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Ciclo de verano (03) – Secretos como superficies. Oraciones en memoria de dos cineastas norteamericanos.

LA FUNCIÓN EMPIEZA HOY 19/02 A LAS 19HS EN ESTE LINK.


Por Pablo Marín

Las voces permanecerán mudas pero la película será sonora

Joseph Cornell


Un coche fúnebre envuelto en niebla espesa avanza bajo la lluvia. Su recorrido atraviesa bosques, pastizales, túneles de tren, cercas de madera y rutas onduladas a una velocidad que podría describirse como hipnótica. En determinados momentos de su viaje sin rumbo se desliza como planeador (sí, el coche fúnebre vuela con un féretro a cuestas) entre rascacielos, pinos y un cementerio de aviones para finalmente amerizar en un océano grisáceo. Circulando libremente por fuera de la realidad, el coche nos pasea por un espacio eterno, sin bordes ni tiempo, como una suerte de atracción de parque temático metafísico. Se trata de un mundo en el que la gravedad no existe y los sitios se repiten, alternando entre extremos climáticos (de la lluvia al fuego) y objetos que giran en falso (entre la fragilidad y la inmortalidad). El único habitante de ese territorio –una figura negra que recuerda a Carrefour, el sonámbulo zombi de la película de Jacques Tourneur– aparece intermitentemente a lo largo del relato, registrado por una cámara que da la impresión de haber llegado muy tarde o demasiado temprano al desarrollo de sus acciones. Por si no quedaba claro hasta su aparición, la inerte presencia humana demuele las últimas esperanzas de realismo al mismo tiempo que refuerza la dimensión elegíaca de un espacio construido como mausoleo de la melancolía. Si existe algo parecido a cómo sería moverse en un mundo donde todo a nuestro alcance permaneciera congelado, es decir cómo sería estar muerto, es esto.

La particularidad de Rehearsals for Retirement (2007), de Phil Solomon, es que potencia la sensación de un espectáculo post mortem mediante la práctica de un cine sin actores, sin cámara, sin cinta, sin proyector, sin luz, sin nada. Solo un joystick controla la puesta en escena. Como uno de los mejores exponentes del machinima, la película se apropia del universo del videojuego Grand Theft Auto no tanto para ponerle la cruz al soporte analógico que registró el siglo pasado, sino para explotar ese “valle extraño” del nuevo milenio descripto por J. Hoberman como “una simulación, una ilusión generada por computadora que esconde el aterrador desierto de lo Real”. Hacedor de films sobre la memoria y la muerte, Phil Solomon murió el 20 de abril de 2019 por complicaciones derivadas de una operación mayor tras largos años de enfermedad. Su nombre integra tal vez la lista más contundente de cineastas experimentales fallecidos y fallecidas en un período de poco más de un año. Hace falta empezar a escribirla para caer en cuenta: Barbara Hammer, Jonas Mekas, Suzan Pitt, Gustav Deutsch, Carolee Schneemann, Bruce Baillie… De toda la lista, no obstante, el nombre más resonante es el de Luther Price, que falleció hace apenas unos meses (el pasado 13 de junio) y con quien la figura de Solomon conforma una suerte de tándem que une dos generaciones de un cine en primera persona intenso y anormal. Dos secretos desafortunadamente bien guardados en estos rincones del mundo, pareciera que han tenido que morir para que sus obras comiencen a circular por los canales clandestinos de la web.

Si cuesta encontrarse con el cine de Luther Price, cuando eso finalmente ocurre se entiende el porqué. Su obra es frontal, áspera, fría y a menudo deja a quien la ve en una atmósfera desolada de malestar físico. Es el tipo de experiencia que demanda la presencia de su creador para comprender que aquello no tiene nada que ver con el sadismo o la mera provocación. En Fancy (2006), una de sus tantas películas en 16mm realizadas a partir de metraje encontrado y de las cuales solo existe una copia, Price pone en marcha el funcionamiento reverso a la elegía desnaturalizada de Solomon para arrastrar a su público a la misma tierra de nadie. Durante sus once minutos, el film nos golpea la cabeza contra las pruebas concretas del decaimiento humano al ofrecer un catálogo pormenorizado de procedimientos quirúrgicos de remoción de lo que parecen tumores o lunares malignos de piel. Labios, cejas, dedos, narices, párpados y otras regiones no identificables de la anatomía humana son marcadas, pinchadas, tajeadas, trepanadas y vueltas a coser luego de eventuales extirpaciones de tejido enfermo. De tanto en tanto, el plano es lo suficientemente abierto y permite ver el rostro de un paciente que abre la boca o cierra los ojos con impavidez y entrega, como víctima de un trance profundo. Entre imagen e imagen, Price intercala unos segundos de película blanca que, con el paso de los minutos, más que pequeñas bocanadas de aire fresco se vuelven inmersiones asfixiantes por temor a lo que vendrá a continuación. De la misma forma, la alternancia elemental entre el ruido blanco y el zumbido concreto generado por las perforaciones de la tira de celuloide atravesando el lector óptico del proyector deja entrever una creencia en la fisicalidad del cine como contenedor emocional. Podría decirse que cada film de Price es un muñeco vudú de sí mismo, y verlos es habitar esa entidad alucinada por unos minutos.

De alguna manera, taparse los ojos frente a la materialidad hiperreal de las imágenes de Price es equiparable a mantenerlos abiertos ante la simulación informática de Solomon: son dos caras de la misma respuesta ante un cine empecinado en camuflar una intención autobiográfica tras baterías de tácticas formales de distanciamiento. Ambos cineastas dedicaron su vida a la creación de un cine menor, tal como denominó Tom Gunning al estilo surgido en el ámbito experimental norteamericano de los años ochenta. A la sombra de las películas en primera persona y del film minimalista, integrantes de la nueva generación abandonaron la discusión dominante de lo lírico versus lo estructural en busca de nuevas estrategias para plasmar una subjetividad radical en la pantalla. “La imagen más que el Yo domina el cine menor”, dice Gunning como puntapié de su descripción de un tipo de film híbrido e intencionalmente hermético en el que “las tramas son revueltas debajo del umbral de la perceptibilidad”, invitando a su “lector/detective a perseguir el hilo narrativo sin promesas de clausura ni respuestas finales detrás del velo”. Partidarios de abordajes híbridos, nutridos de procesos controlados como también de cierta inspiración espontánea, las obras de Solomon (que comenzó a filmar a inicios de los ochenta) y Price (cuya primera película es de finales de esa década) incorporaron materiales innobles como el Super 8, el metraje encontrado sin valor aparente, la música popular, la televisión y los videojuegos en la creación de objetos deteriorados, de opaca belleza y poesía contaminada.

La mención al cine menor, una ramificación posible de esa “estética del silencio” explorada por Susan Sontag, hace evidente que la clave secreta de estos cineastas ya no radica tanto en la apuesta a las grandes formas modernas de la autobiografía o del formalismo, sino en un trabajo complementario sobre el fragmento y el descarte que los acerca a Joseph Cornell más que a las figuras canónicas de Brakhage o Snow. Surrealistas del cambio de milenio, ciertas películas de Solomon y Price se asemejan a los collages de Cornell en su renuncia al trabajo pesado sobre los laberintos del inconsciente para proponer, en cambio, una exploración más concreta y técnica de las posibilidades disruptivas del cine. En este aspecto, mientras que mucho del trabajo con metraje encontrado se basa en el más sencillo remontaje entre materiales a primera vista irreconciliables, la práctica de Price y sobre todo Solomon eleva ese diálogo con imágenes ajenas a otra potencia al reprocesarlas química y ópticamente hasta volverlas irreconocibles. La certera destrucción a la que estos cineastas someten a las imágenes –mediante la alteración física, el revelado con recetas propias y la refotografía distorsionada generada a través de una impresora óptica–abre la puerta hacia una dimensión visual sensible y movilizadora que termina por exponer una paradoja esencial. ¿Cómo puede ser que la mejor forma de una imagen, la más justa, sea alcanzada justo en la antesala de su desintegración? ¿En qué momento del proceso de erradicación del sentido original de un fragmento se pasa a generar un sentido personal más fuerte incluso que si se tratara de imágenes propias? ¿Cuándo fue que se dio por ganada la batalla contra la prepotencia del documento? Si hubiese un premio al Peor Archivista Cinematográfico/a debería llevar el nombre “Solomon-Price” en honor a su desobediencia visionaria.

Dos de las principales obsesiones del proceso creativo de Solomon dan cuenta de esta influencia partida, con un pie en la tradición cornelliana de la cita irresponsable y otro en la búsqueda de aquellas aventuras de la percepción propuestas por Brakhage. La idea de trabajar biográficamente, pero de una manera “reprimida” y la de accionar como un arqueólogo a la inversa, sepultando imágenes en vez de preocuparse por desenterrarlas. En los casos más luminosos, los hilos narrativos de Solomon se nutren de esos umbrales en los que lo visto y lo imaginado componen acertijos visuales difíciles de traducir en palabras. Remains to be Seen (1989), dedicada a la memoria de su madre fallecida en una mesa de quirófano, es un viaje sensorial en el que las texturas se roban el show; al punto que habría que revivir aquella vieja tontería de que en el cine experimental no importa tanto lo que se ve, sino cómo se lo ve solo para hablar de esta película. En cierta forma, se trata de una road movie por un paisaje afectivo, más mental que geográfico, compuesto por material propio y ajeno llevado hasta los límites de lo irreconocible a fuerza de un trabajo químico-óptico que hace estallar el sistema nervioso central de la emulsión cinematográfica. Testigos privilegiados de una lucha sin cuartel, en la que cada fotograma se asemeja a un campo de batalla, los ojos que observan Remains to be Seen son obligados a decidir si ver lo que queda de las imágenes originales o elegir, en cambio, el entramado abstracto que Solomon ha posado sobre ellas. Entre escenas hogareñas de una familia en un picnic y una suerte de capa de esmalte resquebrajada que lo cubre todo. Entre el metraje hospitalario que muestra el desarrollo de una operación y el pulular de miles de cristales traslúcidos que forman arabescos involuntarios. Entre el paseo en bicicleta de una silueta distante y un cielo que parece hecho de papel de aluminio arrugado. El último plano, sin embargo, clausura la brecha entre método y sentimiento al mostrar a dos personas recortadas en el horizonte metálico con un pulso sonoro que hace pensar en un monitor cardíaco. Al cabo de unos segundos, una de las figuras abandona el cuadro, dejando atrás a su pareja en medio de una atmósfera inestable y arrasada, color azul de Prusia. La fuerza emotiva del desenlace es tal que podría sustituir el plano final de una película de Douglas Sirk y poca gente notaría la diferencia.

En los rincones más lúgubres de su filmografía, las tramas de Price siguen los mismos principios de Solomon aunque destripadas de todo tipo de solemnidad e interés por las cosas-que-se-ven-lindas. Sodom, estrenada el mismo año que Remains to be Seen, es su intento por empujar la resistencia material del cine hasta la última trinchera a partir de una mezcla combustible de porno gay e imágenes épicas que muestran grandes concentraciones de personas y ciudades en llamas. “Larga vida a la nueva carne”, parece decir Price desde el comienzo abrupto de su descenso espiralado a un territorio orgiástico que deja ver a Cronenberg, pero también a Burroughs y Bruce LaBruce como artistas ATP. Dotados de cuerpos desanatomizados, los “actores” del film se cogen en loop, se doblan como acordeones para chuparse a sí mismos y, con la ayuda de su creador (que laboriosamente perfora y disecciona partes de los fotogramas para volver a ensamblar el metraje como una suerte de Frankenstein sin pies ni cabeza), desprenden partes de sus cuerpos para facilitar un tipo de penetración interespacial. Un melodrama oxidado, Price musicaliza sus imágenes con una banda sonora de cantos gregorianos reproducidos al revés y una serie de alaridos de terror que emergen cíclicamente para acompañar la visión pendular que recorre –sin remate ni resolución– todo el rango que va del paraíso al infierno, del placer al sufrimiento, de las salpicaduras de semen a una gota de sangre que brota del tejido abierto. Como en los mejores ejemplos de la obra de Price, Sodom acompaña su trabajo microscópico del material encontrado con filmaciones personales que muestran detalles de cicatrices y lastimaduras superficiales a lo largo de un cuerpo que posiblemente sea el suyo (en 1985 recibió una ráfaga de ametralladora que lo dejó al borde de la muerte y con complicaciones por el resto de su vida) hasta borrar la frontera entre lo propio y lo ajeno, lo real y lo imaginado. Es así que su reinterpretación de la historia bíblica de Sodoma y Gomorra bajo la luz de la epidemia de VIH/SIDA terminaría convirtiéndose con el tiempo –revueltas y prohibiciones mediante, fuera y dentro del colectivo LGBT– en uno de los testimonios artísticos definitivos del período. Como la pesadilla personal de alcance público que todavía es, Sodom exige ser vista como el capítulo central de la biografía reprimida de Price.Hoy más que nunca, en esta época en que los ejemplos más difundidos del cine experimental contemporáneo parecen haberse replegado dentro de las fronteras del documental o del ensayo (cubriendo todos los flancos del yo), es posible que la Anti-Arqueología de Phil Solomon y Luther Price sea un estilo tan incómodo como necesario. En contra de toda transparencia autobiográfica, su apuesta hacia la manipulación física y narrativa trajo consigo un tipo de película en la que la primera persona ya no es encumbrada en mayúsculas ni puesta entre algodones como un bien preciado. Por el contrario, su presencia es desdibujada y pisoteada hasta perderse de vista o, dicho de otro modo, hasta que solo permanezcan sus rasgos esenciales. Es como si ambos cineastas hubieran comprendido desde temprano que en el sacrificio de esa figura protagónica avasalladora yacía la clave para la frontalidad de un nuevo tipo de cine personal; distanciado y superficial, pero de resultados profundos. Un cine de «secretos como superficies». La idea es de Artaud y aparece en un volumen extraño, lúcidamente desesperado en el que entre muchas otras cosas incluye una frase que materializa un escalofrío que bien podría servir para embalsamar las obras de Solomon y Price para la posteridad. Un cuerpo de películas, en definitiva, en donde todo no está ya dado, sino que hay que forzar la entrada y desentrañar capas y capas de heridas (un muro de lamentaciones fotoquímicas, algunas tal vez demasiado dolorosas) para poder recién llegar a ver de cerca un destello de la emoción desestabilizante que irradia desde el corazón de las imágenes. Dice Artaud: “Tengo la sensación de asperezas, de paisajes como esculpidos, de fragmentos de tierra ondulantes recubiertos por una suerte de arena fresca, cuyo sentido significa: ‘Lamento, decepción, abandono, ruptura, ¿cuándo volveremos a vernos?’”. Ese libro suyo se llama El arte y la muerte, precisamente.

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