos del presente. 

Si bien las condiciones de trabajo infrahumanas de la Argentina del informe de Bialet Massé poco tienen que ver con la actualidad, el trabajo precarizado se aggiorna a los tiempos que corren. En Reloj, soledad (2021), de César González, se filma el ritmo rutinario de una imprenta durante el aislamiento social preventivo y obligatorio. Los trabajadores son parte de la línea de montaje, posfordismo en tiempos posmodernos: hay planos donde sus manos –también automatizadas, también mecánicas– acomodan resmas y papeles en las cintas corredizas de las máquinas. La película, a través de la historia de la protagonista anónima, logra recomponer un ritmo solitario y alienante. El despertador que suena entre turnos, y las escenas en donde se filma el trabajo maquínico de la planta dan cuenta del sofocamiento bajo la frialdad de luces fluorescentes, con trabajadoras encapotadas en trajes blancos y barbijos. 

Los planos del barrio conurbano donde sucede el relato junto a los registros del trabajo en la imprenta coquetean entre documental y ficción constantemente. Atraviesa la atmósfera de la película la victoria prácticamente inasequible de conseguir y mantener –a costa de lo que sea–  un trabajo “en blanco” y con “obra social”. Seguramente espeja lo vivido por más de un espectador, acostumbrados a condiciones laborales poco dignas, a los que ningún proyecto gubernamental supo contener ni dar respuestas concretas. La precarización y el emprendedurismo, con sus lineamientos de mejoras a través del esfuerzo individual, serían algo así como el background contextual que no entra completamente en cuadro en Reloj, soledad, aunque resuena en la desesperación y agotamiento que viven sus personajes, sobre todo femeninos. El terreno para que ciertos discursos cobraran fuerza y ganaran estaba abonado. El diagnóstico para lo que viene es preocupante: si nos atenemos a las modificaciones legislativas y a las políticas económicas de ajuste que se pretenden implementar, no se augura nada positivo para el sector laboral. Si bien no atrasa al siglo XIX, retrocede varias décadas en nuestro país. Una de sus aristas es el desfinanciamiento cultural; alejado del impulso de conformación del campo artístico nacional de los primeros decenios del siglo XX, actualmente se sustenta por la demonización y agresión al Estado. El desfinanciamiento del sector implica la profundización de la pérdida del patrimonio audiovisual (que posibilita, por ejemplo, la perdurabilidad de los archivos de Buscar trabajo) como también el acceso cada vez menos igualitario a la producción cinematográfica, y artística en general. Ante las nuevas formas de precarización que atraviesan el relato de Reloj, soledad, y sabiendo que el acercamiento a bienes simbólicos y culturales está sesgado por condicionamientos sociales, etarios, de clase, vale hacerse la pregunta: ¿quiénes vemos qué cosas? 
“Les hablo a ustedes, que están viendo esto, en este momento”. Las manos de las recolectoras de fruta, automatización del trabajo en épocas donde el cuerpo estaba a merced de jornadas sin descanso; las manos de los trabajadores de la imprenta a tono con la acelerada tecnologización del empleo; las manos de la mujer que amamanta al hijo, nerviosas entre pliegues de tela. Volver a las imágenes, ver una vez más lo ya visto. A diferencia del ritmo de mecanización que vemos en las manos de las películas analizadas, en la figura masculina de Sin pan y sin trabajo hay una instancia de suspensión. La postura del hombre, a punto de levantarse de la silla, encuentra en sus manos un gesto de violencia detenida. La impotencia generada por la imposibilidad de trabajo debido a la huelga, la bronca de vivir en condiciones indignas y con salarios de hambre.

2 Comments

  1. Estimada Lucía Salas:

    Un detalle sobre tu comentario de “El juicio”: Milei no citó a Videla sino a Emilio Massera.

    Saludos,

  2. Atentar contra el arte,la cultura,es querer borrar nuestra historia e identidad..Es nuestro deber moral y ciudadano defender y acompañar

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