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Ciclo de verano (07) – Algo sucede. Las películas de Dan Sallitt

Por Lucas Granero

1

Algo sucede. Una pareja discute dentro de un auto. Se los nota algo agotados, como si esto formase parte de una rutina a la que ya están acostumbrados. Pero esta noche parece ser distinta. Él le pide disculpas, le dice que su intención no era criticarla. Ella le dice que últimamente siente que están discutiendo más de lo habitual. Él se sorprende un poco del comentario y dice que es verdad, que no existía esa tensión cuando eran amigos.  “No conozco otra persona como vos”, sentencia. “Tal vez sea mejor que volvamos a ser…”, ella no concluye la frase, se interrumpe. Esa mínima duda que tiene al terminar la oración habilita a que sea él quien la termine:  “…amigos?”. “Sos una muy buena persona”, dice ella y ya no dirá nada más. Un breve silencio se sostiene entre los dos. Finalmente, él se anima a decir algo, como para despejar la bruma densa que sobrevuela: “¿Nos vemos el viernes en la fiesta?”. Ella le dice que sí, que puede ser. Él se baja del auto sabiendo que acaba de sacarse un gran peso de encima. Ella se queda ahí, sola, y un pequeño gesto de alivio se le alcanza a notar en la cara. 

Así comienza Honeymoon, la segunda película de Dan Sallitt. Ninguna descripción, sin embargo, puede hacerle justicia a aquello que hace a esta escena verdaderamente particular. Hay que ver las formas en las que cada mirada de repente se fuga, notar las implicancias de cada pausa entre frase y frase y escuchar, sobre todo, lo que se dice en los silencios. Tal vez así podamos llegar a tener una pequeña idea de todo lo que está en juego cada vez que Sallitt pone a dos personas en escena y las hace parte de su pequeño mundo de catástrofes emocionales que forman el tapiz tumultuoso sobre el que se desarrolla la vida. Podríamos decir que si Brisseau filma “la vida tal cual es” y Kiarostami retrata “la vida y nada más”, Sallitt se encarga de poner en escena una pregunta no exenta de complejidades: “la vida, ¿pero cómo vivirla?”

Dos años después de esa ruptura, Michael le propone casamiento a Mimi, una vieja amiga de la que siempre estuvo enamorado. Ella acepta, porque también siempre estuvo enamorada de él. Todo sucede de manera imprevista: luego de dos citas, ambos coinciden en que lo mejor será casarse y vivir el resto de sus vidas juntos. No vemos nada del casamiento en cuestión. Una elipsis seca -ya veremos que a Sallitt le gusta mucho este tipo de hachazo narrativo- nos evita el trámite del “sí, quiero” para que los encontremos directamente llegando a la cabaña que la familia de Michael tiene en las afueras de Nueva York; un espacio casi idílico que no parece haber cambiado demasiado desde los años 70. 

Para Michael, esa casa es un terreno familiar, una cápsula nostálgica de días de verano llenos de felicidad. Mimi, en cambio, no deja de sentirse ajena a ese espacio; como si hubiese algo que constantemente la expulsa Como si de repente entendiera que lo que hacen allí no es una tarea sencilla. Deben construir una intimidad de la nada, volver cotidiano lo desconocido, transformarse de repente en una especie de familia. Todo el sistema se vuelve imperfecto en torno a una sola cuestión: la imposibilidad del sexo. La noche de bodas falla estrepitosamente. Al día siguiente, vuelven a intentarlo. Otra vez, las cosas no salen como querían. Para el tercer intento, la mezcla de tensión y frustración es tal que ni siquiera pueden verse la cara. Una vez más, algo sucede.

Y así, esos dos enamorados que no podían aguantar sin estar juntos toda la vida, se encuentran con un muro entre ellos. Aquí aparece uno de los temas que será una constante en el resto de la filmografía de Sallitt: la distancia entre dos personas. En Honeymoon, esa separación viene dada por un elemento que ninguno de los dos personajes puede entender del todo. Quieren estar juntos, dicen amarse, y sin embargo a cada cercanía que intentan algo los repele. Sallitt trabaja esta distancia de maneras muy concretas, fiel a su económico uso de los recursos. Dispone los cuerpos en el plano de manera tal que esa distancia quede expresada de una forma tenue. En una larga secuencia en la habitación, configura una suerte de coreografía de cuerpos que se acuestan, se levantan, se dan la espalda, se quedan solos. Todos los movimientos van creando un grado más de separación entre ellos. La cama parece agrietarse. Cada cambio de plano acrecienta ese clima de ansiedad que termina agotando a Michael y a Mimi, que no paran de intentar tener sexo. Un plano cenital los muestra mirándose mutuamente en silencio, agotados de no conseguir nada. La culpa pasa de uno a otro: antes era ella la que no quería, ahora es él quien no puede. Si no fuera por el incesante canto de los grillos en el exterior, sus pensamientos podrían escucharse. La noche se vuelve interminable. Mimi se da vuelta y queda dándole la espalda. Pero no solo en la cama se hace notoria esa distancia. Sallitt también la trabaja a través de la arquitectura de la casa. Realiza encuadres dentro de encuadres, saca todo el provecho de la profundidad de campo, acentúa el uso de espacios vacíos y el desbalance de los planos. Aún en la mesura encuentra siempre un encuadre que acentúa sutilmente la emoción de cada escena.

Un raro momento, cuasi documental, le da a Honeymoon un bienvenido respiro del cargado clima de la casa. Mimi sale a dar una vuelta por el pueblo y charla con algunas personas. Al retornar, se dispone a encontrar una solución a la notoria desintegración de la pareja, como si ese breve paseo le hubiese dado una nueva fuerza. Su insistencia en hacer que las cosas funcionen le gana a la frustración que todo lo inunda. Cuando la luna de miel finalmente termina, otra elipsis nos muestra a la pareja viviendo juntos en la ciudad. Nunca sabremos si siguen frustrados o si están felices de la decisión que tomaron. Pero ahí están, viviendo la vida que inventaron. 

2.

All the Ships at Sea sucede en la misma casa que Honeymoon. Al igual que su predecesora, es una película en la que no existe nadie más que dos personas, entre las que se expone otra forma de distancia. Pero, en vez del resquebrajamiento de una relación vemos, en cambio, un reencuentro. Las dos hermanas que se juntan en esa casa al costado del lago llevan sin verse un largo tiempo. Evelyn, la hermana mayor, es católica y da clases de teología. Virginia, la menor, volvió a la casa de sus padres luego de haber sido expulsada del culto al que pertenecía, sumida en una profunda depresión. No hay mejor contexto que esa casa, que de tan tranquila se vuelve ominosa, para intentar comprender qué es lo que las llevó por caminos tan disímiles.

En la tradición del chamber film, Sallitt explora aquí toda su potencial oral. Las hermanas buscan entenderse una a la otra, se miden mutuamente con argumentos que ponen en duda sus creencias y de a poco van encontrando heridas en común. Cada escena propone una forma distinta de filmar una conversación. Sallitt explora todas las posibilidades: juega con el foco y los rostros, hace uso del espacio, trabaja con luces y sombras y, sobre todo, no desestima el poder del plano/contraplano, recurso que utiliza sin miedo al agotamiento. 

Al mismo tiempo, la película hace notoria su capacidad para crear diálogos que, aún tocando temas que incluyen conceptos algo extremos acerca de la fe y la religión, se corren de cualquier tipo de adornada complejidad y logran expresar exactamente lo que sus personajes quieren decir: me siento así, me pasa lo siguiente, creo en esto. Sallitt siempre propone una suerte de exposición racional de los sentimientos. Todo se habla, todo busca ser comprendido. Heredero de una tradición oral del cine (que va desde la aceleración del diálogo en las comedias de Hawks hasta el arte de la conversación en Rohmer), Sallitt prefiere siempre la lengua a la acción o, mejor dicho, la acción mediante la lengua. Y aún así, por más que todo se hable y todo se escuche, la disolución es inevitable. Virginia y Evelyn quizás hayan podido entender qué es lo que las llevó hasta allí, pero eso no es suficiente. Hacia el final, volverán a separarse: una se irá de la misma forma en la que llegó, caminando hacia la incertidumbre; la otra, buscará la contención en su fe. El desamparo, sin embargo, las sigue igualando.

All the Ships at Sea está dedicada a la memoria de Maurice Pialat. La dedicatoria no resulta rara si uno piensa en la obstinación que Sallitt tiene por filmar la crudeza que deviene de los sentimientos fuertes, de las olas de intensidad que se despegan de cada emoción que explota. Todo es calma hasta que algo se dispara. Sus relatos marchan bajo un ritmo un tanto esquizofrénico. Sus personajes surfean esas olas como pueden, muchas veces equivocándose. De Pialat también aprendió a no caer nunca en la miseria de regodearse cuando los encuentra con la guardia baja, sino más bien acompañarlos siempre y dejarlos ir cuando ya no queda más nada que decir.

3.

El origen de Polly Perverse Strikes Again!, su ópera prima de 1986, está relacionado con la facilidad que las nuevas tecnologías del momento le ofrecían a los cineastas incipientes. La unión de Sallitt con el cineasta John Dorr fue la clave que propició su paso de la crítica al cine. Desde 1983 hasta 1985, Sallitt se desempeñó como crítico de cine para Los Angeles Times. En múltiples entrevistas, define a ese corto período como el momento en el que su cinefilia se disparó a niveles incontrolables. Es así como se topa con las películas que Dorr estaba haciendo con su productora multifuncional, EZTV. Dorr estaba en el centro de la vanguardia creativa de Los Ángeles y fue uno de los primeros en confiar en las potencialidades que ofrecía el video. Sallitt vió en la obra de Dorr la posibilidad de realizar un cine que no renunciaba a sus ambiciones a pesar de sus escasos recursos económicos. Y en el caso de Dorr, esas ambiciones se basaban en recuperar el espíritu de las comedias y los melodramas clásicos de los estudios, realizadas ahora con la más baja de las fidelidades de registro. Para Sallitt, un admirador acérrimo del Hollywood de los 30, tal combinación no podría haber sido más eficaz y reveladora. 

Polly Perverse… representa su intento por explorar. Él mismo la define como una combinación de Bringing up Baby con La maman et la putain. El impulso cómico de la película es evidente y está generado a partir del cruce entre varios personajes, lo que también supone el primer y único intento de Sallitt por trabajar con múltiples tramas al mismo tiempo. Aquí no se centra en dos personajes sino en tres: la pareja que forman Nick y Arliss y el regreso a sus vidas de Theresa, una ex novia de Nick que viene a revolucionar la tranquilidad de los primeros. Como la Susan Vance de Katherine Hepburn en la película de Hawks, Theresa es intempestiva y se lleva todo por delante. No duda ni un segundo en meterse de vuelta con Nick y jugar un duelo implícito con Arliss, quien representa todo lo que ella no es: ordenada, tranquila, segura. Cada una descubre una faceta desconocida de este. Theresa no puede creer que haya sucumbido a las comodidades de una vida aburguesada y Arliss no comprende cómo puede haber salido con una chica como Theresa. El resto son cosas que chocan y otras que hacen bum. 

Como opera prima, Polly Perverse… muestra de manera tímida algunos de los elementos que luego serán constantes en la obra de Sallitt: la atención puesta en las conversaciones y los sutiles cambios de ritmo que aparecen en cada charla, el interés puesto en revelar lo que verdaderamente crea un lazo entre dos personas y la cuidada observación de cada una de las acciones que forman una intimidad. Lo curioso es que aún demostrando esta potencialidad a Sallitt le haya costado casi 18 años volver a filmar. 

4

Así como su relación con el grupo EZTV lo animó a filmar su primer película, en el origen de The Unspeakable Act también reside un contacto, aunque tal vez menos evidente. Para el 2012, año del estreno de la película, el cine norteamericano experimentaba los últimos coletazos de la novísima ola que había atacado con fuerza en las costas del siempre inabarcable american indie. Las películas de Joe Swanberg, Andrew Bujalski y Aaron Katz (por solo nombrar algunos), volvieron a poner sobre la mesa la discusión en torno al realismo, la improvisación y la crudeza del registro que la crítica, siempre dispuesta a generalizar, optó por etiquetar como “mumblecore”. Sallitt notó en las películas de esta generación una fuerza creativa de la que podía tomar mucho. En principio, el apego a tecnologías baratas que aún así conseguían una calidad de imagen notoria y, por otro lado, el surgimiento de nuevos cuerpos y rostros, ajenos a cualquier tipo de convencionalidad de star-system. Las películas de Swanberg, incluso, se parecían a las suyas en intentar poner en escena la particular lógica de las relaciones humanas imbricadas por el deseo y el sexo.

The Unspeakable Act sale ilesa de su plan de caminar por terreno minado: mostrar con total franqueza la idea del incesto. Jackie quiere tener sexo con Matthew, su hermano mayor que se acaba de ir a la universidad. Eso hace que quede sola con ese deseo rondando en su cabeza, alimentándose del combo fatal de incertidumbre y frustración que aqueja a todo adolescente. Sallitt toma una decisión fundamental apenas comienza la película: que sea la propia Jackie la que nos cuente la historia. La voz en off hace que todo aquello que sea delicado de decir o retratar (que en este caso son muchas cosas) esté filtrado por el punto de vista de Jackie. De esa manera, somos testigos de todas las dudas, conflictos y angustias que va viviendo a medida que ese deseo va tomando más fuerza. Sallitt, desde su lugar, no hace más que acompañar a su personaje y, lejos de transformarla en una figura inmoral, la retrata cuidando todas las complejidades que forman su personalidad.

Ni siquiera en sus sesiones de psicoanálisis Jackie puede comprender qué es lo que le está sucediendo. Ella sabe que está mal pero no puede evitar sentir lo que siente. El gran conflicto reside en la exteriorización que haría manifiesto lo impensable. Pero, ¿cómo decirlo? Ese “acto innombrable” al que hace alusión el título exhibe la complejidad de querer expresar tales sentimientos. En ese sentido, el trabajo de Tallie Medel en el rol de Jackie supone toda una revelación. Es a través de sus extrañas posiciones corporales, sus arrebatos de enojo y sus ojos siempre entre llorosos y alegres, que consigue dar cuenta de la inestabilidad emocional que la aqueja. Cada vez que irrumpe en esa casa gigantesca en la que vive con su madre y hermana (dos figuras que merecerían una película aparte), la ominosa calma que por allí circula se disipa. Cada vez que se queja pega un portazo o se mueve dando fuertes pasos —todo gestos que en cualquier otra película nos resultarían extenuantes y algo exagerados—, se hace evidente su presencia en ese lugar donde se la pasa gritando pero nadie tiene ganas de escucharla.   

5.

La primera vez que varios de nosotros conocimos a Dan Sallitt no fue viendo una de sus películas sino viéndolo a él. Matías Piñeiro lo puso a actuar como padre de Agustina Muñoz en uno de los mejores momentos de Hermia y Helena. La escena en cuestión, en la que padre e hija se conocen, supuso la bienvenida de Piñeiro a un terreno inexplorado en su cine. Filmar ese reencuentro hizo aparecer una capa emocional inédita en el resto de sus películas, con sus personajes ahora expuestos a una situación que nos permitía verlos en una zona de vulnerabilidad. Volver a ver ese momento, ya con el conocimiento de la obra de Sallitt, revela un gesto que antes se nos escapaba: este es el intento de Piñeiro por hacer una “escena Sallitt”. El centro mismo de toda la secuencia se basa en la idea de la distancia. Homenaje o agradecimiento, lo cierto es que el gesto sirve para demostrar las formas en las que la influencia de Sallitt fue apareciendo, de maneras más o menos evidentes, en la obra de muchos cineastas jóvenes. 

Pienso que la razón de esa influencia se encuentra en el hecho de que sus películas demuestran que es posible trabajar una dramaturgia intensa sin por eso caer en el exceso ni en la condescendencia. Sus películas nos muestran que un personaje puede exponer sus sentimientos sin que nada de eso parezca falso o que alguien puede llorar de dolor sin temer a la aparición del ridículo. Ese horizonte de una narrativa directa demuestra la influencia que Sallitt conserva del cine que lo marcó como cineasta. No deja que la escasez de sus medios de producción lo lleven a renunciar a su punto de vista. El aprendizaje de su cinefilia extrema lo ayuda a condensar el espectro de su amplia influencia con mínimos medios. En ese cine de afectos, con dolores y alegrías que van y vienen, se puede ver tanto la ambivalencia emocional de Pialat como la franqueza sentimental de Lubitsch. Y es ahí, en esa cruza entre la incertidumbre del modernismo y la seguridad del clasicismo, donde Sallitt encuentra una fórmula ideal para que sus películas puedan sentirse nuevas sin renunciar a sus antepasados.

6.

Fourteen, su última película, cuenta la historia de dos amigas que, de a poco, comienzan a dejar de verse hasta que se transforman en dos desconocidas. Las dos amigas en cuestión, Mara y Jo, se conocen desde la infancia. Jo siempre fue un poco inestable y la adultez la volvió más frágil. Mara, en cambio, siempre fue más madura y, como tal, es la que sostiene a Jo en sus momentos de mayor crisis. Pero cuando estas se intensifican, la relación comienza a agotarse. El paso de los años las muestra cada vez más distanciadas. Como sucedía en Honeymoon, el trabajo con las elipsis es clave para demostrar la brutalidad del tiempo. Entre escena y escena pueden pasar dos días, un mes o cinco años. No hay placas que lo evidencien ni cambios de registro. La vida se desenvuelve con total naturalidad. Mara cambia de trabajo, se pone en pareja, tiene una hija, se separa; Jo se queda sin trabajo, se enferma, tiene una sobredosis, se va a vivir a la casa de sus padres, cambia de pareja constantemente y finalmente se muere. Entre esos lapsos, las prioridades de ambas van cambiando, la relación se enfría, y llega un momento en el que azarosamente se encuentran en una plaza y se saludan como dos personas que se conocieron una vez, en una fiesta, hace mucho tiempo, y ninguna lo recuerda mucho. Así, de esos puntazos certeros, está hecha la delicada angustia de Fourteen

Sallitt enfoca el desbalance bajo el que se desarrolla la amistad apenas las vemos juntas. Jo es la que siempre demanda y nunca ofrece. Mara aparece como su contrapunto total, siempre acude a cada llamada, lista para el rescate. Jo tendrá su momento de catarsis frente a su amiga y ésta se dará cuenta de que, por más que se canse de intentarlo, salvarla de su desmoronamiento será imposible. Su destino es autodestruirse. Mara también tendrá su llanto, pero será muy tarde, en el funeral de su amiga, de la que hace años no sabe nada, y al que parece ir tan solo por un mínimo respeto a su memoria. No puede evitar desbordarse y llora todo lo que no pudo llorar antes: las culpas, el resentimiento, los buenos momentos. La tormenta se interrumpe con un corte justo. Para la siguiente escena se habrá recompuesto. La vida, para Sallitt, es una misteriosa sucesión de estados.

Hay una escena en Fourteen que, al verla por primera vez, produce una cierta extrañeza. Se trata de ese momento que sucede en la estación de tren. Filmada en un solo plano general sin cortes, la escena nos muestra la llegada de Mara a la ciudad donde Jo está viviendo con sus padres, recuperándose de una recaída en las drogas. La distancia de la cámara es tal que nos permite ver todos los acontecimientos que allí suceden: el tren que llega, los pasajeros que se bajan, otros que suben y el tren, una vez más, siguiendo su marcha. Por allí aparece la pequeña figura de Mara, que cruza un puente para pasar al otro lado de la calle y finalmente sale de cuadro, camino a la casa de su amiga.

Si el plano nos sorprende es porque impulsa un registro que, hasta ese momento, la película venía negando. Su desubicación es tal que uno tiene miedo de que en cualquier momento explote algo. Pero nada de eso sucede. Es más: no sucede nada excepto lo que debe suceder. Y, sin embargo, recordamos esa escena como un momento clave de la película, como si allí se jugara todo su potencial, todos sus enigmas. ¿Dónde yace lo extraordinario? Será, otra vez, una cuestión de distancia. Al alejarse, Sallitt nos permite ver lo que la cercanía dejaba afuera. El entorno en el que se mueven los personajes aparece aquí en todo su esplendor, como haciéndonos acordar que al margen de sus vidas existen muchas otras más, con todos sus golpes y todas sus risas. ¿Qué pasa con aquella persona que baja del tren junto con Mara pero en vez de seguir caminando se sube a un auto? ¿Dónde se dirige? ¿Cómo pasará el resto del día? No lo sabremos, pero la sola idea de poder imaginarnos tal cosa demuestra la generosidad de un cineasta como Sallitt, tan aferrado a los pequeños misterios de la vida, tan atento a la fugaz aparición de los sentimientos.

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