Por Lautaro Garcia Candela (agradezco a Lucas Granero y a otros amigos por sus valiosos comentarios)
Dándole vueltas a Los territorios, hay una clave para intentar comprender por qué resulta una película fallida. En este BAFICI se proyecta la película de Ignacio Agüero Como me la gana II, en la que el propio director les hace preguntas a los jóvenes cineastas de su país e intenta develar el porqué de sus películas. ¿Qué tiene de cinematográfico tu película?, dice Aguero una y otra vez, consiguiendo como respuesta tan solo algunas vaguedades. Es un buen punto de inicio para enfrentarse a la ópera prima de Iván Granovsky.
La historia es la de un joven, Iván, hijo de un periodista con mayúsculas, que está tratando de filmar su ópera prima al mismo tiempo que intenta conseguir la aprobación de su padre. Entonces va a países lejanos, haciéndose pasar por periodista, buscando su propia línea de fuego, el hito que añora de Martín, el Granovsky grande. Se filma en Palestina, el País Vasco, Brasil, Francia: todas situaciones políticas interesantes que podrían ser potencialmente cinematográficas quedan sepultadas por el desinterés que tiene la película por todo lo que sucede. No tanto sus separaciones amorosas o sus peleas con Pierri (el productor de la película), pero sí todos los conflictos que vive de manera más o menos lateral. Es como si nada lo afectara realmente: no sería un problema si lo transformara en materia estética, si radicalizara su negación -se me ocurre Albertina Carri dándole la espalda a los testimonios de los amigos de sus padres-. Las vive bajo el filtro del exotismo, por su condición de extraordinarias. Turista de los conflictos geopolíticos, pasea su levedad que se transfiere a la puesta en escena. Todos los planos tienen su aire, su corrección en el encuadre, pero a la vez no tienen ningún tipo de movilidad: sólo sirven como contenedor del sentido que pueda darle la eventual voz off o los intertítulos sobre la imagen.
No importa tanto encontrar lo sintomático de una manera de producir las películas -no podemos saber exactamente su relación con fondos internacionales y etcétera- pero sí podemos pensar que el tiempo que tomó hacer Los territorios definitivamente influye en cómo es. Se va formando como una especie de Frankestein que no puede mantener un procedimiento: más bien se acumulan unos sobre otros. Cierta fineza u ostentación formal impide armar una escena de principio a fin y sabotea la intensidad que podrían tener las charlas con su padre, el verdadero corazón de la película.
En algunas críticas y en la propia película se insinúa que todo lo que vemos es una ficción. Que el personaje que vemos no es necesariamente el Granovsky director: no es quien aparece en la pantalla el mismo que toma las decisiones. Se da a entender al final de la película con la voz en off y también en los créditos. ¿Cuánto sirve eso para generar empatía, o para su reverso, extrañar la ficción? Cabe preguntarle a cualquiera de los dos Granovskys por los motivos del supuesto desdoblamiento. Lo que resulta una evidencia es que cuando lo físico del personaje aparece -cuando baila, cuando se baña, cuando se besa con otras mujeres- es cuando la película encuentra sus mejores momentos. Hay algo que sucede de verdad.
Suponiendo, forzando la interpretación, que toda Los territorios sea una gran ficción, una gran ironía: ¿vale la pena seguir durante hora y media a un personaje tan egocéntrico y caprichoso? Tal ostentación de dinero más que crítica resulta cínica. Este país sí, otro país no. No es un juicio de valor sino una posición política sobre el cine: la relación de la película con el mundo no es amorosa ni furiosa, sino que adolece del mismo desdén desinteresado que las imágenes que solemos ver por la televisión.