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BAFICI 2018 (04) – Nervous Translation

Por Dante De Luca

Nervous Translation fue incluida en la sección “Hacerse grande” en esta vigésima edición del BAFICI. No creo un desacierto que la película comparta sección con otras menos experimentales, más bien lo opuesto. El género –o la tradición que empieza con Las aventuras del joven Werther– tiende a establecer una estructura de progresión para representar el aprendizaje o el crecimiento del protagonista. La segunda película de Shireen Neso, como su título anuncia, propone la infancia como una traducción nerviosa –inexplicable– de la percepción que un niño tiene del mundo, y en ese movimiento pone en cuestión la posibilidad misma de representar la infancia, una pregunta acerca del límite entre la mirada infantil y la adulta.

En algún punto de la década de 1980 Yael, la protagonista de ocho años, vive con su madre, Val, en alguna ciudad de las Filipinas, en una casa donde ocurre casi toda la película. El padre de Yael parece encontrarse ausente desde hace varios años y se comunica con ellas por medio de casetes en los que se graba hablándoles y que parece enviar cada cierto tiempo. El relato está compuesto de fragmentos que en pocos casos forman escenas en un sentido clásico. Si puede hablarse de la relación entre Yael y su madre es porque hay una narración, pero aparece fragmentada de tal modo y estructurada tan esquivamente que la opacidad se vuelve un rasgo esencial de la forma de la película.

En los primeros cinco minutos una gran cantidad de procedimientos, de puesta y de montaje, narran la rutina de Yael desde que llega del colegio hasta que Val vuelve del trabajo: luego de un plano entero dedicado a la nena quitándose las zapatillas, se suceden planos muy cortos donde ella juega por teléfono con un amigo, el montaje yendo y viniendo de la casa de Yael al cuarto del chico (de quién sólo se ven las manos) en contraplanos. A continuación, Yael juega con un set de cocina en miniatura. El plano se cierra casi cenitalmente sobre sus manos en la tablita. Unos jump-cuts precisamente utilizados mantienen el encuadre, y lo que cambian son los objetos –una ollita, un hornito, un platito– mientras se repiten las acciones que realiza Yael con las manos.  De este modo, la película propone con el jump-cut un modo de representar la unidad de una acción mediante elipsis, cuando en el juego con el amigo ocurría lo inverso, un enrarecimiento de la escena, a pesar de forzar mediante el encabalgamiento de sonidos la continuidad temporal de los contraplanos (agentes tradicionales de la continuidad) en la conversación telefónica. Pero la película no sienta una lógica. No vuelve a narrar escenas bajo esos procedimientos, recurre a otros: se acelera el montaje, se fragmenta el espacio primero, y se lo muestra luego en su totalidad para volver a fragmentarlo, o se insertan planos sueltos del rostro de la madre cuando Yael está sola en la casa, como un gesto soviético (acaso represente un breve recuerdo) pero sin función retórica (el recuerdo no tiene importancia).

A partir de esta forma mutante, la trama avanza a tropiezos, pero buscando siempre el detalle en lo narrado. La información que se administra progresivamente –dónde está el papá, de qué trabaja la mamá, qué preocupa a Yael, etc.– ilumina las cosas tanto como las oscurece: aún las escenas más transparentes –Yael escuchando a escondidas los casetes del papá, Val grabando un casete para él con algunas frases eróticas– forman un conjunto ambiguo, cuyo misterio no depende de la forma, sino que se duplica en ella. Los casetes que envía el padre, sobre los que gira buena parte de la historia, sirven para mostrar la angustia sexual que vive la pareja distanciada, pero el padre nunca alude a eso directamente, sólo dice una frase ambigua sobre lo buena que es la comida filipina. Aunque un espectador no infantil capte la connotación sexual de la frase, su particularidad y la del resto de las grabaciones evita que éstas se agoten en su función narrativa. Nunca dejan de ser un objeto extraño que Yael intenta comprender: ¿Es esa comida lo que trata de cocinar en su hornito?

La película parece preocupada en mostrar la infancia como una sensibilidad sorprendida por los detalles (Yael apoya las manos sobre la pantalla del televisor de tubo apagándose, para sentir la estática) pero también en desplegar una poética que no está determinada por la narración, y es así que la función retórica de los procedimientos parece anulada: no se miden por su efectividad, ni por ser los más adecuados para narrar tal o cual situación. Por esta razón la subjetividad infantil que muchos críticos señalaron es un manual insuficiente para mirar la película y va en contra de lo que su propia forma consigue: una multiplicidad de elementos que funcionan al mismo nivel; el ángulo del encuadre, el lente, la continuidad, el gesto de un personaje, mezclándose sin establecer una jerarquía clara.

El despliegue extremo de esta poética produce una distancia con lo narrado que permite asociaciones virtuales como cuando se lee un poema; una mirada que va y vuelve, como releyendo, sin agotarse al entender, porque ese no es el único trabajo posible con las imágenes: Yael tiene lastimaduras en los brazos que parecen ser producto de una psoriasis, aunque esto nunca se explica ni se alude a las heridas, que más tarde cubren vendas blancas en los brazos, sobre los que ningún pariente hace observación alguna. La psoriasis es una enfermedad psicosomática que afecta a las personas con altos niveles de estrés o trastornos emocionales, un tercio de los cuales son niños. ¿Serán éstos los nervios a los que alude el título de la película? Mientras otra película usaría la enfermedad para dar cuenta del “estado del personaje”, Nervous Translation evita el diálogo de algún médico o de la madre que sirva como explicación.

En una escena donde Yael habla de nuevo con su amigo por teléfono, la chica le pide que la llame de nuevo y repita la frase que ella le dicta (la frase sobre la comida filipina que oyó en el casete del padre) pero con voz más grave. El chico responde: “Bueno, te llamo en diez minutos, pero voy a seguir teniendo ocho años”. ¿Qué tipo de subjetividad infantil permitiría esa consciencia de sí? Es en este sentido que puede pensarse la traducción a la que alude el título; la cámara –entendida como el cine– se centra en las partes del mundo que una niña, Yael, quizás perciba objetivamente: la división de los cuartos de la casa, el tamaño de los objetos, el comportamiento mágico del televisor o la casetera, etc. Pero esa traducción, que va de la imagen al sentido (o sinsentido) que surge de la percepción infantil, no es una cuestión de fidelidad a esa percepción como fenómeno en la realidad, sino otra cosa. Algo que el montaje parece buscar desaprovechando, deliberadamente, la posibilidad de unir lógica o tradicionalmente los planos que la cámara filmó; evitando asignarles un sentido cristalizado que no sería otra cosa que la cristalización del cine como medio para transmitir un mensaje literario. La traducción a la que alude el título remite a una cuestión literaria, pero funciona como la apropiación de su uso por fuera de la literatura.

Del mismo modo que el acto de traducir no se agota al lograr la traducción, sino que es el momento de apertura entre la selección de opciones y la arbitrariedad de esa elección, el despliegue formal de la película es la búsqueda como solución posible al problema de la representación que, después de todo, no es más que remitir a otra cosa. El mundo, dice la película, no es sólo la realidad, o la historia de las Filipinas, ni la casa como país del niño. Es todo eso mezclado.

Hay una escena que parece ser un sueño de Yael, donde se retoma una fantasía recurrente en la película: la lapicera invisible y el vendedor-robot que la vende en la tele, que se mezcla con una película de zombies que Yael vio, días antes, junto a sus primos, y con la música ochentosa que suena en otros momentos. La escena parece funcionar como una lectura de los elementos más extraños o fantásticos que la película mostró hasta ese momento. Revela el proceso de la traducción porque se propone como lectura –para traducir, primero hay que leer– de los propios elementos que la película eligió, entre una virtualidad de opciones, para representar lo más “infantil” de la percepción de Yael. El sueño no es una convención aprovechada para volver verosímil (funcional) la subjetividad de la nena, sino una reflexión sobre lo que esa convención hubiera permitido, dejando a la vista el proceso mismo de la traducción.

La música aparece siempre de la nada y sin alterar el montaje. No funciona como clip. No deja de sonar, incluso, parte del sonido ambiente. Más adelante, por distintas conversaciones, se entiende que todas las canciones que suenan pertenecen a una banda ficticia de New Wave llamada The Futures en la que tocaba el tío de Yael, gemelo de su padre. El tío es la única forma que Yael tiene para imaginárselo físicamente. La relación casi esquemática entre el cuerpo visible del tío y el cuerpo invisible del padre parece sugerir algo, pero en vez de ahondar en la profundidad psicológica de semejante situación prefiere dejar sonar esas canciones en dos o tres momentos, como una distancia frente al sentido que puedan tener para el personaje, la misma distancia que el traductor mantiene con aquello que debe traducir, porque entiende que su trabajo es negar el límite que supone el sentido cristalizado, original, del material. No negar ese sentido, sino plantear la hipótesis de que esa originalidad o su reverso, el carácter de objeto terminado, no agota su potencia.

Y sobre la música suena, a un tempo distinto que produce una audible disonancia, el reloj. El reloj suena todo el tiempo en la casa, por encima de los cambios de plano o las secuencias más elípticas. Como si ese ruido se propusiera recordar la relatividad del tiempo en la película, pero no como un tiempo real, o verdadero. Más que funcionar como un eje sobre el que se miden los otros “tempos” de la película, el reloj constante insiste en que también en la aceleración narrativa hay una sensación temporal que no está determinada por el agotamiento o el progreso del relato. Relativiza el sentido narrativo del tiempo. No se trata de negar la narración, sino de volver ecuánime –como todo en la película– su relación con la poética que despliega la forma, y no verse determinada por ni para ella.

La traducción es ese modo de moverse, sin ir necesariamente hacia adelante. Por eso al final suceden dos cosas: una inundación –que da un fin abrupto al relato y una nueva apariencia a los objetos– y la transformación de la casa y el barrio inundado en maqueta. Todo aparece en miniatura igual al set de cocina con que Yael juega al principio. Al clima tormentoso alude la televisión en varios momentos anteriores, a través de la televisión, pero igual sorprende cuando llega. El movimiento formal –la maqueta– es algo que la propia película parece haberse esforzado por permitirse y por eso no sólo sorprende, sino que conmueve, como una hipérbole de la traducción, un capricho, una decisión, una compulsión inevitable: un final abierto como un poema, el rechazo a un aprendizaje cristalizado que, junto al rechazo a toda nostalgia, recuerda que el futuro en sí es imposible, inverosímil, un borde en fuga que no separa, como un final, la infancia de la adultez.

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