Por Lucas Granero
Quizás la mente me traicione (puede pasar en estos días de amontanamiento cinéfilo) pero no estaría muy lejos de la verdad si afirmo que no hubo un solo día en este BAFICI en el que no hayamos visto un promedio de uno a dos documentales por día. La competencia argentina sin ir más lejos posee el promedio más alto de documentales del que tenga memoria (otra vez, la mente…). Es el año en el que nos invadieron los retratos en primera persona, el intimismo abrumador, el juego inevitable con el artificio…En fin, en materia de documentales parece haber de todo y acá hablo de dos bastante particulares en sus alcances y exploraciones: Mi último Fracaso y El Viento sabe que vuelvo a Casa.
Utilizando su cámara como si de un espejo se tratara, Cecilia Kang busca en Mi Último Fracaso poder capturar los reflejos de las mujeres más importantes de su vida para asi poder llegar a comprender de qué influencias está hecha. Es un objetivo dificil y no pocas veces la cámara de Kang vacila, perdida entre una distancia que es siempre demasiado cercana. Las mujeres en cuestión son su profesora de arte de la infancia, su madre y su hermana, estas dos últimas el foco central de la última parte de la película. Es en el retrato de su profesora, que incluye un viaje a Corea a buscar las huellas de aquello que ésta dejó al mudarse a Argentina, donde mejor se exponen las verdaderas intenciones de Kang: comprender aquellas formas de independencia femenina dentro de la comunidad coreana. El caso de su profesora se entiende como vital en su formación como cineasta de la que incluso puede llegar a verse como un resultado la existencia de este documental. Es ahí, en esa indagación sobre lo qué es ser mujer de origen coreano y vivir en Argentina donde se encuentra el mejor potencial de Mi Ultimo Fracaso. Hay un momento genial en el que Kang centra por un momento el foco en su grupo de amigas en una salida nocturna. Allí se exponen, con esa naturalidad tan sensible y amable que tienen casi todas las mujeres que aparecen en la película, cuestiones como lo complicado que resulta enamorarse de un argentino y no contar con el apoyo paterno y las ambigüedades propias de sentirse argentinas pero no verse como tales. ¿Se puede escapar de los hábitos propios de una cultura e igualmente sentirse cercana a ella? En esa intersección entre las tradiciones que deben ser respetadas y los ánimos por explorar nuevas formas de independencia, Kang encuentra una interesante forma de exploración que luego se diluye cuando se centra excluyentemente dentro del ámbito familiar. Como si realizara una operación que va desde afuera hacia adentro, Kang se concentra en su relación con su madre y su hermana, Catalina, quien comparte casi el mismo tiempo en escena que la profesora, comentando sus amores fallidos, su infancia entre Corea y Argentina y su lucha contra una enfermedad de la cual se ha curado, pero cuyo fantasma aún permanece entre la familia y amigos cercanos. Sucede que aquella indagación inicial se pierde y bajo ese efecto navega la película, en una segunda mitad en la que se abandonan los logros conseguidos pero se conserva esa sensación de estar siempre acompañados por una calidez permanente en lo que se mira y cómo se lo mira.
Cuando salí de ver El viento sabe que vuelvo a casa, la última película de José Luis Torres Leiva, le mandé un mensaje a Salas diciéndole que ésta era la película hermana de Implantación, al menos la más cercana a su espíritu que se pueda encontrar en todo el festival. Porque también en ésta especie de road movie cinéfila hay un espacio que se recorre y descubre, la isla chilena Chiloé, con todo ese poder de exploración que el cine alguna vez supo tener y nunca debería haber perdido. Es éste un documental sobre personas y sus historias, comandado por el capitán Ignacio Aguero, conversador nato que del que ya conocíamos su tendencia al diálogo desenfrenado al ver El otro día o incluso Como me dé la gana. Con la excusa de buscar locaciones en la zona para filmar una futura película en torno a una leyenda de dos amantes de la isla que se fugaron sin dejar rastro, Aguero hace castings, conoce gente, entra en casas, camina o recorre el espacio en auto. Su técnica es pura y no hay condescendencia alguna: su curiosidad es sincera y la confianza que expresa real. Su personalidad le impregna a la película una calidez sorprendente al mismo tiempo que le permite a Torres Leiva encontrar sutiles tensiones entre la comunidad que todavía hoy parecen existir en la zona, en la que mestizos y aborígenes no podían convivir, teniendo que dividir la tierra en dos porciones. La metodología de Torres Leiva es igual de honesta que la que aplica Aguero con los habitantes de la isla y hasta podemos pensar en él casi como el último camarógrafo Lumière. Su tarea como cineasta se inscribe en esa misma noble tradición que permite descubrir un mundo con una cámara. El viento sabe que vuelvo a casa es un tipo de película que se encuentra en vías de extinción (como Le Flis de Joseph, también en el festival), necesarias excepciones de un cine hecho de nobleza y que encuentra inmensidad en lo pequeño en medio de un contexto cinematográfico al que siempre le conviene mirar para otro lado. Cuidémoslas: películas como estas hay pocas.