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BAFICI 2018 (03) – Ecos del BAFICI

Por Ramiro Sonzini

Ha pasado un mes desde el vigésimo Bafici. Ahora lo que importa es Cannes, que está por anunciar a sus ganadores y con esto cerrar la agenda de estrenos “arty” del resto del año. Bafici ya no importa. Para la historia quedarán los hitos, que después se enumerarán en un texto e inmortalizarán en un libro. Los de este año serán la visita de Garrel, la visita de Waters, el triunfo de La flor en la Competencia Internacional y alguna que otra cosa en segundo plano. En sí mismos no tienen nada de malo. Lo malo es el ritmo enfermizo que imponen las agendas culturales, que atenta directamente contra la posibilidad de pensar un poco más extensamente, y también que terminemos olvidando otras películas increíbles que, por no estar respaldadas por un evento que las haga alcanzar la categoría de hito, se terminan olvidando. Habría que hacer una lista de películas-increíbles-olvidadas de todas las ediciones de Bafici y programar toda una edición del festival con ellas. Seguramente no tendría zonas flojas. Quizá esté exagerando.

Voy a tratar de escribir sobre algunas de esas películas, ya por fuera del evento Bafici como forma de conservarlas en mi memoria y de compartirlas con quienes quieran leer estas desincronizadas notas.

Decidí utilizar como mapa de ruta las recomendaciones que Álvaro Arroba hizo en una muy buena entrevista publicada en el sitio de Roger Koza, en donde daba argumentos enfocados sobre lo que buscaban (él y sus compañeros programadores) en las películas que programaban: “(…) cierta querencia por que las películas dejen un regusto literario, un ensanchamiento de gran prosa o de bella poesía. Que las nuevas obras seleccionadas se enhebren de alguna manera con los mitos, el clasicismo y la historia” (lo que importa acá es el ensanchamiento y lo literario). E ideas precisas contra las que programar: el cine de trance a cualquier precio”, “películas que tratan de sostenerse sobre una sola idea o concepto (no siempre muy fuerte) y carecen de la más mínima literatura (en un sentido amplio)” y “el fuera de campo como la forma más legitimada y estéticamente irreprochable de pensar los planos.”

Song of Granite cuenta la historia de Joe Heaney, maestro de sean-nós o canto gaélico. Aparentemente este particular estilo musical se desarrolló durante los siglos XVII y XVIII, cuando a los británicos se les dio por confiscar todos los instrumentos musicales de los irlandeses para tratar de destruir su identidad. Como forma de resistencia, en todo el campo los habitantes mantuvieron viva su cultura a través del canto a capella y la narración de cuentos. La historia está dividida en tres: su niñez en Carna, pueblo rural y costero ubicado en el estado de Galway; su juventud y madurez entre Londres y Nueva York, en donde además de desarrollar su carrera como cantante trabajó de miles de cosas (en inglés le dicen “jack of all trades, master of none”), entre ellas portero de un edificio; y su vejez en una residencia para artistas de la universidad de Washington en Seattle, donde murió en 1984.

El material de la película es pura sensualidad, una acuarelada gama de grises que hace de cada plano un fresco bucólico. Casi al principio, vemos al pequeño Joe en primer término, sentado de espaldas, contemplando las montañas; la precisa elección de los encuadres, amplios y parsimoniosos, invitan al espectador a compartir con los habitantes de Carna el placer de admirar la naturaleza: las praderas coronadas por montañas y atravesadas por riachuelos, el mar salpicado con faroles de los pescadores durante la noche, las casas que se posan silenciosamente sobre la roca, pero también los pobladores que trabajan la tierra, pescan, van a la escuela, bailan y sobre todo cantan. Ellos y sus actividades también son parte de la naturaleza y por lo tanto de la belleza que la cámara nos invita a admirar. Cuando Joe emigra a la ciudad, la película pierde los paisajes y se mete adentro de los bares y edificios que habita nuestro héroe, pero nunca pierde su actitud admirativa, solamente se desplaza a los gestos y los detalles.

Hay una escena muy larga en un bar que, según las películas de Ford, es un típico bar irlandés. Se cantan tres canciones. A la segunda la canta una mujer, y es el momento más emocionante de la película. Allí pasa algo misterioso que tiene que ver con la tensión que se produce entre el silencio absoluto que hacen todas las personas que están en el bar, y la imponente y delicada proyección de la voz de la cantante, que no para de introducir variaciones y quiebres en el tono y el volumen. Y además la tensión de las miradas: ni una sola persona en cuadro le puede quitar la mirada de encima, ni siquiera pestañear. El éxito de la cantante depende de la tensión que la atención más enfocada puede provocar en ella, como si las miradas posadas en ella fueran hilos que la sostienen. Toda esa emoción latente es muy contagiosa porque el punto de vista de cámara reproduce la actitud de los demás “asistentes”, nos vuelve a los espectadores activos partícipes de ese ritual; si la cámara desvía la atención (corta el plano) producirá el fracaso de la cantante, por eso el plano secuencia (mantener la unidad espacio temporal) es fundamental en la escena. Luego es el turno de Joe, que es casi tan tremendo como ella. Mientras canta, un hombre mayor lo sostiene de la mano de una manera particular, delicada, y no lo suelta hasta que termina de cantar. Aquí ya no hay que imaginarse los hilos.

A lo largo de toda la película hay momentos en que la cámara rompe la distancia del plano general para tomar un detalle de las manos de Joe tocando cosas. El más hermoso de todos ocurre cuando trabaja de portero en Nueva York por primera vez: mientras monta guardia en la puerta del edificio observa su alrededor y se asusta, ve personas y cosas que le resultan extrañas. La cámara hace un detalle de sus manos apretadas, una enguantada y la otra no. Joe apoya la desnuda en una pirca de piedra y la acaricia intensamente; esa rugosidad y esa solidez lo tranquilizan, lo conectan con algo familiar. Para Joe el tacto es una forma fundamental de experimentar el mundo, y pareciera que la cámara intenta hacer lo mismo con las imágenes.

El granito del título es la metáfora perfecta para describir la superficie de esta película. Cada escena, cada plano, cada encuadre, cada acción, se sienten sólidos como la roca. Hay una fe absoluta en que si lo verdaderamente conmovedor (los cantos, por ejemplo) es capturado dentro de la toma en su totalidad, es decir en toda su duración y contexto, la belleza y la emoción están aseguradas. Aquí el fuera de campo como la forma más legitimada de pensar los planos no existe. Nunca el fuera de campo ni las elipsis reponen algo que no está. Ni lo que está es una evocación ambigua, nunca el montaje es una forma de revelar la ausencia de algo. Aquí lo esencial no sólo es visible sino que es duro como la roca.

Otra cosa llamativa es la forma en que se estructura la narración. Si bien todas las escenas contribuyen a contar la historia del protagonista, entre ellas existe una gran autonomía, no se determinan mutuamente por sólidos vínculos de causa-efecto, y salvo por el cambio de actor para la niñez/adultez/vejez no se condicionan temporalmente. Cada escena sobreviviría perfectamente como  un micro universo en sí mismo. La historia en vez de avanzar en el tiempo pareciera desplegarse en el espacio. Más que una película-novela es una película-fresco. Como las pinturas religiosas divididas en muchos cuadros, donde cada uno representa una escena de la vida cotidiana. En la totalidad de la película esto genera una sensación de aplanamiento de la historia, de congelamiento del tiempo; mientras que la percepción del paso del tiempo dentro de cada escena es completamente radical por la conservación de la unidad registro/evento sin fragmentación.

En el final de la película la cosa cambia un poco. Después de morir en Seattle, el fantasma de Joe vuelve a Carna y se encuentra con su yo niño. Esta presencia fantasmal hace pensar en otra, que en realidad se siente durante toda la película: la combinación de esa distancia admirativa con la sensación de tiempo congelado sugiere que el punto de vista de la película podría ser el de un fantasma recorriendo su vida como si de un cuadro se tratara; buscando reencontrarse con la naturaleza, con ese plano inicial, que lo tenía sentado en la pradera en silencio, admirando las montañas. En ese círculo que se completa se puede hallar la poesía del mundo. Éste es el diálogo que tienen el fantasma y el niño:

 

Niño: ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Fantasma: Siete años.

Eso es mucho tiempo.

Yo esperaría el doble por un poema.

¿Has atrapado buenos poemas?

Los poemas para los que soy apto.

Nadie puede obtener más que eso.

Porque la preparación de un hombre es su límite.

Fue predicho por un hombre de conocimiento,

que yo recibiría todo el conocimiento a la orilla de este río.

¿Y luego?

Y entonces, tendría todo el conocimiento.

¿Y después de eso?

¿Qué debería haber después de eso?

Quiero decir, ¿qué harías con todo el conocimiento?

Una pregunta de gran peso.

Podría responderla si tuviera todo el conocimiento,

pero no hasta entonces.

¿Qué harías tú, jovencito?

Haría un poema.

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