(Nota del autor: algunos lectores en conversaciones privadas me hicieron notar imprecisiones con respecto a lo que yo mismo había querido decir así que cambié algunas figuras retóricas desafortunadas con respecto a la nota originalmente publicada el domingo)
Mi primer recuerdo de Bafici es del colegio secundario. Estaba en cuarto año y había carteles en la calle con publicidad del Festival. Año 2010: momentos en los que la vía pública era importante y no andábamos con la cabeza semi-inclinada mirando nuestros celulares. No sé cómo me interiorice de su funcionamiento, pero me resultó evidente, al ver esos carteles, que tenía que ir. Entré de prepo y a escondidas en la oficina del preceptor, me llevé el bloc de certificados de alumno regular y los repartí entre otros incipientes cinéfilos de mi colegio en Villa Pueyrredón. Supongo que así conseguía algún descuento en las entradas: mi mensualidad era de diez pesos (a la distancia no recuerdo si era por semana o por mes, delicias de la inflación).
El hall del Abasto, una campana de cristal, una caja de resonancia, un murmullo constante aun ininteligible pero del que quería formar parte. Había un solo problema: no me dejaban entrar a algunas funciones por ser menor de edad. Las películas del Bafici, por definición, son para mayores de 18 años. Emociona imaginar esos boleteros o empleados del Festival tan comprometidos con la causa como para respetar esa regla tan ridícula. Hay que decir que mi uniforme verde oliva, gastado pero reconocible, no ayudaba a hacerme parecer mayor. Después aprendí. El Baficito aún no existía. Que me rebotaran no era algo tan extraño: quien haya querido torturarse en un boliche de Capital Federal sabe de la fiereza de sus guardianes del orden para quienes no habíamos alcanzado la mayoría de edad.
Perdón. Vuelvo al Abasto. El Bafici era una entidad inabarcable, granítica, llena de rincones oscuros e iluminadores. Esa grilla era atemorizante: Martín Kohan en el documental La mirada febril, estrenado dos años antes por el décimo aniversario del Festival, decía que le pasaba algo similar. Quince años después hay otras salas, otras personas en su dirección, yo tengo bastante más experiencia, pero menor capacidad de asombro. El tiempo erosiona el entusiasmo: es una advertencia (a los más jóvenes) y un desafío (a mi tropa). Ya no percibo al Bafici como ese gigante que intimida, un fenómeno natural que se identifica con los primeros días de fresquito. Es un evento municipal al que se le ven los hilos, tuvo varios directores, aunque menos de los que sería saludable —ver el texto de Marc Torres Vallverdú sobre Punto de Vista—. Su organización y programación ya no son algo natural ni objetivo: el Bafici podría ser de muchas maneras y si es así es (al menos en parte) por voluntad de quienes lo manejan. La famosa autonomía del Festival está por verse.

Es interesante ver como en el catálogo de 2010 hay pocas alusiones, por no decir ninguna, a la situación política o social en las palabras de apertura de Sergio Wolf. No era necesario justificarse: el Bafici existía por derecho propio y no era mirado de reojo ni de un lado ni del otro. Sí hubo escaramuzas por la película de apertura, Secuestro y muerte, de Rafael Fillippelli (el desplazamiento que hacía la película de lo que en ese momento era la historia oficial sobre la dictadura, que fue recibida con algunas críticas, es de un orden intelectual cualitativamente diferente de la barbarie oficialista actual). Más allá de eso, a la distancia, había una idea de progreso casi indeclinable y que lo que faltaba era afinar la mirada, saldar algunas discusiones, abrir otras, siempre con una base material asegurada. La tensión entre el cine independiente y el industrial tenía sentido cuando la independencia no era un destino ineludible.
El director de este Bafici, Javier Porta Fouz, en sus palabras al inicio del catálogo, trata de referir, ambiguamente, al contexto. Resulta evidente que la situación cambió y que el Festival se desarrolla en un camino de espinas: el estado del cine argentino es crítico, con su producción paralizada, suspendida con saña y a las apuradas, con la mayoría de sus festivales desfinanciados, y ni hablemos de la conservación. Porta Fouz escribe que “en un contexto que parece indicarnos a los gritos que hay que achicarse y que la cultura importa cada vez menos” el Bafici se agranda. Ok. ¿Por qué el contexto parece indicarnos a los gritos eso? Mejor dicho, ¿quién grita? Hay una inconsistencia en el diagnóstico, considerando que el actual presidente hizo campaña a los gritos con una motosierra en la mano prometiendo achicar los fondos dedicados a la cultura pública. No referirse a ello, dejarlo ahí, como al pasar, como si fuera un grito anónimo, es engañoso y responde a las lealtades políticas preexistentes más que a un deseo real de agrandar el Bafici: ¿cómo defender el cine argentino cuando el mismo gobierno del que se es funcionario es aliado de quien quiere deliberadamente desfinanciar el cine nacional? Si das vuelta la pregunta queda más espinosa: ¿cómo seguir siendo un funcionario orgánico sin traicionar la razón de ser del Festival?
En ese sentido, sigue la ambigüedad cuando se refiere a la exhibición, un tema siempre difícil para el cine nacional. Porta Fouz escribe que “el 2024 fue un año malo para el público en las salas de cine de Argentina, la cantidad de entradas totales vendidas se redujo aproximadamente un veinte por ciento. Y, peor aún, la caída fue mucho más pronunciada para el cine argentino, cuya participación en el mercado fue la peor en varias décadas”. La distribución es un problema para nada despreciable, pero referirse solo a ese aspecto en el actual contexto hace un ruido atronador. Pronto no habrá qué distribuir. Aunque en su narrativa este evento viene a ayudar en esta faceta, estrenando más cine argentino que cualquier otro festival, y es ineludible que muchas películas no se verían nunca si no fuera por el Bafici. Pero, ¿qué pasará con todas estas películas argentinas luego del Bafici? ¿qué tipo de cultura estaríamos promoviendo si existiera un cine independiente que puede verse una sola vez en la Capital Federal del país, durante el festival? ¿No es esa una manera de agravar la enfermedad elitista que supuestamente padece nuestro arte (y nuestra cultura) y de la que la ley del mercado que este gobierno pretende utilizar cómo remedio de todo, nos viene a salvar? Uno de los grandes valores que hizo importante a los primeros Baficis fue su capacidad de volverse una plataforma para el cine argentino, de Bafici al mundo, y del mundo de vuelta a la Argentina con un deseo de popularidad creado en nuestro público.
Hace varios años que el Bafici no distingue largometrajes de cortometrajes en sus competencias: alrededor de treinta películas compiten en igualdad de condiciones en una especie de gesto democratizador. De esta manera, se ahorran los jurados de cortometrajes pero se compran un problema: el panorama del cine contemporáneo que arman las tres gigantescas competencias se siente inabarcable. Es mucho más difícil dilucidar qué estéticas se ponen en juego y cuál es la idea de fondo de la programación. Y cuando avanzamos en el catálogo y pasamos a las zonas no competitivas, las películas quedan amontonadas bajo una serie de etiquetas que las unen bajo categorías imprecisas, sin generar necesariamente un diálogo o un relato curatorial. Y no hablamos de la calidad o la solidez de las películas en sí: es un festival que se arma de manera honesta, prestando especial atención a la convocatoria, sin pretender ser una maratón de obras maestras. Se permite exponer cierto nivel de fragilidad, por lo menos en el cine local.

Una alternativa a este automatismo sería tratar de que la estructura de la programación surja desde las películas, que entre ellas tiendan puentes, que el orden que se les asigna ayude sea una guia para explorar el panorama. Que la forma en que se ordena la programación sea una invitación a recorrer un camino, que implique un aprendizaje. Un ejemplo muy poco sofisticado pero efectivo son las retrospectivas que singularizan su objeto, obras que construyen un retrato (de un director o actor), o también que pueden hablar de un lugar o un tiempo específico. Hace tiempo que el Bafici va perdiendo fuerza en sus retrospectivas en desmedro de los panoramas que, como ordenadores del programa, dicen poco y nada (la excepción es la retrospectiva de Jacques Rozier, absolutamente genial e imperdible, un evento del que los programadores estuvieron detrás varios años).
El pasado del cine argentino está aislado en el Museo del Cine, que hace su trabajo de una manera hercúlea y contra viento y marea, pero no parece recibir feedback del Festival. No contamina otras salas ni se derrama sobre la programación proponiendo cruces históricos. No hay diálogo, ni estructura que produzca un conocimiento.
Este año volvieron las funciones de prensa, ojalá se cuide un poco más la experiencia de la proyección y de quienes se encargan de manejar las sesiones de preguntas y respuestas. También hay más y más variadas actividades especiales que tratan de reponer estas discusiones, como mesas destinadas a la producción y a la exhibición. En ese sentido, recogieron el guante.
Por último. JPF escribe que “El Bafici es la mayor caja de resonancia para el cine argentino, en donde se propicia el encuentro de posiciones distintas sobre cómo hacer para mejorar el estado de las cosas, desde una base común de acuerdo: es de importancia primordial que el cine argentino exista, crezca y se fortalezca”. Dicho así, suena promisorio. Pero pareciera que esa base común no es compartida por quienes manejan los destinos de la cultura nacional y porteña. De quienes deciden, por ejemplo, el financiamiento de todo esto. ¿Cómo mejorar el Festival, de qué manera hacer que el Bafici deje de ser el arenero donde jugamos mientras por otros lados se decide el núcleo y el destino del cine argentino? Un primer paso puede ser dejar de pensar al festival como un oasis independiente del contexto social y cultural en el que existe y quizá entender que, más que un oasis se termina pareciendo a un espejismo.
De la programación hablaremos en dos semanas, en la próxima edición dominical de La vida útil (que sale cada quince días en nuestra página y puede llegarles como newsletter si se suscriben).
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