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Ciclo de verano (04) – Los muertos. Cine documental argentino de los 10s

LA FUNCIÓN DE UN TIGRE ARRIBA DE LA MESA EMPIEZA HOY 21/02 A LAS 19HS EN ESTE LINK.

Por Lautaro García Candela

En algunos pasajes de este dossier sobre la década que acaba de terminar se plantea el problema de una disponibilidad sobrehumana de películas y materiales. Hay tanto para ver que se vuelve prácticamente imposible estar al día con la producción audiovisual. Nuestra propia finitud contra la montaña de películas que se estrena cada jueves. En los últimos diez años en Argentina nos hemos enfrentado, con angustia o con tedio, según la resistencia a la frustración de cada uno, a esta enmarañada situación. Obligados a elegir, creo que a veces no lo hicimos bien. Esta operación se volvía explícita en festivales: armar una grilla significaba priorizar algunas películas sobre otras, e inconscientemente o no elegíamos los estrenos de los directores consagrados que anduvieran pululando por festivales internacionales o la retrospectiva inconseguible que venía a ajustar perillas sobre lo que nosotros entendíamos por “historia del cine”. Y una parte muy importante del cine argentino, su producción documental, quedaba relegados: ya habría tiempo. 

Cabría proponer que en las futuras historias del cine se hable del surgimiento de la “quinta vía” como hoy se habla de la Ley de Cine de 1994. Consiste en un subsidio reglamentado en 2007 (más popular a partir de 2010) que entregaba un dinero ostensiblemente menor al que se maneja en las producciones de ficción, pero sin las limitaciones que éste conlleva: rodajes menos controlados por el sindicato, tiempos largos de pre-producción, rodaje y montaje. Flexibilización, alguien podría decir maliciosamente (aunque lo cierto es que este sistema se ha vuelto incluso deseable para el cine de ficción). Es imposible saber qué vino primero: el cambio (tecnológico) en la manera de hacer películas o una resolución del instituto que estimulara esta manera más “artesanal”. Lo cierto es que fue el dato objetivo más importante de estos años. La mitad de las películas argentinas de la década fueron producidas por una quinta vía. El número es por momentos irrisorio y plantea una incompatibilidad con el vetusto modo de exhibición, signado por la burocracia infinita de los pasillos del INCAA. Películas con 16 espectadores en el cine Gaumont (¡ni el equipo técnico completo fue a verla!) marcan un límite material-moral. Fue una época de cierto desenfreno. Si agarrabas tres personas al azar en abril zona Recoleta al menos una estaba aplicando a una quinta vía. 

Así los cineastas hurgaron en el álbum de fotos familiar o leyeron el diario con otra atención: las facilidades para filmar permitían hacer una película sobre temas muy variados. Uno con la cámara, otro con el sonido, uno que dé una mano con lo demás, con tres personas alcanzaba. No hay director de arte que cuide el verosímil ni la composición. Tampoco hay tiempo para tratar de ocultar los precios de las cosas, práctica común en el cine de ficción para no “fechar” la película. Así aparecen las gaseosas de segunda marca, los partidos de fútbol (para todos) sonando en off y camisetas con nombres de jugadores que creíamos olvidados. ¡Las pulseras Power Balance! Juguetes que quedaron tirados del uno a uno, tortas, mucha comida. Talismanes, altarcitos domésticos, instantáneas. Al ver algunas de las películas sentí que el cine se volvía sudario, como decía André Bazin: como una impresión física que nos queda de algunas vidas pasadas: en todas estas películas encontramos maneras particulares de recordar y hacer presente a nuestros muertos, pero también maneras de enfrentar la propia muerte. Una comunidad se compone de los vivos, los muertos y los que están por nacer. 

Paralelamente, en estos años también explotó el documental en primera persona, el que toma la propia experiencia como punto de partida (¿y de llegada?). Su relación con lo otro se da, en todo caso, cuando se contextualiza de tal manera que esa experiencia se encuentra con la Historia. La posibilidad de acción termina ahí. Los límites de su mundo eran los límites de su vida: la muerte del propio director es el final. El filósofo y militante Damian Selci en su artículo “La posibilidad del siglo” (disponible en PDF en la web) lo describe mejor que yo: 

“Digamos sucintamente que la vida actual, la vida sin causas, la vida normal del neoliberalismo, es horrible. Mark Fisher la caratuló como “hedonismo depresivo”. Es un individualismo de la impotencia navegando sin rumbo por servidores de internet, que no deja de encontrarse siempre a sí mismo en la asfixiante intimidad de su monoambiente yoico. Es la claustrofobia neoliberal de tenerse a sí mismo por único fin y por único medio. (…) Para decirlo con términos filosóficos, la existencia del individuo neoliberal es mera finitud: yo soy este cuerpo finito, delimitado, con el que experimento placeres hedonistas y con el que necesariamente me deprimo, ya que deprimirse es no poder salir de mí, no poder salir de casa o de la cama, no poder exponerme, no hacer la experiencia de lo otro.”

En cambio ciertos directores buscaron trascender su experiencia porque, al menos, ya hay dos: el que filma y el que es filmado. Y así, la propia finitud se pone en cuestión. Aunque la existencia de uno y otro se acabe generan una conexión pasible de ser repuesta en otros momentos. Crean un sistema. La organización que le gana al tiempo. Las películas pueden velar a los muertos, hacerle justicia, imaginar tumbas posibles, más a medida que lo que puede ser el mármol frío. Dejan una impresión fidedigna de los modos de vivir de las personas. Y sobre todo, documentan una manera no-individual de vivir. Los asuntos de lxs directores se convirtieron en asuntos de lxs otros, de los que estaban siendo filmados. 

***

Un tigre arriba de la mesa, de 2016, es el retrato de Guillermo Violini, un taxidermista que vive entre animales embalsamados. Atiende en su casa, en el living más precisamente, y el taller lo tiene en la terraza, al lado de la parrilla. Tiene dos hijos chiquitos y su mujer “pasa rápido” a la cocina para no molestar. La película intercala entrevistas y reflexiones con filmaciones caseras en VHS que muestran un momento muy particular de mediados de los años 2000: año nuevo con el unplugged de Diego Torres (Color esperanza había pasado, por suerte), reuniones familiares con Patys y cerveza Quilmes, los tíos no habían dejado de fumar (no estaba prohibido aún) y se notaba cierto alivio en el aire; los manteles que pasaban de plástico a tela bordada y las copas que pasaban a ser de vidrio eran los signos de cierta recuperación económica. Sus hijos juegan en una pista de autitos Hot Wheels que le sacó el sueño a muchos niños de la época con tres vueltas imposibles, casi escherianas. En ese contexto, a Jorge se lo ve feliz. Baila, toca la guitarra, se sienta en el extremo de la mesa reservado al patriarca. Pero Jorge escucha una voz: “Loco, vos no te la bancás”, como si no fuera digno del lugar que implica sostener y dirigir a una familia. La pista de autitos, que aparecía como signo de amor y bonanza económica, ahora aparece como compensación inútil: hay que sospechar de los que hacen regalos tan importantes. Algo intentan reparar. 

La película esboza una explicación para esta angustia: todo se derrumba cuando muere su abuela-madre que lo crió y se queda con su madre biológica, que es más hermana que contención. Pero sería ingenuo pensar que los sucesos que van acumulándose alrededor de una vida pueden separarse de manera tan clara, e incluso jerarquizarse. Lo cierto es que Guillermo ostenta una suerte de cinismo orgulloso con respecto a su estilo de vida: “No estoy contribuyendo a no morirme”, dice. Tiene un bloqueo coronario, está rengo, fuma y come sin control. Cuando mira a cámara, con una sonrisa que no intenta esconder lo oscuro de sus pensamientos, sostiene el cigarrillo como una especie de varita mágica que lo separa de los optimistas, de los que tienen cierta esperanza en la existencia. Cada respiración es un momento en el que le gana a la muerte pero construye, por la negativa, la insidiosa sensación del derrumbe por venir. 

La película insiste sobre esos síntomas porque ese es su programa político. Si cierta corriente de pensamiento de la alegría encarnada en el coaching ontológico ataca los síntomas como la depresión y la fatiga a fuerza de meditación, ejercicio, y sin hacerle asco a las pastillas, Un tigre arriba de la mesa pone en primer plano ese malestar como un signo de algo y se pregunta cómo podemos vivir así. Toda enfermedad del cuerpo es, en realidad, una enfermedad del alma; y el cuerpo de Guillermo Violini abraza esos problemas sin negarlos. Vive a través de ellos. 

Hacia el final, Jorge deja de hablar a cámara y aparecen dos clientes, dos personas con evidentes problemas de adaptación… ¿cómo definirlos? El mundo, tal como está, no les ofrece muchas oportunidades. Una mujer pide un “service” para su perro embalsamado; duerme con él rodeada de peluches. Un hombre insiste en que su gato tenga la misma mirada que tenía antes de morir. Relaciones patológicas que están muy lejos de esas máximas de epígrafe de instagram que dicen “#soltar”. Muy lejos de ello, se aferran a lo que quizás fue su vínculo más importante. Ellos se sienten más cómodos con sus mascotas embalsamadas que con lxs demás. Empezamos a ver que la taxidermia es un arte moroso, inútil, que les sirve a los menos “adaptados”. En un mundo líquido, ofrece una prueba tangible de la presencia de la muerte, un recordatorio persistente. En ese sentido Guillermo, con su suicidio en el medio de la filmación, no hace más que darle el único final posible a su vida. La película, después de escuchar el relato que hace su esposa del suceso, se dedica a recorrer sus espacios ahora vacíos y su trabajo siguiendo el pedido que él mismo enuncia en una entrevista: “Necesito dejar un legado. Que alguien después de mí siga ganándole a la muerte de alguna forma. Tengo miedo de morirme sin que nadie se dé cuenta.”

Otro hombre de mediana edad y con una buena cantidad de síntomas es el protagonista de La película de Manuel. Manuel Wayar se gana la vida ejerciendo varios oficios que podrían resumirse en albañilería: impermeabiliza pisos, es pintor, hace asados. La particularidad es que entre esos oficios, que en el imaginario social se corresponden con una clase social,  también se encuentran otros, de otra clase social: la actuación, la gestión cultural, la dirección de cine. Siguiendo esta forma del retrato, la película logra mezclar el registro de la persona trabajando con sus opiniones sobre los grandes temas de la vida. Su cosmovisión se presenta de manera más fiel en cómo hace el asado o como ilumina una habitación para una de sus exposiciones.  

Si bien entre los directores y él se establece un diálogo que atraviesa la instancia “documental” y se permiten hacerse bromas mutuamente, a Manuel siempre lo vemos pícaro, trabajador y no exento de cierta sabiduría. Salvo en una escena en la que todo se desequilibra. Al mediodía Manuel hace un asado: el club del que es hincha fanático, Instituto, está por ascender. Si le gana a Ferro no importa como salga River (que estaba en la B…). Están algunos amigos haciendo la previa, y Manuel, gorrito y remera de la Gloria, pone el Olé sobre la carne, así se conserva el calor. Llega un amigo, Guille, con un primo. Hay otros dos hombres que son indistinguibles tanto como sus acotaciones respecto del partido. La televisión todavía no es una flat screen sino las viejas y queridas de tubo. Toman vino con Pritty. Ni un comentario sobre el asado, que implicaría el reconocimiento de cierta habilidad culinaria de Manuel. Se da por descontado. El ritmo de la escena es el del partido de fútbol, entrecortado y sin un hilo. Importan más los comentarios que se suceden sobre los jugadores: son unos muertos, en la semana no hacen nada. En los asados cordobeses las anécdotas sobre la vida nocturna de los jugadores son moneda corriente. 

Cuando llega el primer gol de Ferro empieza la debacle. El vino sedimenta y las chanzas se hacen más violentas, entre la tristeza y la bronca. Aparece un cartel publicitario en la transmisión del Programa Nacional de Desarme. “Ni loco voy a entregar las armas”, dice Manuel. Totalmente embotado por el alcohol, se enoja con el primo de Guille, que había llegado con una camiseta a rayas azul y negra (el reverso exacto de los colores de Instituto) y lo obliga a sacársela. Hacia el final del partido, ya casi sin esperanzas, Manuel se levanta y va a otra habitación. Cuando vuelve, empuña un arma en cada mano: “hay balas para todos”. Lo que parecían expresiones exageradas empiezan a volverse reales. 

“Me voy a pegar un tiro si no asciende La Gloria”, dice Manuel. Los demás lo encierran, le atenazan los brazos, para que no pueda llevar a cabo su cometido. Malos actores, miran de reojo, cómplices, a cámara. No podremos saber el nivel de intervención en esa escena, pero podemos ver algunos elementos que son la base de la verosimilitud: la chanza permanente, el vino que corre, la cabeza gacha de quienes encuentran en el fútbol una salida para sublimar las pasiones a las que no se les da bola mientras se trabaja (el comentario de “no hacen nada en toda la semana” es de lo más revelador). La puesta en escena distanciada ironiza sobre una masculinidad horadada, pasivo-agresiva, que está un poco perdida en el mundo porque las promesas sobre la vida no se cumplieron. La ciudad, los apuros económicos, la falsa amistad no son más que desencadenantes. Estos dos hombres, Manuel y Guillermo, están fuera del tiempo y si la cámara los acompaña y los escucha es porque son una especie en extinción: todo el peso que cargan es un camino seguro hacia la muerte. El suicidio aparece como su última decisión, una última salida “viril” a todos sus problemas.  

***

En algún momento incierto del encierro, hubo todo un debate -fomentado por los medios de comunicación- sobre la liberación de presos sin condena firme, una medida pensada para aliviar las condiciones infrahumanas de las cárceles y disminuir el riesgo de contagio. Ante esta situación, uno supone que sin investigar demasiado el trasfondo judicial, se organizó un gran cacerolazo en contra de esta supuesta suelta de asesinos. En el fondo no era una discusión sobre políticas sanitarias sino sobre políticas civiles: los presos, por estar allí, no tenían derecho a resguardarse del COVID-19. Los presos, sin cara y sin representación (más allá de algunas fotografías bastante espectaculares que se podían ver del motín en el Penal de Devoto) no pueden exponer sus argumentos en la discusión. En ese contexto, dos documentales recientes nos pueden dar algunas pistas respecto a esta situación. 

Pibe Chorro rodea esa figura abstracta, construida, de, justamente, el pibe chorro. La película trata de definirlo de muchas maneras: por la antropología, la política, la poesía. Vemos a las madres de esos pibes que ya no están, porque están en la cárcel o porque la policía los mató. Vemos a los abogados que tratan de que sus procesos legales sean lo más justos posibles. Vemos a porteños, fuera de foco, que hablan de la “inseguridad”, sin un sujeto específico que lo construya. Todos pasos intermedios que sirven para acercarse a una “esencia” de esa figura. La película es atolondrada y todo el rigor que no se encuentra en su forma se encuentra en sus argumentos, que circulan, graníticos, incontrastables: la ayuda del Estado es insuficiente y a veces indigna, el ambiente conspira en contra de la realización personal a través del trabajo, la delincuencia se vuelve tentadora y casi un acto de justicia. En ese sentido el documental toma la posición, podría pensarse extrema, de que la violencia es anterior al robo, es estructural y dirigida.

Hay un centro ausente por el cual orbitan todos estos discursos: el propio pibe chorro. Gaby, un pibe de la villa que fue asesinado por la policía en un caso evidente de gatillo fácil, aparece brevemente en el documental en unas escenas en las que la directora les da cámaras a los pibes de un barrio para que filmen su cotidianidad. Ellos charlan sobre qué podrían filmar, pero surgen todas vaguedades; uno puede suponer que eso era parte de otro proyecto, o de esta misma película en una instancia muy preliminar. La película sigue y hacia el final Mecha, una militante del barrio, cuenta, entre lágrimas, que llegó a ver justo como un policía “plantó” un arma al lado del cuerpo de Gaby como para justificar la situación y pudo evitarlo. Después vemos esas imágenes que filmó y lo que empiezan siendo momentos totalmente banales, mal filmados, terminan siendo la evidencia de nuestra lejanía. Esto es lo más cerca que podamos estar de él. Como primer reflejo, una zapatilla, el piso. Después, el mural con figuras combativas, aunque faltan las consignas. Y en su ¿casa?: paredes sin revocar, una mano con una pulserita berreta, de metal quirúrgico, una mochila Puma. Nada muy revelador ni siquiera desde una perspectiva sociológica. Pero a la vez, una nueva imagen de la muerte: en cada temblor de cámara podemos visualizar su mano, desacostumbrada a sostener una cámara, que intenta registrar lo que lo rodea. Cuando filma a sus compañeros pintando el mural, Gaby hace un zoom out, que en las handycam se hace con un dedo de la misma mano que sostiene la cámara y ese dedo tapa una parte de la pantalla. Una manchita negra en el límite inferior izquierdo, casi imperceptible. Eso, que no debería haber estado ahí, se vuelve el punctum de la película, un detalle que nos lastima por lo inesperado; su falta de pericia técnica cifra una maraña de sentidos. 

Otro límite, la cárcel: sobre negro escuchamos testimonios de dos presos. Son entrevistas grabadas en 2007. El primero es poco elocuente, piensa en rescatarse y terminar la escuela. El segundo, cuyo nombre no conocemos, es genial. Le empiezan preguntando por el encierro y por el arrepentimiento, dos tópicos clásicos, pero pronto da vuelta la situación y empieza a desarmar el sentido común que existe sobre la cárcel. El entrevistador termina siendo entrevistado; sus ideas, interpeladas. Le dice al preso que haría algo para no pasar de nuevo por esto. Pero el preso retruca: “¿Y si afuera necesitas plata y la gente no te da trabajo?”. El entrevistador insiste con cierta idea de pobreza y honorabilidad, le dice que juntaría cartones, así sería un ejemplo para su hijo. El preso se ríe de su ejemplo, de su ingenuidad. “Tu hijo cuando crezca va a ver que sos un fracasado que junta cartones, ¿vos te pensás que tu hijo te va a querer? Sus amigos van a tener mejores juguetes que los suyos.” De un plumazo niega la dicotomía entre la buena y la mala vida, la supuesta honestidad del trabajo no es tal cuando la plata no alcanza y tus valores y tus méritos son puestos en duda. La idea de que la vida puede ser sólo comida y techo es de lxs que tienen más que eso. La dignidad no pasa por ahí. 

En Orione entramos a la cárcel pero no encontramos testimonios sobre la experiencia de estar allí. Si la falta de imágenes casi debordiana de Pibe Chorro la volvía algo conceptual, Orione encuentra la cárcel desde sus imágenes y sus climas. Hay una larga caminata por los pasillos que circulan pero encierran; sólo desde la elección del color de las paredes y su descuido ya gritan encierro. Y la actitud de los presos: taciturna, derrotada. Como las celdas no tienen iluminación propia, sólo se los puede ver a contraluz.Muy lejos de los presos triunfantes y sádicos de El Marginal. Y sobre su silencio, se escucha la voz de los carceleros que, en un lenguaje muy vago, se refieren a ellos: “el de remera roja, el de remera azul”.  

Orione organiza su narración alrededor de hacer una torta. Así como suena. Como contrapunto con Bake Off, el programa de pastelería estrella del encierro 2020, la torta que hace Ana es más humilde y simple. Harina, huevos, leche, para hacer un pionono casero, que luego tendrá  dulce de leche, merenguitos, crema, recubierta de fondant teñido de verde simulando el césped de un partido de fútbol. Las capas de la torta puntúan la historia del hijo de Ana, Ale, un pibe chorro del barrio de Don Orione, que la policía asesinó en una emboscada. Ella cuenta desde sus primeras vinculaciones con la delincuencia, hasta sus momentos finales, pasando por sus advertencias y el nacimiento de su nieta. En el medio de ese relato, material de archivo, entrevistas en el barrio, momentitos documentales (como el de la cárcel recién descripto), imágenes de allanamientos filmadas por la propia policía. La mayoría no tienen relación directa con la historia de Ale, sino que son del presente. Un desplazamiento muy inteligente. Cuenta la historia de un muerto del 2001, muestra la cotidianidad del 2016. ¿Qué cambió? No mucho. Las condiciones de vida parecen ser las mismas, sólo algunos cambios estéticos. 

Pero en un momento sí podemos ver a Ale en un viejo VHS. Los rochos usaban pelo largo y se bailaba agitando las manos como mostrando el aguante. Ale le presenta sus amigos a la cámara: el Vampiro de la 32, el Ladrón de Claypole. De fondo, su mamá lo mira preocupada. Se pelean, no alcanzamos a ver qué dicen, la cumbia (que no es reggaetón todavía), tapa sus palabras. Es un momento de intimidad que hace juego con el otro momento de intimidad de la película, quince años después. Del amontonamiento de jugadores de fútbol que decoran la torta que acaba de terminar Ana pasamos a otro amontonamiento, el del funeral de otro pibe chorro del mismo barrio. Ahora vemos que hay más tatuajes y piercings, no se usa el pelo largo sino que los pibes se tapan la cabeza con gorritas. No se visten diferente por la ocasión, agarran la pala para enterrar a sus muertos sin tanto ritual. Después toman cerveza Brahma en grupo, lloran, se abrazan. El final de la película muestra al barrio entre pelopinchos y personas que salen a fumar a la ventana, inmutables frente a las tragedias. El tiempo cambia sólo los detalles, renueva las caras de la primera línea de fuego. 

Estas películas orbitan alrededor de una figura faltante, un muerto que no va a volver pero se lo convoca a través de la palabra y la acción. Esos pibes son el resultado de un entramado preciso entre desidia e intervención estatal (entre planes sociales y corrupción policial) que reproduce estructuralmente la pobreza, no ovejas descarriadas. Estas películas acumulan procedimientos porque no hay alguno que dé cuenta cabal de la experiencia. Casi que reponerla sería traicionarla. Y a la vez, se vuelven una figura abstracta: son muchos, demasiados, y lo más trágico es que si no fuera por estas películas sus historias serían indiferenciables.

***

El caso de El silencio es un cuerpo que cae es parecido pero diferente. Hay un ánimo reivindicativo como en las películas anteriores, pero el llamado a la acción es más personal que otra cosa. Luego, veremos, ningún hombre es una isla y la historia de Jaime Comedi tiene una cantidad de implicaciones inimaginables. 

La película se compone principalmente de los videos caseros grabados en VHS por Jaime en distintos viajes y situaciones sociales. A eso se le intercalan algunas entrevistas a sus compañerxs de juventud. De a poco entendemos su historia: militante comunista en los 70, homosexual (que salió a medias del clóset) hasta un momento en el que reniega de toda su vida pasada para casarse con una mujer, Monona, y tener una hija, Agustina, la directora de este documental. Ese radical cambio de vida no tiene razones muy claras en el documental. Mientras, siguió siendo amigo de uno de sus primeros amores, Néstor, un morocho de bigotes a lo Mercury que también fue su padrino de boda. Agustina les pregunta a sus compañeros y compañeras por los hábitos de Jaime, con quién salía, qué hacía, en dónde se encontraban, quizás queriendo encontrar una explicación, pero nadie parece tenerla, o al menos no está en la película.

Una vez que sabemos (o intuimos) su historia, que Jaime sea el que sostiene la cámara es de lo más significativo. En cada movimiento de cámara estamos esperando algo que revele su mirada, sus obsesiones, que retorne lo oprimido. Un detenimiento en un brazo sugerente de un hombre atractivo, o algo así. No importa tanto si después efectivamente se puede ver una “mirada” gay, o es que estamos presos de la sugestión, lo importante es que nos empezamos a preguntar por esos encuadres. Nos hace pensar en esas imágenes no como dadas, vagas en su textura, sino determinantes y concretas, porque en ellas puede haber una pista sobre la identidad de un hombre: una cuestión casi epistemológica. 

No era fácil vivir en la Ciudad de Córdoba en los 70. Por “incitación al acto sexual” te llevaban preso si te veían caminar un poco amanerado, ni hablar si eras una travesti de yire. La represión no sólo ocurría en esos niveles: una de sus amigas cuenta que cuando era varón y médico tenía que hacer todo “más que bien” para estar a la altura de los demás porque su “amaneramiento” lo hacía arrancar unos escalones más abajo. Esas represiones, más light que las policiales, también sucedían en las militancias. A lxs homosexuales del ERP, de Montoneros o de Vanguardia Comunista, donde militaba Jaime, no se los aceptaba, incluso se los juzgaba y se los echaba del partido. Era una desviación burguesa, una desviación de lo que entendían como el hombre nuevo. Ninguna mirada nostálgica sobre la época puede salvar ese dato, que marca la militancia en la izquierda hasta hoy: la resistencia a lo distinto. ¿Qué les generaba a los parias? Un sentimiento de culpa imposible de traducir en términos políticos. Cincuenta años después, entendemos que no existen unas políticas sin otras, pero algunos prejuicios siguen existiendo. Algo parecido sucede con Virus, la banda de los Moura que cierra la película con Dame una señal. En los 80 el desdén era extendido: su música no tocaba (lo que se entendía por) temas sociales.

Los alcances de este equívoco son muchísimos, ¿qué entendemos por social ahora? ¿el baile, otra idea de sensualidad? Las películas ambientadas en esos años lo asocian con lo frívolo, pero El silencio es un cuerpo que cae le devuelve toda su faceta política. Esa supuesta frivolidad era, en realidad, una invitación a vivir de otras maneras el propio cuerpo y la relación con lxs demás. De política, un montón.

Lo que no dice Comedi: cómo fue la relación con su madre, por ejemplo. No opina casi nunca, se limita a narrar, con frases secas y espaciadas en el tiempo, algunos de sus recuerdos. Sobre todo, no interpreta las imágenes. Pero a veces hace chocar algunas con violencia. Su presencia se ve más en las películas caseras de Jaime, cuando era niña: de un recital suyo de violín a los ¿7? años vamos a una actuación del grupo Kalas, una troupe de drags que giraba por las provincias. Dos modos de vida que se expulsan mutuamente y que la película contrasta para mostrar su naturaleza. No existe contrapunto más trágico que el que se forma mientras miramos la intimidad de la familia Comedi en Miami sabiendo que, como nos dijo una amiga suya en la escena anterior, Néstor estaba muriendo de SIDA, extrañando a su ex-pareja. Jaime le pregunta a su hija, a los pies de su cama, ¿te queda mucha plata de la que trajiste? Agustina responde que no toda, pero bastante, mientras en sus manos tiene un peluche de Minnie y otro de E.T. (que Monona pronuncia i tí). Los exhibe para la cámara y para Jaime, más como un trofeo que como un juguete, probablemente producto de un caprichito. Los papás le dicen que se vuelva a la cama, que mañana hay que hacer otra excursión y quizás otras compras. Ella se va para el fondo de la habitación y hay un momento extrañísimo de puro cine en el que Agustina se despide de sus muñecos sin notar la presencia de la cámara. Antes, siempre actuaba para la cámara, hacía morisquetas, quería ser el centro de atención (estos hijos únicos…), pero aquí se la nota reposada, sincera (aunque, ¿qué significa eso para una nena de seis años?) mientras alza a Minnie para darle las buenas noches en su inconsciencia total. En ese plano está inscripta la mirada del padre, distante, respetuosa, que no quiere cortar los juegos de su hija sino registrarlos. En la escena siguiente cuenta cuando vio llorar a su padre, en el auto, mientras la llevaba al colegio. “En la radio dicen que murió Freddy Mercury. Lo que no dicen es que Néstor había muerto el día anterior”.

¿Cuál es el lugar de Jaime? Un lugar de ejemplo. Un muerto para emanciparnos. Sin estridencias, sin ponerlo como bandera, simplemente narrando una parte de la historia que permanecía reprimida. En la película conviven los dos extremos de su historia, el público y el oculto, y así pavimenta el camino para que en otras ocasiones, otras personas, puedan hacerlo también. 

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Un último momento de intimidad. Las cinephilas, de María Alvarez, sigue a las jubiladas que pueblan las salas de cine las tardes de la semana. Personas que, con todo el tiempo del mundo a su disposición, organizan su vida en torno al cine. De ese seguimiento fiel se desprende el punto débil del documental: de tan adaptada a los usos y costumbres de cada jubilada, su forma se vuelve endeble. Eso, que podría parecer una falta, permite permite momentos como el siguiente. La directora aparece reflejada en un dispenser de papel higiénico del baño de un cine en Montevideo. Se escucha a Leopoldina, una de sus chicas, que no para de hablar aunque esté, al mismo tiempo, haciendo pis. Sale y se pinta los labios, por las dudas, para dejar un cadáver bonito, o al menos eso dice. Le muestra un collar a María, olvidándose de la cámara: nosotros nunca lo veremos. Ese nivel de intimidad se mantiene dentro de su casa, en el que esta vez sí muestra sus chucherías, y entre palabras desconectadas, se abre un hilo en su monólogo: “Te digo la verdad… Me di cuenta que ya estoy preparada para morir. ¿Sabés por qué? Gracias a ustedes. Mi vanidad es tanta, que el hecho de trascender, aunque no sirva para nada y después la gente diga: ¿quién es esta vieja de mierda? Pero quedo viva. Me alegra haberlos conocido porque me van a hacer perdurar. ¿Qué importa si después de que me muera, no voy a ver más? Pero es una suerte porque me van a ver… Yo no tengo a nadie que me recuerde, pero voy a quedar viva en el documental. ¿Viste ese Klimt que tengo? Me encanta. Woody Allen tenía un Klimt original en su casa y sale en la película Another Woman.”

Todo este largo monólogo deja entrever una función social del cine inimaginable en otra época. Abocado a filmar vidas particulares sin mucha importancia histórica, puede lograr que en esa observación puedan trascender su individualidad. Quedan en una memoria popular que antes, por condiciones técnicas, estaba reservada al celuloide y a los grandes nombres. El abaratamiento de los medios de producción por la revolución digital y una resolución gubernamental permitió que se hicieran películas sobre personas, que, guiadas por la lógica de la ganancia y la eficiencia, no se las merecían. Cierto sentido común -encarnado más en los medios que en la política- decía: ¿quién va a ver estas películas? ¿para quién se hacen? Estas películas, aunque se proyecten en un cine vacío, implican ganarle a la muerte. 

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