De las nominadas, Manchester by the sea es de las películas más interesantes. A Salas le gustó tanto que no puede esconder los pañuelos y a Granero le parece, en cambio, una película un tanto manipuladora. Pero ojalá gane algo.
Por Lucía Salas, a favor
Cada tanto aparece una película que parece un fogón: reúne a todo el mundo. Si hiciéramos un prode de Las Pistas, votaría por Manchester by the sea. Mejor pensar que no todo está perdido, que quedan algunas cosas en común. Manchester… es sobria, sensible, la más triste en años, hermosa, tiene al mejor actor de todos, las mejores escenas, un pueblo al lado del mar que es como sentarse a mirar un faro toda la tarde y un humor desolado. Tiene sobre todo infinitas ganas de que el mundo exista y siga existiendo, a pesar de cualquier cosa. Es como una película de Ford, no hay casi nadie que siga ciego mientras la ve.
Es la película milagrosa de la competencia. La experiencia es sencilla: cómo corre el tiempo para alguien que no quiere vivir y está vivo. O sea, cómo pasan los días, cómo se conectan los recuerdos, cómo lidia con los obstáculos que son las vidas cargadas de los demás que por la obligatoriedad del deber familiar y social nunca contraído modifican esa necesidad de hundirse hasta desaparecer. Lee está en su existencia, que consta en pasar el tiempo trabajando y cada tanto aparecer en un bar con la esperanza de hacerse cagar a piñas lo suficiente como para morir durante. Un llamado lo intercepta y tiene que volver al mundo de la gente, el pueblo donde además de un muerto vivo es un paria, a ocuparse del hijo de su hermano que hasta entonces tenía todo lo que a él le faltaba: la certeza de que su corazón no le iba a funcionar más de 5 o 10 años. La película rodea a esos dos hombres (uno está, el otro no) que tienen que vivir sabiendo que tienen el tiempo de vida incorrecto: demasiado o demasiado poco. A través de esa trama con el tiempo es que se hace posible acercarse a vivir como alguien que existe en la tragedia. No es empatía por emoción musical (tiene mucha pero no es un melodrama) ni golpes al corazón escritos en el guión, sino por duración espacial.
Cuando un hermano muere el otro tiene que modificar su duración. El tiempo se llenó de ocupaciones que van a desorganizar su intento de vacío mental y cada una va a traer un recuerdo. Firmar los papeles de tutoría de su sobrino, ir al hospital, subirse al barco. Mientras tanto, la experiencia de la película no es el determinismo de un pasado (ver la construcción de un personaje a través de sucesos de su vida que se supone que dan forma directa a lo que es en el presente de la película) sino la construcción de un presente que aparece como esa transformación del tiempo. El pasado puesto en imágenes (flashbacks) moldean lo que pasa y desencadenan acciones que van sacando a Lee del pozo para ponerlo en la vereda de aire helado del norte. Nada de salvaciones absolutas ni cambios abruptos de historias de vidas transformadas con milagros sino detalles de continuidad de una existencia que se sabía terminada. Como en Arrival, la muerte es que un sujeto quede suspendido en el tiempo pasado y atornillado en la mente de los que viven. Hay un momento en que transitó la tierra, dejó unos recuerdo y después de x, eso dejó de pasar. Lo que va a pasar en esta observación sobre el tiempo de los que tienen el tornillo incrustado en la sien es que van a poder coexistir con los muertos paseando un rato por el pasado. Pasa de ser una tortura fuerte a una tristeza constante de una existencia que fue limitada pero efectiva.
Si la película siguiera tendría que ensamblarse de otra forma. De hecho la estructura de construcción de la vida diaria con flashbacks termina cuando empieza la primavera y literalmente se derrite el hielo. Después de la escena de reencuentro de la pareja terminada desde la estación de servicio de Los paraguas de Cherburgo, esa en la que Lee se encuentra a su ex esposa paseando a su bebé en las calles llenas de escaleras de pueblo de puerto, que va a desencadenar que acepte por primera vez en voz alta que nunca se va a poder curar la tristeza, una forma de afirmar que va a seguir existiendo a pesar de eso por primera vez, viene la secuencia de la llegada de la primavera. Patty ve que el suelo está blando, Lee trabaja con un hombre y escucha sus historias trágicas sin drama, alguien juega al baseball, vuelan unos pájaros, comienzan los deportes acuáticos, florecen los cerezos, los amigos adoptan a Patty, el hermano tiene su entierro, la tumba familiar tiene un espacio vacío que va a tardar en llenarse, Patty puede comprar un helado, Lee juega con una pelota, tío y sobrino caminan ya un poco más reparados. El tiempo puede pasar más rápido, estar lleno de estímulos del mundo exterior que son bien recibidos, Manchester es un lugar increíble, no hay flashbacks. Cuando deja de creer que se tiene que morir, el personaje se funde con el espacio que habita y puede tener contacto con el mar, tiempo y espacio se juntan. Música bien puesta en un bar.
Por Lucas Granero, en contra
Como aquel que domina al león con coraje, Kenneth Lonergan es un experto en el manejo de la perilla de intensidad emocional de su cine. Parte de lo más interesante de esa película tan inestable como sorprendente que es Margaret proviene de esas dosis heterogéneas de emociones varias que le inyecta a su protagonista, cuyos estados derivan fácilmente de la angustia adolescente a la histeria colectiva de vivir en una Nueva York post 9/11 que ha perdido los vínculos más vitales de la vida en comunidad. En un espacio convertido en tierra hostil, donde la amenaza colectiva incita a buscar víctimas y victimarios, Lonergan sube el volúmen de la emoción a nível casi ruido blanco, con un accidente filmado con palpitación gore, para bajar luego la distorsión a la calma acústica de una película de cámara, con confianza ciega en la construcción de ese mundo intimista que se quiere épico, sinfónico, abarcativo.
En el corazón de Manchester by the sea se encuentra el que acaso sea el momento más importante de esta película, una tragedia de dimensiones impensables, de esas que aparecen sin motivo aparente y cambian por completo la vida de uno. Le pasaba a la joven Margaret al volverse un factor clave en el accidente de un transeúnte y le pasa ahora a Lee, que no puede creer cómo el mundo que conocía se le transforma en puras cenizas. El efecto que produce este momento en Manchester by the sea encierra el truco en el que se basa el sistema narrativo del cine de Lonergan: mostrar lo intempestivo de lo trágico y ver cómo todo se trastoca, cual efecto dominó emocional que a medida que avanza va arrasando con todo. Sin embargo, esta vez el tigre le muerde la mano porque a esas imágenes de por sí intensas de emociones que construyen una secuencia de casi diez minutos, Lonergan decide musicalizarla con el Adagio en sol menor de Tomaso Albinoni. Y el problema no es que ésta sea tal vez la pieza de música clásica más usada en la historia del cine y la televisión, el problema es que su presencia dentro de ese momento es completamente innecesaria, porque no ayuda a puntuar nada, porque exagera lo que debería ser moderado, porque debilita lo que debería ser poderoso.
Así, a ese duelo al que Lonergan le encuentra un compás adecuado entre gestos silenciosos que dicen todo, en la insistencia de unos ojos siempre llorosos que se obstinan en la mirada hacia ese mar calmo y que finalmente explota en borracheras violentas que intentan paliar la culpa, se lo contamina con estas apariciones sonoras que hablan de más. Si bien desafía siempre con suerte los peligrosos caminos del golpebajismo tan cercano a este tipo de material, no puede hacer lo mismo con esa tendencia al subrayado incesante y no le basta con no poner en mute la potencia de algunas escenas sino que también cae en la redundancia de mostrar lo que bien cómodo estaba en fuera de campo. Dos veces expone un cadáver y dos veces destruye así la potencia misteriosa de la tristeza, a la que por si no le sobraran motivos para existir entre las pobres vidas de estas personas, se la vuelve obscenamente presente y la sutileza del relato se difumina en visitas innecesarias a la morgue.
En la sumatoria de llagas trágicas que atacan a Lee, el sonido de la tierra al moverse es la única música que le puede hacer justicia a su dolor. Los pájaros que sobrevuelan el mar o el motor del barco surcando el agua se disuelven entre el pasado y el presente. Son los sonidos de las cosas, ruiditos del día a día que solo el silencio de la ausencia vuelven perceptibles en todo su rango, como si nunca hubiesen estado ahí. Que a Lonergan no le alcance con escucharlas sólo habilita la conclusión de que Manchester by the sea opta por la sensibilidad mentirosa, volviendo a la tragedia una cuestión de música ligera.